Acaso todo amor sea, en el fondo, un malentendido. Uno cree una cosa, espera otra y pide, a tientas, lo que puede. El otro responde, corresponde o no responde, pero provoca en el primero una sensación arrasadora: la confusión. ¿Me quiere o no me quiere? ¿De qué se trata todo esto? ¿Me quiere a mí o a sí mismo en compañía?

La última novela de Cynthia Rimsky, que resultó ganadora del Premio Herralde 2024 junto a la escritora española Xita Rubert (Los hechos de Key Biscayne), es un juego divertido de principio a fin donde las preguntas que se hace el protagonista, un plomero de pueblo devenido interlocutor y exégeta entre una artista contemporánea que no logra trascender con su arte, la corrupción de un modelo sindical que obtura y abraza en formas parejas y la duda por el amor y sus modos: la espera, la concreción y el después.

Si el amor puede tornarse espera, los plomeros son los amantes por antonomasia: esquivos e imprescindibles de un momento a otro. Dijo Rimsky en alguna entrevista hace poco que el personaje surgió por una necesidad propia: un plomero que le decía que iría a visitarla y reparar su casa, pero que nunca iba. Ella dice que le advirtió que lo incluiría, como venganza, en una novela. Él se rió, pero no apareció. Y ella, que ya había mencionado el episodio en su anterior libro —La vuelta al perro (Tenemos las máquinas)— lo hizo protagonista.

Entonces, nuestro protagonista, novel plomero en un pueblo del interior argentino, entre conurbano y pampeano, podría pensarse con una Fiesta Nacional del Pastelito y una evocación a las recetas de doña Petrona, recibe el legado de su mentor, que le enseñó a auscultar filtraciones fantasmáticas, sonidos acuosos que se cuelan por algún sitio, pero que no se dejan ver. Hasta ahí su labor.

Pero el amor hace su entrada magistral como elemento transformador, igual que el arte, cuando se cruza con Clara, la artista incomprendida que se deja querer, pero cuyo amor es, a la vez, una manifestación artística o una filtración fantasmagórica: está y no está.

Clara se debate a su vez entre la creación y la producción: ¿es arte si nadie valora su obra? ¿Hay obra si no hay espectador que la admire o comprador que la pague y la vuelva sustento? El plomero cruza a Clara cuando la artista, que ha montado una muestra a la que nadie ha ido, reemplaza una de sus obras colgándose ella misma de un clavo. Esa performance —o quizás simple reacción— es vista por el plomero que, sobrecogido, recibe así una introducción espasmódica al mundo del arte. Y del amor.

Entre la confusión que le provoca esto al plomero, y en tono siempre al borde de la risa, Rimsky juega con las palabras y con los estados de ánimo, con aquello que se entiende y que requiere del lector un poco más. La confusión juega su rol y deja al desnudo explicaciones por momentos irrisorias, pero que satisfacen a los interlocutores de ocasión. A veces, pareciera que lo que no se explica carece de sentido incluso cuando las explicaciones promuevan más incomprensión: estamos en una etapa de un mundo de manuales de uso en los que no hay lugar para la duda, sino para los convencidos. Pero Rimsky juega con la literatura y nos lleva por un universo de máximas y mínimas filosóficas que dejan sonriendo y pensando a cada rato. Revisando.

En el medio, una subtrama rayana con el delirio: un auto de lujo que demuestra las matufias gremiales y las pone de relieve, pero que, a la vez, le da al plomero la visión definitiva de lo que ocurre: la claridad para comprender, en el momento del final, cómo es que se unían los hilos entre el amor, el arte y la plomería.