Frente a la plaza principal de un pequeño pueblo del interior, espero un ómnibus que me devuelva a la capital. La parada está iluminada por el foco de luz de un quiosco, uno de los pocos negocios que permanecen abiertos, aunque no sea tan tarde, apenas las diez y media de la noche. Jóvenes de distintas edades se congregan en uno de los ángulos de la plaza. Supongo que deciden qué hacer después, a cuál de los bailes de los alrededores concurrir, con qué brumosas expectativas.
Algunas motos y autos circulan alrededor de la plaza. Los autos, en general, lo hacen muy despacio, como si buscaran un número de puerta. Pero no, no buscan nada y esa es la gracia. Sólo es un paseo, un lento recorrido por las calles conocidas. Casi todos repiten el mismo trayecto, sin variar nunca la velocidad.
En uno de los autos va una familia completa. Los veo girar en U y, antes de alejarse del todo, una de las muchachas salta del banco de cemento y se acerca, liviana, como si bailara, como si caminar y bailar fuesen una misma cosa. El auto frena, ella se asoma por la ventanilla, hay un diálogo breve, gracioso o feliz, hasta que la saludan y ella saluda también, riéndose, y enseguida regresa al banco con sus amigos mientras la familia continúa su lenta marcha. Los sigo con la mirada mientras me pregunto cómo será vivir en un sitio donde la mayor parte de la gente te conozca. Donde te conozcan a vos y también a tus padres, tus abuelos, tus hermanos, tus tíos, todas las variantes vinculares, de amistad o enemistad, familiares o no.
Imagino que, aun así, los jóvenes tendrán sus redes sociales y que las usarán igual que como las usan todos. Construirán también su propio relato, uno en el que ellos sean los exclusivos protagonistas. Y lo mismo sucederá con la mujer que atiende el quiosco; es probable que ella conozca a cada uno de esos jóvenes y que no necesite un perfil de Facebook o de Instagram para saber cómo son las casas donde viven, en qué año de liceo están, dónde trabajan sus padres o qué hacen en su tiempo libre.
Giro para mirar a la mujer, para buscar algo en la expresión o el gesto, en el previsible espacio que la rodea, pero no hay nada, ninguna señal contundente, nada que me muestre alguna particularidad. Sólo es una mujer trabajando en su quiosco hasta tarde, haciendo su zafra de fin de semana. Y al fondo, detrás de la puerta comunicante, es probable que esté su casa, su marido, los niños ya crecidos, el padre anciano; su mundo particular y suficiente.
Nuevas personas llegan a la parada. Una señora mayor con sus bártulos excesivos, dos señores vestidos de uniforme, y una muchacha con grandes auriculares de color rosado. De vez en cuando, llega hasta nosotros una ráfaga de risas o gritos, el murmullo juvenil que la brisa esparce por los cuatro ángulos de la plaza.
Después de un rato de espera, la escena sigue siendo la misma. Todo está un poco quieto, casi estático, y los lugares que ocupamos en el espacio parecen haber sido previamente planeados por alguien, como si fuésemos parte de una película de Jim Jarmusch. Entonces recuerdo Paterson, aquella en la que el protagonista es un joven llamado Paterson, que escribe poesía y trabaja conduciendo un ómnibus por la pequeña ciudad en la que vive –en Paterson, Nueva Jersey–, ciudad que da nombre a la obra más importante de William Carlos Williams, poeta al que el personaje admira. Entre la rutina diaria, juegos de dobles y cosas espejadas, se despliegan la acción y las palabras.
Y quizás sea por eso que recuerdo, también, aquello que dijo en una entrevista el escritor argentino Néstor Sánchez: “La literatura es tierra de nadie, es un lugar que está tan bastardizado, y, por otro lado, es el lugar de la superación de un fracaso”. Cuando le preguntan por qué, él agrega: “Porque es tan sencillo... Un muchacho no sabe qué hacer con su vida, agarra una servilleta de un bar, un lápiz, sube a un colectivo y, cuando baja, ya es un poeta”.
Inicio un nuevo pensamiento alrededor de eso cuando escucho una voz que dice “ahí viene” y enseguida el ómnibus aparece hacia el final de la calle. Lo veo y siento alivio. Estoy cansada y quiero llegar a casa. Cuando subo, me siento del lado de la ventanilla y puedo verlos por última vez, los jóvenes trepados al banco de cemento, riéndose de cualquier cosa, distraídos y alegres, como si el tiempo fuese nada, sólo un detalle inofensivo, algo para constatar y olvidar enseguida.