Podés ser embajador, podrá gustarte la timba o el baile, ser campeón mundial de pesos pesados o alguien de la alta sociedad, “pero siempre vas a tener que servir a alguien. Será al Diablo o al Señor, pero vas a tener que servir a alguien”. Eso cantaba Bob Dylan en el tema “Gotta Serve Somebody”, del disco Slow Train Coming, de 1980. Yo lo conocí en la banda de sonido de Los Soprano porque siempre estuve más cerca de la televisión que de la música.
Smoke y Stack Moore (Michael B Jordan en doble papel) son dos gemelos que regresan al Delta del Misisipi después de haber peleado en la Primera Guerra Mundial y haber trabajado en Chicago a las órdenes de Al Capone. Estamos en 1932, postrimerías de la Ley Seca, y estos hermanos se han cansado de servir a otros, ya sea el ejército o la mafia. Llegan al terruño con mucha energía y mucho dinero, dispuestos a abrir su propio emprendimiento, con un optimismo exagerado para dos afroestadounidenses en plena vigencia de las leyes de segregación conocidas como Jim Crow. Y eso sin contar a los vampiros.
Después de una década jugando en areneros ajenos como el universo de Rocky Balboa o el de los superhéroes de Marvel, Ryan Coogler dirige su segunda historia original y para ello conjuga la experiencia de la discriminación racial con el horror literario, un poco como había hecho la serie de HBO Lovecraft Country, ambientada un par de décadas después, pero con la misma discriminación que últimamente está experimentando un nuevo empuje. Y no es casual que surjan estas expresiones, o la cinematografía de Jordan Peele.
La de los hermanos Moore es una empresa destinada al fracaso, no solamente porque la película comienza con un sobreviviente ensangrentado y rápidamente retrocede 24 horas en su relato. Si todavía es claro que en la tierra de las oportunidades algunas personas son más iguales que otras (parafraseando a George Orwell), en aquella época el anonimato de internet era sustituido por una capucha blanca a la hora de actuar de la peor manera sin siquiera pensar en las consecuencias.
Eso sin mencionar los elementos sobrenaturales, introducidos por una voz en off que menciona que en las mitologías más diversas se habla de músicos tan virtuosos que son capaces de borrar los límites entre nuestra realidad y otros mundos. La leyenda más cercana a la Coogler probablemente sea la de del blusero Robert Johnson, el guitarrista que le habría vendido el alma al Diablo en un cruce de caminos a cambio del dominio del instrumento. Y Pecadores (Sinners en el original) tiene a su propio Johnson en Sammie (Miles Caton), primo de los protagonistas.
La primera mitad de la historia es la de Smoke y Stack recorriendo el Delta por separado, visitando tanto la ciudad como las plantaciones de algodón, seleccionando mercadería y empleados para la apertura del local nocturno ubicado en el aserradero que acaban de comprarle a un estúpido hombre blanco (Michael Moore dixit). Mientras uno de ellos se encarga de la comida y la cartelería, el otro recluta a Sammie y a otros trabajadores a los que promete mucho dinero, tal vez demasiado.
No solamente estamos ante una película de “gran apertura” (con vampiros), porque el regreso también remueve viejas heridas, como la hija que perdieron Smoke y Annie (Wunmi Mosaku), además de otros amores que comienzan o que reviven de las cenizas. Todo esto, con la fotografía de Autumn Durald Arkapaw y la música de Ludwig Göransson, que comienza algo invasiva y se convierte en fundamental, hacen que todo sea tan ágil como ominoso, porque el enemigo chupasangre se ve atraído por ese club nocturno como si hubiera en él una fuerza poderosa capaz de romper el límite entre las realidades.
Aquellos que hayan leído suficientes historietas estadounidenses conocerán al sello editorial Vertigo, perteneciente a DC Comics. Surgió como rincón “maduro” en el que contar historias de sus personajes menos populares, pero rápidamente se convirtió en club de guionistas que crearon sus propias historias de horror gótico, en muchos casos con elementos sureños (desde La cosa del pantano hasta Preacher) y los vampiros nunca estuvieron muy lejos. Alcanza con mencionar la serie American Vampire, de Scott Snyder y Rafael Albuquerque, o Cassidy, el vampiro irlandés de Preacher, de Garth Ennis y Steve Dillon.
Precisamente es un vampiro irlandés el principal antagonista, y el guion de Coogler juega con dos pueblos arrasados y/o trasplantados por el invasor. Los vampiros proponen, no sin condiciones terribles y algo engañosas, una nueva definición de libertad. Pero los hermanos Moore la están experimentando en carne viva (por ahora) en su nuevo local, especialmente cuando Sammie toca la guitarra y experimentamos quizás la escena más inolvidable de toda la película, golpee o no el verosímil construido hasta el momento.
Después vendrá el género: en especial, esa regla de los vampiros que dice que no pueden entrar a un inmueble sin ser invitados. Con momentos de genuina comedia que acompaña sin distraer la tensión generada por todos los elementos en pantalla, se suceden enfrentamientos esperados, no por quién se salva o no, sino porque en esta clase de luchas con desventaja matemática (los muertos de un bando se pasan al otro, como los zombis) uno no espera más que un buen derramamiento de sangre.
Las actuaciones, que incluyen a Hailee Steinfeld, Delroy Lindo y Jack O’Connell (con ese apellido se imaginarán a quién interpreta) están a la altura de la historia, que tiene en el debe la dificultad de diferenciar un poco más a los dos hermanos en los dos primeros tercios de la historia, y un final escalonado que nos despide bastante lejos del clímax. Pero el resultado final es tan mágico y musical, que Coogler seguramente quedó a muy poco de que algún diablillo le ofreciera una cámara de video a cambio de su alma.
Pecadores (Sinners). 138 minutos. En cines.