Entre los muchos repasos y lecturas que se han hecho de la historieta publicada por Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López a partir de 1957, hay dos fundamentales para que este relato de ciencia ficción argentino (asumido hoy día con mucho orgullo también como latinoamericano) se transformara en una referencia. La primera es, justamente, su condición local.
Por primera vez, una historieta de aventuras o ciencia ficción rioplatense se decidía valientemente por ambientarse en un espacio reconocido como propio para sus lectores. La nevada mortal y posterior invasión extraterrestre ocurría en un barrio de Buenos Aires, lo que permitía a sus lectores vivir la aventura desde un sentimiento de propiedad que hasta entonces era extrañísimo (y siguió ocurriendo durante generaciones, porque fue mucho más adelante cuando se volvió común ambientar esta clase de historias en un contexto local). La invasión, la resistencia, la batalla, los héroes, todo ocurría en avenidas, barrios, zonas por completo reconocibles y, para muchos argentinos, “nuestras”.
No contento con esa innovación, el guion de Oesterheld no tardaría en proponer otra que atañe directamente a sus protagonistas. A contrapelo de la ficción de aventuras tradicional, Oesterheld presenta un protagonista colectivo, un grupo humano que sobrevive a la adversidad gracias a su aporte general antes que por heroísmo o valor individual. Es cierto que Oesterheld iría dimensionando este concepto a posteriori de la publicación original, y que lo pondría en práctica en varias ocasiones más (ocurre en muchas de sus otras historietas, como Ticonderoga, Sargento Kirk o Rolo, el marciano adoptivo), hasta terminar por acuñar una frase que hoy resuena muy fuerte en Argentina: “Nadie se salva solo”.
El concepto, además, conecta con la obra de Bruno Stagnaro, creador, director y guionista de la adaptación de El eternauta que arrasa con las mediciones de Netflix. Entre los muchos cambios que hizo –se agiorna al presente la historia, se envejece a sus protagonistas para que coincidan con la edad de sus actores y con la historia real argentina– hay dos cosas que Stagnaro mantiene no tanto por fidelidad a la obra (calculo) sino por fidelidad a sí mismo. Si hay algo que recorre la obra de Bruno Stagnaro es la pertenencia a su contexto local con la convicción de que nadie se salva solo y de que el héroe, en caso de haberlo, siempre será colectivo.
Tanto para el grupo de jóvenes de su germinal Pizza, birra, faso (1998) como para el cuarteto protagónico de su serie Okupas (2000), la supervivencia yacía en el esfuerzo colectivo, en la pertenencia a una comunidad, al aporte –poco o mucho, no importa– que hace un conjunto humano, que Stagnaro ubica dentro de las clases medias o medias bajas (y algo detonadas) de su propia sociedad. Acaso sean las clases más acostumbradas –sería un hermoso mensaje– a la solidaridad. Hay que entender que si no es juntos tirando todos del carro, no salimos jamás adelante.
Así, en el episodio 4 de El eternauta (a mi entender, el mejor de esta primera temporada), Stagnaro presenta su colectivo en el relato. Un conjunto heterodoxo de monjas, cirujas, pordioseros y sorprendentes boyscouts ha encontrado una manera de sobrevivir. Son, además, los que enseñan a los protagonistas de esta serie –Favalli y Salvo, hasta ese momento y por construcción lógica de su propio arco narrativo, todavía algo cínicos o desconfiados ante el esfuerzo colectivo– eso de “nadie se salva solo”. Ese mensaje tan fiel a la obra de Oesterheld y Solano López es, a su vez y de manera plena, coherente con la obra del propio Stagnaro, acaso la elección más adecuada para adaptar esta gesta de aventuras, supervivencia y ciencia ficción, pero que habla, como la propia obra de su adaptador a la televisión, de otra cosa.