Humphrey Bogart disca, de espaldas, un número. Minutos después Whoopi Goldberg, que nunca trabajó con él en el cine, parece contestarle; lo mismo pasa con Clark Gable llamando a —o llamado por— Meg Ryan, o con Jimmy Stuart conversando consigo mismo, pero décadas más viejo, al otro lado del teléfono. No es un nostálgico reclame de las compañías de comunicación Verizon, AT&T o Antel, sino un vertiginoso collage fílmico de 1995, Telephones, firmado por Christian Marclay.
Son siete minutos de brevísimas secuencias de películas en las que actores de diferentes generaciones, extraídos de (más o menos) notorias cintas, primero componen con discos o botones de viejos aparatos, largan el típico hello y hablan brevemente, para luego colgar el auricular y volver al olvido de donde vinieron. Es un video sencillo, con un montaje penetrante, que reflexiona sobre los aspectos rituales y materiales de una forma de comunicación completamente naturalizada —y 30 años después, básicamente desvanecida— agregándole el aura cinematográfica y una buena dosis de ironía. Todo respaldado por una inquebrantable visión del mundo y del arte como pura unión de elementos ajenos.
Esa misma visión, junto a una clara y sana obsesión por los soportes materiales de lo inmaterial, había mostrado Marclay en su trabajo hasta aquel momento, y lo seguiría haciendo. Primero como “ruidólogo”, haciendo scratching y otras manipulaciones sonoras para el who’s who de la escena under neoyorquina de Elliott Sharp a John Zorn, pasando por las performances de Simone Forti. Luego, focalizándose en los contenedores de música, especialmente discos.
Así sus superposiciones de tapas de vinilos crean un imaginario que condensa, en álgidos mosaicos pospop, la serialidad de Andy Warhol, el apropiacionismo de Sherrie Levine y Elaine Sturtevant y el azar de John Cage (que frecuentó brevemente), bajo la “supervisión”, obviamente, del numen tutelar Marcel Duchamp. Divertidas y turbadoras, sus composiciones de tapas de discos oscilan entre el collage monstruoso, a lo Hannah Höch, de la larga serie Body Mix (1991-1993), al patchwork de decenas de imágenes inspiradas en fotos de directores de orquesta en acción como aparecen en los LP: con sus amenazantes batutas —conviviendo en pocos centímetros cuadrados, cuando sus egos casi no podían ni pueden compartir continentes—bajo el sardónico título de Dictators (1990).
Discos y casetes forman parte también de su faceta escultural. Si bien, a lo largo de los años, el artista estadounidense (de madre suiza) ha producido varios y cómicos instrumentos inservibles (guitarras con mangos doblados, tubas cuya boquilla es una tromba, flautas con más agujeros que un colador), son sus columnas gigantescas de vinilos apilados (Endless Column, 1988) o sus almohadones de cintas de casetes (The Beatles, 1989) aquellos que realmente develan el potencial plástico de los objetos de uso cotidiano, en un triunfo de lo analógico y de su resignificación de lo no utilitario (de hecho, su trabajo en el ámbito puramente digital —una mezcla para celulares de feeds de Snapshot— All Together (2018), no tiene la misma potencia que la manipulación marclaiana de los viejos medios).
De todas formas, es en el montaje quirúrgico de material audiovisual preexistente que Marclay confecciona combinaciones prodigiosas disparando, en la cabeza de los espectadores, colisiones entre modalidades, tiempos y funciones diferentes o divergentes, mientras los (nos) catapulta en flujos sensoriales placenteros, pero que nunca bajan la guardia de lo racional.
Antes de llegar a su pieza cumbre hay que mencionar, en este sentido, Video Quartet de 2002: una suite musical obtenida de la simultánea proyección de retazos de “antiguas” películas —cuatro a la vez— que muestran gente tocando o cantando, emblema de su constante danza, en vilo, entre lo sonoro y lo visual. El MoMA permite ver hoy, y hasta mayo, la obra que le valió el León de Oro en la Bienal de Venecia de 2011, The Clock.
Estrategias de seducción
Al entrar nos preguntamos si el llamativo e hiperbólico blurb de la escritora Zadie Smith que aparece en el poster –“tal vez la mejor película que hayas visto jamás”– tendrá algún fundamento. Al salir entendemos que algo de sentido tiene.
Radicalizando su afición por el montaje, Marclay construye The Clock (2010) a través de un riguroso empalme de, aproximadamente, 12.000 fragmentos de películas y programas televisivos donde aparecen relojes con una duración de 24 horas. En proyección —así está funcionando en este preciso momento, mientras leen esta nota, en el MoMA— cada minuto del film coincide, milimétricamente, con la hora real del espectador. Una simultaneidad de efectos placentera e hipnóticamente extraña que impulsa a querer ver “sólo un minuto más”, Jason Persse dixit; imposible no citar a este espectador ideal, cuya crónica de las 24 horas de visionado presente en la página del propio museo alude al paradójico efecto adictivo de la película: “Uno pierde todo sentido del tiempo mientras se le recuerda exactamente qué hora es”. Cabe mencionar que, si normalmente se pueden ver sólo las horas que coinciden con la apertura de la sala, por lo menos una vez, según requiere el artista, la institución debe asegurar que lo proyectará entero.
Si el cine invita, en general, a temporalidades otras —es parte del pacto—, esta película cortocircuita todo contrato, recordando el paso real del tiempo, y con él, la palpable concomitancia entre el adentro y el afuera de la pantalla, entre los personajes (y los actores que los interpretan) y nosotros.
A la vez, nos planta, en clave decididamente longue durée, ante la —o por lo menos parte de la— historia del cine. Materialmente, porque los millares de imágenes que la componen forman una fugaz antología de épocas, géneros, estilos, naciones y creadores, pero también por los múltiples diálogos que, como en Telephones, propone usando el montaje como método de composición. The Clock —¿Smith pensaba en esto cuando empleó su hipérbole?— contiene los mismísimos orígenes del cine de vanguardia de los años 20, tanto las teorías y prácticas de montaje de la escuela soviética como la francesa, y su reactivación neovanguardista en los años 60.
Un puñado de experimentos similares anteceden a The Clock, incluso uno uruguayo, por cierto, menos ambicioso: El tren de los sueños (2005) de Eduardo D’Angelo, amarcord de un apasionado del cine, más que desafío a la narrativa audiovisual común. El más contundente, de todas formas, es sin duda La verifica incerta (La verificación incierta, 1964-1965) de Alberto Grifi y Gianfranco Baruchello, media hora de montaje rápido de retazos descartados de películas hollywoodenses dobladas al italiano. Tras haberlo visto en 1965, Umberto Eco llamó la atención sobre un pasaje en particular, por su ruptura de (o juego con) las expectativas del público: la secuencia de numerosas puertas que se abren sin que salga nadie; aquello que debería suceder, no sucede (curiosamente, o no, una de las últimas obras de Marclay, Doors de 2022, amplía aquella idea). Podría también haber citado los múltiples the end que, hacia el cierre del film, se acumulan juguetonamente, extendiendo el verdadero final.
En 1964, La verifica incerta había gustado a la flor y nata de la vanguardia: apreciada por Man Ray, Max Ernst y Duchamp (presente en ella y principal homenajeado) cuando fue estrenada en París, y provocó una reacción similar en el mentado John Cage, que la presentó en el Guggenheim y en el mismo MoMA de New York, donde hoy hace tic tac The Clock. Difieren, sin embargo —matiz acaso subjetivo, pero verificable en algunas de las críticas que circulan por la web—, en la relación que establecen con el espectador: Grifi y Baruchello, fieles a la idea einsensteniana del “conflicto” como eje de la yuxtaposición, lo golpean con un montaje (y un sonido) estridente que parece no dar tregua; Marclay, en cambio, apuesta a cautivarlo mediante fragmentos que parecen fluir “naturalmente”.
No es la única estrategia de seducción. La sala del MoMA en la que se proyecta la película, atentamente preparada por el director, ofrece sillones cómodos; es una frontal invitación a acurrucarse, a perder cierta rigidez del estar (o el ser) en el museo o el cine.
Así, luego de más de cuatro horas de visión, ¿qué resonó en nosotros? Más allá de lo hipnótico, ciclópeo, agudo y conmovedor, el “milagro” laico de The Clock es que, primero, saca el fragmento —unidad de composición de nuestro mundo post posmoderno— de su caos intrínseco y, segundo, le restituye sentido y unidad sin comprometer su naturaleza antiretórica, envolviéndonos en una (anti) trama de la que no se sale, aunque se salga de la sala. Y lo hace a cualquier hora, en punto, de su metraje.