La cordobesa Marcela Carranza es maestra, licenciada en Letras y magíster en Literatura Infantil y Juvenil. Su amplia trayectoria aúna reflexión teórica y práctica, que incluye su participación como redactora en la revista electrónica especializada Imaginaria, referente en el medio, que llegó a 335 números en sus 15 años de existencia, desde 1999 a 2014. Además de su tarea docente, en particular en la formación de profesores y maestros, es cocoordinadora de la biblioteca Juanito Laguna de la Unión de Trabajadores de la Educación. El sábado 31 de mayo estará en la 23ª Feria del Libro Infantil y Juvenil, en la que presentará su libro La rebelión de la fantasía a las 15.00 en la sala Roja, y a las 16.00 participará en un panel sobre literatura e infancias junto con María Emilia López, Leticia Albisu y Virginia Mórtola.
En La rebelión de la fantasía (Lugar Editorial, distribuye Dinámica) reúne un abanico de artículos que abarcan el universo de la literatura infantil desde diversas perspectivas y que reúnen la prolífica trayectoria de Carranza, una autora que “ha construido su pensamiento en base a un profundo trabajo intelectual, a la investigación y a la experiencia en el aula, tanto con niños y niñas como con estudiantes de la formación de docentes y con maestros”, tal como se reseña en la contratapa. Sobre algunos de estos asuntos conversó con la diaria.
En unos días vas a estar en Montevideo, en la 23ª Feria del Libro Infantil y Juvenil, para presentar tu libro La rebelión de la fantasía. ¿Incluye textos a partir de artículos que publicaste en la revista Imaginaria?
Es mi primer libro y no sé si no es último. Yo soy docente y profesora de Literatura especializada en libros para niños y me dediqué a eso siempre. A raíz del trabajo y del encuentro con María Emilia como compañera, amiga, colega y, en este caso, también como editora, salió este libro después de años, porque fue de a poquito, es producto de ese trabajo. Uno de los textos, “Los clásicos infantiles, esos inadaptados de siempre: algunas cuestiones sobre la adaptación en la literatura infantil”, salió en Imaginaria, pero todos los demás son posteriores. Cuando con María Emilia empezamos a hablar de sacar el libro, no hacía tanto que Imaginaria había dejado de salir y quizá inicialmente habíamos pensado en tomar artículos de allí, pero después –y nos tomamos nuestro tiempo– fueron surgiendo otros artículos, sobre todo ponencias, retrabajados en varias versiones, fruto de la reflexión en torno a la tarea, al objeto de estudio.
No puedo dejar de evocar, a partir del título, la Gramática de la fantasía, de Gianni Rodari, un referente ineludible en la reflexión en torno a la literatura infantil. ¿Qué peso tiene en tu formación?
Sos la segunda persona que me lo señala. Quizá si me hubiera dado cuenta lo habría cambiado porque es demasiado parecido, pero, a la vez, me dio mucha alegría porque parece que mi inconsciente funcionó ahí. Cuando estaba estudiando para maestra, tendría 22 o 23 años, acá [en Córdoba] había una librería donde funcionaba el Cedilij [Centro de Difusión e Investigación en Literatura Infantil y Juvenil], que se fundó con el regreso de la democracia, en 1983. Eran los años 80 todavía y me encontré con el segundo número de Piedra Libre, una revista especializada que sacaba el Cedilij. Allí leí el artículo “La imaginación en la literatura infantil”, de Gianni Rodari, que no está en Gramática de la fantasía, y se publicó en Piedra Libre tras pedirle los derechos de autor a una revista de Barcelona y después, cuando trabajábamos en Imaginaria, pedirle encarecidamente a Roberto Sotelo, el director, que lo republicáramos. Para mí fue el primer descubrimiento de lo que es la literatura o lo que puede ser la literatura en la vida de los niños. Rodari ahí presenta un concepto que siempre me resuena y que retomé en el artículo “El rinoceronte en el aula o la transgresión del lenguaje literario”: la distinción entre el niño que juega y el niño alumno. La literatura para el niño que juega perdura, es la que se va a transformar en clásicos, y la literatura del niño alumno tiene fecha de caducidad porque es una literatura funcional, que no está obedeciendo a razones artísticas, sino didácticas, en el sentido limitado de la palabra. Eso me abrió la cabeza. Nunca olvidé esa distinción: ¿a quién tengo enfrente, al niño alumno o al niño que juega? Así que no sé si fue el inconsciente o la casualidad, pero para mí Rodari fue una piedra fundamental y sigue siéndolo.
Utilizás la metáfora del rinoceronte para referir a una literatura infantil transgresora, que excede los límites. ¿Cómo hacemos para no sucumbir a la tentación de domesticarlo?
En primer lugar, hay una cuestión histórica: el origen de la literatura infantil está vinculado a la escuela. La literatura infantil aparece con el concepto de infancia, que también tiene mucho que ver con el surgimiento de la escuela. Desde sus comienzos, empezó a surgir una literatura en función de lo didáctico, pero siempre existió una literatura a la que los niños tenían acceso y de la que también eran destinatarios. Es todo lo que tiene que ver con los relatos populares, los cuentos de hadas, las fábulas –que tenían un fin didáctico, pero siempre escapaban un poco, siguen teniendo un componente literario a pesar de la moraleja–, todo lo que tiene que ver con un lenguaje poético: canciones, rondas, juegos de palabras. Todo eso que muchas veces era oral y que también llegaba en publicaciones que se vendían en las plazas, los libros de cordel. El niño ha tenido acceso a esa literatura que le abría una ventana a un aire más fresco que el de esa otra, tan funcional a objetivos muy limitados, relativos a la transmisión de algún contenido o a alguna cuestión de comportamiento, de disciplinamiento. Siempre ha habido alguna rendija para que existiera esa literatura que en el primer capítulo del libro llamo “literatura del rapto”, que envuelve al niño, una literatura rebelde frente a la funcionalidad.
Por otro lado, nuestro sistema y, en general, el ser humano han tendido a que todo tiene que ser útil. De hecho, la palabra “inútil” es una palabra muy fuerte. Sin embargo, la inutilidad, o lo que Graciela Montes llama “la gratuidad”, es un componente central en lo artístico y también en el juego. No es casual. Todo el mundo lúdico del que habla [el psicoanalista inglés Donald] Winnicott, por ejemplo. Montes toma el concepto de Winnicott de “espacio transicional” y habla de “frontera indómita”, que es un espacio de gratuidad. En ese espacio se coloca el juego y también el arte. Si considerás que la literatura es, por sobre todas las cosas, un lenguaje artístico –que lo es–, no podés obviar la gratuidad; no obstante, la tendencia es hacia el utilitarismo, porque todo el tiempo nos han formateado para actuar de manera funcional. Nuestra vida está organizada para que seamos funcionales y nuestra lógica es esa. Los niños, afortunadamente –aunque lamentablemente los estamos sacando de ese lugar–, tienden a lo otro, como dice Laura Devetach: ellos viven en estado poético. Es un encuentro con la realidad desde la gratuidad, desde el juego, del jugar por jugar, como dice [Johan] Huizinga en Homo ludens: el sentido del juego está en sí mismo, no en algo más.
Entonces, podemos pensar que ahí está la rebelión del arte en la escuela. Es terrible para la escuela, pero a la vez es maravillosamente hermoso que el arte entre como tal, porque la va a correr de esa funcionalidad estrecha y la va a llevar a otro campo, que es el de la gratuidad, que a su vez implica un montón de conocimientos y aprendizajes, porque a través del juego y del arte se puede llegar a un vínculo con la realidad mucho más personal, mucho más libre, donde la libertad de pensamiento y la libertad de lenguaje implican un crecimiento enorme de la persona en todos los niveles, también del conocimiento. No es que la escuela abandonaría el conocimiento y el aprendizaje si considerara la literatura como un hecho artístico; todo lo contrario, sólo que, lamentablemente, el concepto de aprendizaje muchas veces es muy pobre, muy básico, muy estrecho, y se limita a la transmisión de contenidos.
Para mí, la manera de correrse es considerar la literatura como hecho artístico y vincularla al juego. Y pensar el libro como una propuesta formal de juego con elementos que permiten que el niño ingrese al juego, sea un jugador, que ponga en funcionamiento el texto a partir de lo que el niño es. Y yo, como mediador, tengo que conocer ese libro no solamente prestándole atención a un contenido que voy a transmitir, sino prestándole atención como objeto artístico que tiene una forma, que tiene reglas propias, autónomas, incluso, del mundo real. Prestarle atención a lo formal y luego prestarle atención a cómo esa propuesta de juego se encuentra con un lector y qué pasa con ese lector es la estrategia para correrme de la transmisión limitada de contenidos, sin importar de dónde vengan. Es la forma que he encontrado para correrme del utilitarismo empobrecedor de las prácticas de lectura literaria.
Esto también ayuda a pensar la diferencia entre lenguaje poético y lenguaje cotidiano. La confusión quizá esté en que, como solemos usar el lenguaje como un instrumento de comunicación, se toma el texto literario de igual manera, como si fuera un texto informativo. Pero la literatura no es informativa, no busca claridad informativa, no busca transmitir contenidos; de hecho, hay géneros que se corren absolutamente de ese lugar. Por eso en el libro abordo el humor absurdo, del cual a veces se habla poco porque, al igual que la poesía –de la que está muy cerca–, desecha prácticamente al sentido como algo central. El referente, el sentido, lo que significan las palabras está en un segundo plano, no importa. Lo importante es otra cosa, lo importante es el juego. Ahí se ve con claridad, quizá más que en otro género o en otro tipo de textos, que la literatura –toda la literatura– no está en función de comunicar cosas. El problema es creer que la literatura es un texto informativo cuya función es comunicar cosas y, en la medida de lo posible, cambiar conductas; es decir, en nuestra relación adulto-niño asumimos ese rol de disciplinamiento y vigilancia para cambiar conductas y transmitir contenidos, y tomamos la literatura como herramienta para todo eso. Pero resulta que la literatura es todo lo contrario, y ahí está la contradicción.
Entonces, ocurre que a veces usás textos que son muy pobres literariamente o que incluso podés no considerarlos literatura. Voy a nombrar un ejemplo porque es un texto muy usado que cumple esta función: El monstruo de los colores. Ese libro tan famoso, tan requerido, está en función del disciplinamiento del niño, no tiene nada que ver con lo artístico ni con lo literario. Lo artístico y literario justamente es rebelde porque está haciéndonos dudar de que el lenguaje pueda hablar del mundo. La literatura es eso. Un género como el fantástico te dice: ¿estás seguro de lo que es la realidad? Se me viene a la cabeza una novela de [Luigi] Pirandello, Uno, ninguno y cien mil, que plantea el tema de la identidad: ¿estás seguro de quién sos? O el poema “Yolleo”, de Oliverio Girondo: “Soy yo / di / no me oyes…”.
Por esta cosa de cuestionarlo todo que tiene la literatura, pero no sólo a nivel de contenido, sino sobre todo a nivel de la forma, es que usa el lenguaje de un modo diferente. Por eso yo digo que es como Dr. Jekyll y Mr. Hyde: es Dr. Jekyll cuando lo usamos para comunicarnos, entonces sigue la norma, es ordenadito, no pone nada en cuestión; pero cuando aparece el lenguaje poético es Mr. Hyde, porque transgrede la norma –en la poesía eso se ve muy bien–: las normas ortográficas, las normas gramaticales, las normas de las relaciones con el sentido. ¿Qué son las figuras retóricas –metáfora, metonimia, sinécdoque, oxímoron– sino formas locas de usar el lenguaje? [Jacques] Derrida dice que “cuando las palabras empiezan a enloquecer, se conectan con otras artes”. Ahí el lenguaje es artístico: cuando enloquece, cuando es el rinoceronte, no sólo porque es grandote, sino porque es raro, porque es monstruoso, está fuera de lugar. Entonces, la literatura es rebelde, no porque transmita contenidos rebeldes, ni tampoco inquietantes o perturbadores. Por eso a mí no me interesa hacer un listado de libros inquietantes, en todo caso, para mí todo es perturbador en la literatura cuando es literatura, incluso una ronda infantil. No es el contenido lo perturbador.
Me quedo pensando en que esa manera de relacionarse con la lengua tiene que ver con la infancia. La metáfora, el asombro frente a la palabra, frente a la polisemia. Es algo con lo que el niño se lleva bien, que lo atrae, que lo interpela. En el proceso de adquisición del lenguaje, poner en cuestión el sentido es central.
Totalmente. Por eso planteo lo del juego. Graciela Montes dice: “Al niño no le cuesta el arte porque sabe lo que es jugar, y quien sabe lo que es jugar sabe lo que es el arte”. A los chicos la poesía no les provoca ningún conflicto porque simplemente juegan con las palabras, y son los adultos los que dicen: “¿Qué hago con esto en la escuela, si no se entiende?”. A los chicos no les preocupa entender porque tienen claro que el sentido es lo de menos. Cantan a María Elena Walsh y no les preocupa si saben lo que significa malaquita o si el sentido de la letra es disparatado: todo lo contrario, porque cuanto más loco, más los divierte. El otro día leí Desayuno, de Micaela Chiriff, a un grupo de niños de siete años. En el cuento aparece un personaje vestido con un traje de buzo antiguo y una niña preguntó: “¿Qué hay dentro del traje?”. Yo sabía, porque había conversado con la autora, que ella y el ilustrador [Gabriel Alayza] habían decidido que el buzo nunca se sacara la escafandra justamente para que los niños se preguntaran eso. Tiré la pregunta al grupo porque yo, por supuesto, no tenía idea de qué había dentro del traje. Y eso es algo con lo que los adultos tenemos que tener cuidado, porque damos respuestas sin tenerlas, las forzamos o damos una respuesta que creemos que es la correcta, pero es la nuestra y quizá no sea la única. La polisemia de la que vos hablabas recién. Dijeron un montón de cosas: que había agua, que no había nada, otro dijo que había un abuelo que era el novio de la señora. Dijeron veinte mil cosas, no discutieron, no se pusieron nerviosos porque no llegaban a una conclusión, simplemente manejaron un montón de posibilidades y siguieron. Una vez más, confirmo que los niños no tienen conflicto con no llegar a una única verdad oficial de algo y, por el contrario, aceptar las múltiples posibilidades que les ofrece esa propuesta de juego que es el libro, sin ningún conflicto porque quedara así: abierta. Es una lógica, un modo de aproximación al pensamiento y al mundo que muchos adultos hemos perdido. Creo que los artistas y los científicos no lo han perdido tanto; son modos de encontrarse con el mundo que son exploradores, indagadores, curiosos, muy cercanos a la infancia. Y creo que los adultos, como nunca en la historia de la humanidad, necesitamos recuperarlos porque, si no, estamos en graves problemas. Quizá acercarnos a estos modos de aproximación al mundo que los chicos todavía conservan, por un lado, nos permite a los adultos entrar en comunicación real con los niños, pero quizá tengamos que copiarles un poco, apropiarnos de ese modo de pensar que el arte también nos ofrece. Por eso creo que es tan revolucionaria la literatura en la escuela. Pero no por los contenidos, vuelvo a repetir.
Lo que hablábamos antes se conecta con una distinción que hace María Emilia, respecto de qué libros les ofrecemos a los niños, entre una selección basada en la belleza y una selección basada en la vigilancia.
A veces, las buenas intenciones recaen en publicaciones funcionales a determinados contenidos que terminan siendo apropiadas por el sistema porque se convierten en un éxito editorial o, por lo menos, cubren ciertos nichos. La actitud de vigilancia de algunos adultos, muchas veces de los padres y madres, que a veces descartan textos porque no responden a la corrección política, es terrible. Porque la censura por parte de regímenes autoritarios o de personas autoritarias siempre ha existido, pero hay una censura más doméstica, que actúa a veces desde la familia, desde una bibliotecaria, desde un editor que descarta un libro espectacular como objeto artístico, como objeto bello, simplemente porque no responde a los parámetros de lo que supuestamente es correcto que se le transmita a un niño según cierto modo de ver la realidad de esa persona. El otro día, en la biblioteca donde yo trabajo, una mamá descartó Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak, cuando empezó a leerle el libro a su hijito y vio que la mamá lo mandaba a la cama sin cenar. Seguramente, la mamá no sabe que ese libro es tan importante ni tiene por qué saberlo, pero no se dio ni le dio a su hijito la oportunidad de seguir la lectura a ver qué pasaba, si era interesante o no. Apenas empezó, encontró algo que no le cerraba desde lo que ella considera correcto en la educación de un niño y lo descartó. Esa vigilancia a veces proviene de las mejores intenciones, incluso de una ideología con la que podemos estar totalmente de acuerdo. Ahí hay que estar muy atento, porque es fácil detectar cuando la cosa viene del otro lado, pero cuando viene del propio lugar –porque yo estoy de acuerdo con que a los niños hay educarlos con amor o con deconstruir el patriarcado–, ¿qué pasa cuando actuamos desde la vigilancia o desde la producción de textos pobres artísticamente pero funcionales?
La idea de censura, a veces incluso sin usar esa palabra, subyace al vínculo con la literatura infantil por ser un vínculo mediado: el libro llega al niño porque un adulto se lo dio. Siempre está el cuestionamiento de por qué elijo este libro y este no otro. Entonces se suele caer en la trampa de que los libros que ofrecemos a los niños eviten dificultades y, por otro lado, que los mantengan a salvo de lo angustiante, lo doloroso, como si para el niño sólo fuera deseable lo bueno, agradable, bienintencionado.
A mí no me preocupa tanto que en el corral de la infancia del que hablaba Graciela Montes no entren determinados contenidos, porque eso va variando. Por ejemplo, antes era un horror que entrara lo escatológico, pero ahora, aunque a algunas personas les pueda seguir rechinando, la mayoría se ríe con el topito Birolo [El topo que quería saber quién se había hecho aquello en su cabeza, de Werner Holzwarth y Wolf Erlbruch]. Eso se flexibilizó. Incluso hay familias que buscan un libro que hable de la muerte, porque desde la buena intención está buenísimo que los niños lean cosas con temas que antes estaban prohibidos. Eso va cambiando.
Lo que no cambia tanto es la subestimación del lector niño, sobre todo de los más pequeños, de los que se cree que no van a comprender y que tienen grandes limitaciones en la apropiación o la comprensión de juegos de lenguaje. Te dicen, por ejemplo, “tiene demasiadas metáforas”, pero resulta que los niños viven haciendo metáforas. No tienen dificultad con la metáfora porque el juego es metafórico: la mesa puede ser un barco, el suelo puede ser un mar y un repasador en el ojo es el parche, y el niño al jugar está creando, está inventando una historia. Es prácticamente lo mismo que hace un artista, un escritor: usa los objetos metafóricamente en la misma lógica del arte, en la misma lógica de la literatura. También dicen “ese chiste no lo van a entender porque tiene doble sentido” o porque es irónico, o menos aún la sátira, porque se mete con cuestiones de crítica al mundo adulto.
Todavía hay gente que se juega en publicar los clásicos, no voy a decir “sin alterarlos”, porque a veces son adaptaciones respetuosas del libro y, por lo tanto, también respetuosas del niño. Porque hay adaptaciones que son muy irrespetuosas de los niños, que tienen que ver con lo que estamos hablando: son serviles a todos los límites que se les ponen a la literatura infantil y al lector niño desde lo temático, pero también desde lo formal, entonces serruchan los textos y una novela como Pinocho, de 36 capítulos, termina siendo un libro de diez páginas porque si es más largo el niño no lo va a poder seguir, se va a cansar, se va a distraer, no lo va a poder escuchar. Ni siquiera hacen la prueba.
¿Cuál es la consecuencia de eso? Es la profecía autocumplida, porque como los chicos no leen textos más extensos, nadie les lee textos más extensos y eso va llevando a que a los adultos cada vez nos cueste más la narración, la escucha. De eso habla el filósofo coreano Byung-Chul Han en La crisis de la narración, tomando a Walter Benjamin. Cada vez nos cuesta más estar atentos y detenernos en una narración. Pero eso viene de chiquitos. Y eso también es revolucionario: paren el mundo que quiero leer un cuento; paren el mundo que me quiero bajar un rato porque voy a sentarme a escuchar o voy a sentarme a leer una historia extensa, o voy a prestarle detallada atención a esta poesía, aunque sea breve.
Muchas veces se censuran cuestiones formales: los juegos de palabras, las parodias, las sátiras. Pinocho tiene capítulos en los que [Carlo] Collodi se permitió críticas terribles al sistema judicial: el juez mete preso a Pinocho por ser la víctima y después lo libera cuando él miente y dice que es un criminal. Ese mundo al revés es una sátira, como Gulliver, pero mientras que Gulliver fue escrito para adultos, Pinocho fue escrito para niños. Ese capítulo nunca aparece en las adaptaciones, que, como dice [Marc] Soriano, no tienen por qué ser censura, pero a veces lo son.
Me interesa lo que planteás sobre los clásicos, “esos inadaptados de siempre”. Hay algo de contradictorio en la permanencia y la vitalidad de esos textos y los criterios cercenadores de adaptación. ¿Qué tanto sobreviven esos clásicos y cómo lo consiguen, a pesar de todo?
Existen buenas ediciones, no es que no existan, lo que pasa es que uno, si no tenés buena formación o alguien que te medie, que te guíe un poquito, puede no encontrarlas. Lo primero que vas a encontrar son las adaptaciones, que son lo más comercial. Por ejemplo, la edición del Fondo de Cultura Económica de El sastrecillo valiente, que tiene unos cuantos años, con ilustraciones de los rusos Olga Dugina y Andrej Dugin; [la editorial argentina] Calibroscopio publicó El traje nuevo del emperador [de Hans Christian Andersen, con adaptación de Mariana Fernández e ilustraciones de Irene Singer] y también Las doce princesas bailarinas, en una adaptación de Ruth Kaufman con ilustraciones de Esteban Alfaro, donde se respeta el clásico de los hermanos Grimm. Otra edición que rescato es El pájaro de fuego y otros cuentos rusos, una recopilación de siete cuentos que hace de Zorro Rojo [con ilustraciones de Iván Bilibin), basada en la de Aleksandr Afanásiev, que recopiló unos 600. O la edición de MacMillan de la Cenicienta de Perrault ilustrada por [Roberto] Innocenti.
Conviene hacer una aclaración. Los clásicos son una gran bolsa que incluye cosas muy disímiles. Una cosa son los cuentos populares de tradición oral, que son antiquísimos, remotísimos, no se sabe cuándo fueron creados. El teórico ruso Vladimir Propp, que analizó los cuentos populares rusos, sostiene que algunos datan del Neolítico: ni siquiera son medievales, son anteriores. ¿Y eso cómo se percibe? Porque aparecen personajes que son anteriores al cristianismo, de las religiones antiguas. En el caso de Europa, aparecen las hadas, que son celtas, o los trolls en los países nórdicos, esos personajes de religiones que después el cristianismo va a llamar paganas. Hay un autor que dice “son viajeros del tiempo y de las culturas”. Son cuentos que van viajando en el tiempo, van viajando de una cultura a otra.
Hay una edición preciosa que Kalandraka volvió a editar de Las aventuras de Pinocho [con ilustraciones de Innocenti], pero en ese caso hablamos de otra cosa, porque Pinocho, Peter Pan, El mago de Oz, Alicia en el país de las maravillas y Alicia detrás del espejo, escritos en el siglo XIX, ya no son cuentos populares; cada uno de ellos es un cuento original escrito por una persona en un momento dado –llámese Carlo Collodi, L Frank Baum, James M Barrie, Lewis Carroll–, que escribieron estos libros con un destinatario concreto infantil, a diferencia de los cuentos populares, que eran para todos; los niños también los conocían, pero no eran exclusivos para niños. El período que marca Ana María Machado es desde mediados del siglo XIX hasta principios del XX, pero se va corriendo porque podemos decir que Donde viven los monstruos ya se está transformando en un clásico. A medida que pasa el tiempo, se van sumando nuevos clásicos.
Pensaba al escucharte en la colección Los Cuentos del Globo, de Pequeño Editor, en la que se pone de manifiesto que de las mismas historias hay versiones en culturas muy diversas y lejanas.
Yo eso lo pude ver de muy pequeña porque mi tía tenía una colección de cuentos de hadas del mundo. Entonces, de golpe, tenía los cuentos de hadas de India, los cuentos de hadas de Rusia, los cuentos de hadas de China, los cuentos de hadas de Inglaterra, y al leerlos descubrí que el mismo cuento estaba en diferentes libros. Eso que después, hace unos años, también a Ruth Kaufman, le pareció genial e hizo esa colección. Pero fijate que es una colección que ahora no se está publicando. Lo que falta ahí, en mi opinión, es formación de los mediadores para que sepan esto. Porque ¿quién no se maravilla al encontrar una Cenicienta china y al saber que la Cenicienta de Disney es la francesa, pero que hay una alemana que es diferente, etcétera?
Marcela Carranza en la Feria del Libro Infantil y Juvenil. Sábado 1 a las 15.00 en el salón Rojo del Palacio Municipal (18 de Julio y Ejido). Entrada libre.