Bruce Wayne vio cómo mataban a sus padres frente a sus ojos. Peter Parker dejó escapar al criminal que luego asesinaría a su tío Ben. Bruce Banner no puede evitar convertirse en un monstruo verde. El trauma siempre estuvo asociado a los superhéroes y sus universos, en especial el de Marvel, ya que sus personajes suelen ser héroes trágicos que deben superar discapacidades físicas, dilemas cotidianos o la falta de control de aquello que los hace diferentes.
Durante décadas, esta oscuridad fue apenas una tonalidad de gris entre los colores primarios de una narrativa pensada para el público joven. De todas maneras, fue notorio el baño de realidad que aportó Marvel en la década de 1960, que sumó lectores adolescentes, mientras que para los años ochenta este género dentro del cómic incorporó la “madurez” de guionistas británicos y desde entonces los productos conviven para siempre con el horror gótico y el existencialismo.
Thunderbolts* (con asterisco incluido), dirigida por Jake Schreier, intenta inyectar algo de pathos en el Universo Cinematográfico de Marvel, que en 36 entregas (sólo contando el cine) ya ha tenido su buena cuota de muerte y destrucción. Hemos visto al Capitán América llorar, a Iron Man contemplando el fin de sus días, pero aquí el foco parecería estar más puesto en cómo somos, el resultado de los golpes que fuimos recibiendo por el camino. Esta angustia sí se puede ver.
La película tarda en encontrarse, tanto como sus protagonistas tardan en consolidarse como grupo superheroico. Hay una primera mitad cortada con la misma tijera de decenas de entregas anteriores, con coreografías efectivas en escenarios liminales, con una fotografía apagada, música correcta y buenos efectos especiales. Todo funciona, nada despeina.
Los protagonistas son antihéroes (hay algún “antivillano”) de entregas anteriores y el guion deja bastante claro en qué lugar de sus patéticas vidas se encuentran los diferentes personajes. Sin embargo, el conocimiento enciclopédico de lo ocurrido con anterioridad es esencial no solamente para entender pequeños guiños, sino para no estar todo el tiempo distraídos haciéndonos preguntas.
La historia comienza con nuestros protagonistas manipulados para encontrarse en un espacio cerrado, un plan que no le sale tan bien al manipulador, y que fuerza a que ellos aprendan a superar sus diferencias y unir fuerzas con el objetivo de sobrevivir. Tamaña manipulación viene de alguien con bastante poder.
Quien se pone la trama en los hombros y hace que la aventura genérica valga la pena es Florence Pugh en su papel de Yelena Belova, hermana adoptiva de la Viuda Negra que interpretó Scarlett Johansson en un montón de películas. Sin ser una competencia de caras serias, es al mismo tiempo quien arrastra un arco más creíble y denso, y quien mejor interpreta el trauma de ser una asesina criada desde pequeña y que, encima, perdió a su hermana en uno de esos sacrificios nobles para corregir el curso del universo entero.
El resto del elenco principal tiene menos tiempo y espacio para definirse. El Capitán América suplente parece esperar un perdón demasiado veloz de la audiencia por lo hecho en Falcon y el Soldado del Invierno (2021), mientras que la antagonista del Hombre Hormiga (Hannah John-Kamen) es casi un personaje nuevo, y el mismísimo Soldado del Invierno (Sebastian Stan, con trumpismos que todavía se le notan) ve cómo su arco político se corta rápidamente cuando la necesidad de los productores se manifiesta.
Quizás el principal problema sea Julia Louis-Dreyfus en el papel de Valentina Allegra de Fontaine. Ella es (no hay misterio alguno) la manipuladora de los protagonistas, pero cada aparición parece una versión de Saturday Night Live de la vicepresidenta Selina Meyer que interpretaba en Veep. En ningún momento escapa de la comedia, sin mencionar que su conjunción entre el interés público y el privado no tiene tiempo de desarrollarse.
Cada escena de acción funciona por separado, siempre y cuando no pensemos mucho en el pegamento que las une. Y pese a todo lo mencionado sobre el dolor y la oscuridad, periódicamente llega el Guardián Rojo (David Harbour) con el toque humorístico que históricamente ha impedido que los momentos emotivos de Marvel resuenen, excepto esos dos en la batalla final de Endgame (ya saben a cuáles me refiero).
Algo cambia para la segunda mitad de la película, y tiene que ver con el nuevo personaje, Bob (Lewis Pullman). Parte de un proyecto de superhéroe marketineable, algo que lamentablemente el guion sobrevuela demasiado rápido, se convierte en la encarnación literal de la lucha interna que tienen los Thunderbolts por llenar una ausencia, y hasta de la necesidad del resto del mundo de llenar el vacío dejado por los Avengers. Es lo más parecido a un superhéroe de Zack Snyder que veremos en una película de Marvel, en el mejor sentido.
La “batalla final” combina escenas de acción comprimidas en una cuadra de ciudad con uno de esos simpáticos recorridos por las habitaciones mentales de las personas. Es el tamaño justo para una aventura de estas características y recompensa el esfuerzo de los protagonistas y el público, y coquetea con los rincones oscuros de quienes salvan el mundo desde la levedad. James Gunn sigue siendo quien mejor ha combinado estos elementos.
Thunderbolts*. 126 minutos. En cines.