¿Quién no sabe que Ozzy Osbourne se comió la cabeza de un murciélago? La anécdota circuló en varias versiones en revistas y fanzines. Yo la recuerdo más o menos así: Ozzy solía cortar con los dientes la cabeza de unos murciélagos de goma, como parte de la parafernalia de sus conciertos, pero un día un plomo malintencionado le alcanzó un murciélago verdadero que el desprevenido cantante mordió, y enseguida se dio cuenta de que aquello sabía raro... Eso no obstó para que él mismo alimentara la leyenda, y entonces la imagen de Ozzy Osbourne con dientes vampirescos que derraman sangre de utilería ilustró la tapa del disco Speak of the Devil, de 1982. Esa imagen me vistió por años durante mi adolescencia, espaldera cosida a mano en una campera de jean que me quedaba grande, flanqueada por parches en los brazos de otras bandas. Coser se había convertido en necesidad imperiosa para poder poner en la ropa las señas distintivas de la tribu metalera, que ningún padre o madre estaba dispuesto a admitir.
Los años 80 fueron de transición democrática, caracterizada por las razias y la represión de toda manifestación contracultural. Para quienes vivimos nuestra infancia y adolescencia en esos años, el recurso del rocanrol, que volvía a aparecer luego del hiato de la dictadura, era una herramienta que no sólo servía para confrontar milicos, sino también para espantar a nuestros padres. Por ello, más efectivo que “Al botón de la botonera”. Los nuevos estilos, los raros peinados nuevos que asomaban en las legendarias grescas entre punkies y metaleros eran indescifrables para la generación anterior, que vio esfumarse la música beat y desaparecer de las radios a los Beatles y los Rolling Stones; la música de fondo de la transición había sido el canto popular. Ozzy Osbourne, ya en su período solista, era el poster child de un neoliberalismo en expansión global. Era un epítome aparente del individualismo apolítico que David Harvey denuncia en la cultura del rock de los 80, que canaliza el mensaje de rebeldía implícito en el rock hacia posiciones individualistas.
Sin embargo, la historia de Ozzy es más compleja. Black Sabbath fue una banda de orígenes proletarios de Birmingham, sus integrantes venían de familias obreras y antes de dedicarse a la música todos tuvieron su pasaje por diversos oficios, ya fuera en la construcción o el sector metalúrgico. Tony Iommi, guitarrista de la banda, había perdido algunas falanges en un accidente laboral.
Los primeros discos de Sabbath iban de la temática satánica y el consumo de drogas a las protestas contra la guerra, en clave profundamente pesimista y distópica. Esto se ve claramente en Paranoid (1970), su segundo disco, pero impregna todo el recorrido de la banda. El tema “War Pigs”, que abre la placa, alude a la guerra de Vietnam; “Electric Funeral”, a la guerra nuclear, y “Hand of Doom”, a la adicción a la heroína de un veterano de guerra. Todo esto no era muy claro para quienes no entendíamos inglés, pero de un modo que aún no acierto a comprender la atmósfera que creaban las canciones de Black Sabbath transmitía esos significados y era un sonido de fondo adecuado para nuestro propio apocalipsis local. La voz aguda y circunspecta de Ozzy Osbourne destilaba profunda melancolía y desesperanza, pero su protesta implícita apuntaba a algo más primordial y pulsional que a la toma de una posición política.
El milagro de la radio
En los 80 y buena parte de los 90, la mayor parte de nuestro acceso musical dependía de la radio y en menor medida de la televisión. También de las tiendas de vinilos que poblaban las galerías céntricas y de los casetes. Pero el género metal era un bien más bien escaso, procurado por una audiencia mayormente empobrecida. Las tiendas de vinilo estaban bien surtidas, pero resultaban generalmente inaccesibles.
Conocimos la voz de Ozzy Osbourne en el programa Meridiano juvenil, que a veces pasaba algún tema de Black Sabbath. Aparte de eso, había algunas ediciones en casete de sus discos. Recuerdo que se conseguía con relativa facilidad la compilación We Sold Our Soul to Rock and Roll. También una hora de metal que iba los fines de semana en Eldorado FM nos ponía al día de vez en cuando con Ozzy Osbourne, ya solista. Y no debemos dejar de mencionar Videoclip, de Alfonso Carbone, en Canal 5, que a veces también pasaba algún tema suyo hacia el final del programa. Y eso era todo. Un acceso fragmentario, en el que el encuentro de cada tema que se podía grabar por la radio y añadir al mix-tape era un hecho casi milagroso. Recuerdo haber tenido un casete de esos con temas sólo de Ozzy Osbourne y Black Sabbath que un primo mío había pescado en la radio. Trabajo de hormiga de la búsqueda musical.
Viaje a la locura
A medida que se iba consiguiendo la discografía de Black Sabbath y los discos solistas de Ozzy Osbourne iban apareciendo, los fanzines iban dando pistas sobre su trayecto y su vida disipada. Expulsado de Black Sabbath porque aparentemente se drogaba más que el resto (que, por cierto, ya se drogaba un montón), era claro que rencillas personales y fuertes discrepancias musicales fueron también parte del combo que alejó al cantante de Black Sabbath. Ozzy dijo que por momentos el último disco de la banda grabado con él, el Never Say Die! (1978), sonaba a jazz, aludiendo seguramente al movimiento final de “Air Dance” o al instrumental “Breakout”, que incluye una sección de vientos. Ozzy deseaba alejarse de esa línea cercana al rock progresivo que Black Sabbath parecía estar explorando y retomar la senda de un metal más clásico que él mismo había cimentado.
Así, ya en Los Ángeles, forma su banda solista con Randy Rhoads, guitarrista que venía de trabajar en los primeros discos de Quiet Riot. El virtuosismo de ejecución y la visión compositiva de Rhoads dieron el sonido característico a la banda solista de Osbourne, que queda plasmado en los discos Blizzard of Ozz (1980) y Diary of a Madman (1981). En esta etapa hay cierto ida y vuelta entre los miembros de la banda solista de Ozzy y Riot, que también vive en ese momento su época dorada. En Los Ángeles, Ozzy conecta con el ambiente del glam y explota al máximo la performance de sí mismo.
En este período se consolida la imagen de Ozzy Osbourne como enfant terrible dado a todo tipo de excesos, sexo, drogas y rocanrol. El ethos de estos discos es de renuncia profética y celebración de la locura. El tema que abre Blizzard of Ozz, “I Don’t Know”, afirma simplemente eso: “Buscas creer en alguien… No me preguntes a mí, yo no lo sé”. El artista no se pone el sayo de oráculo y renuncia a ser un guía de masas. Recurre al tópico carnavalesco del mundo del revés en “Crazy Train”, donde la locura es una herida que afecta al mundo entero y todos vamos en ese tren. La temática de la locura es retomada en el siguiente disco, y “Diary of a Madman”, el tema que da título a la placa, explora la voz lírica de un maníaco depresivo en situación de encierro –experiencia tal vez cercana al cantante, que pasó varias temporadas en rehabilitación– de un modo similar al de “Megalomania”, de Black Sabbath. Queda allí el mensaje implícito de que, dada la locura generalizada del mundo, los juzgados por locos guardan un atisbo de verdad.
El viaje a la locura acabó mal. Esa vida al límite se llevó la vida de Randy Roads, que muere en un accidente aéreo de gira con la banda. El accidente se debió, en verdad, a una serie de maniobras riesgosas en loop de la avioneta que transportaba al guitarrista, que chocó contra el ómnibus del tour. A esa muerte sigue un período de depresión y de inestabilidad relativa de la banda, signada por el aporte de grandes guitarristas: Jake E Lee, que venía de Ratt y grabó Bark at the Moon y The Ultimate Sin, y Zack Wilde, que grabó No Rest for the Wicked, No More Tears, Ozzmosis y Black Rain. Este último disco, de 1995, lo encuentra reunido con Geezer Butler, bajista de Black Sabbath.
Las frecuentes rupturas en la banda, las idas y venidas de Ozzy Osbourne a sus frecuentes tratamientos de rehabilitación y la conducción agresiva de los negocios por parte de su mánager, y a partir de 1982 su esposa, Sharon, dan cuenta de una personalidad difícil de tratar. Y es que Ozzy Osbourne, en efecto, se había transformado en un negocio. Su aparición dilecta en el Headbangers Ball de MTV era ya un síntoma de las cosas por venir. ¿Quién no recuerda el reality The Osbournes? Es más, seguramente mucha gente haya conocido a Ozzy por ese show, lo cual, habiendo seguido la historia previa, me resulta bochornoso.
Puesta en pausa su carrera musical, Ozzy, junto con su esposa, se lanza de lleno al show business e imprime a la naciente industria del reality un impulso definitorio. A tal punto, que MTV dejó de ser un canal de videos musicales y pasó a dedicarse de lleno a los realities. El otro gran emprendimiento que la pareja llevó adelante fue el Ozzfest, un festival de metal que resultó un éxito comercial y coronó a Ozzy como Príncipe de las Tinieblas.
Lo dio todo
Con el álbum Reunion, en vivo, de 1997, Black Sabbath se reúne con la integración original de los 70 y se acuerda de que el nombre de la banda sólo puede ser utilizado con esa formación. Además del disco en vivo, aparece un nuevo álbum de estudio, 13, y el EP The End.
Fue en la gira de este último lanzamiento que se cerraría definitivamente la carrera de Black Sabbath, que tuve oportunidad de ver, en Chicago. Ahí encontré a un Ozzy muy deteriorado, con dificultades para recordar las letras de las canciones y para afinar. Y, sin embargo, lograba su magia. Pese a que él iba por su lado y la banda por otro, todo al final se compaginaba y lograba que todos los males del mundo que en él se concentraban, como Príncipe de las Tinieblas que era, se perdonaran. Y ese era su milagro pagano. Y así lo volvimos a perdonar también en el recital de despedida, Back to the Beginning, realizado a días de su fallecimiento, donde lo vimos dando todo de sí hasta el final de sus días.