Durante la reciente pandemia, muchos cineastas que no se conformaron con cesar actividades o que no tenían recursos para filmar con los complicados protocolos sanitarios que se impusieron se dedicaron a hacer películas caseras, muchas veces dentro de sus hogares, interpretadas por familiares y otros integrantes de su burbuja social. Jia Zhangke, el más celebrado director de la llamada sexta generación del cine chino, tenía una carta distinta en la manga.

Jia es de esos cineastas que, más allá de sus producciones canónicas, se pasan toda la vida con una camarita en el ojo filmando cuanto detalle les parezca interesante, incluso escenas para “ver qué pasa” con los actores-personajes, que muchas veces quedan fuera del montaje final de sus largometrajes. Se le ocurrió aprovechar el relativo confinamiento para revisar 22 años de materiales y concebir con ellos algo parecido a una historia original.

Desde el año 2000 hizo ocho largometrajes de ficción, tres largos documentales y siete cortos en los que aparece su esposa, Zhao Tao. En cuatro de esos largos de ficción aparece también el actor Li Zhubin. Agregando unas tomas relativamente sencillas con ambos actores, rodadas especialmente durante la pandemia, además de una aparición de Pan Jianlin, capturado en videoconferencia, redondeó A la deriva, donde podemos verlos, sin trucos digitales ni de maquillaje, pasar de veinteañeros a treintañeros a casi cincuentones.

La sinopsis de Wikipedia empieza así: “En 2001, en la ciudad septentrional china de Datong, una mujer de clase trabajadora llamada Qiaoqiao mantiene una relación sentimental con su mánager Guao Bin mientras ella se esfuerza por ganarse la vida como cantante, modelo y chica de discoteca”. Capaz que eso refleja las intenciones de los realizadores, pero esa explicación es muy distinta de lo que veremos en pantalla, donde no hay ningún elemento concreto que nos permita decir que Qiaoqiao sea de clase trabajadora, que Bin sea su mánager y que trabaje en (y no sólo frecuente) una discoteca. Uno sencillamente la ve, esporádicamente, bailando música dance, casi siempre con una peluca. El vínculo con Bin, expresado sobre todo en una escena en la que ella, insistentemente, se levanta de su asiento en un ómnibus estacionado, como para salir, y él la empuja de regreso, implica una posición de autoridad de él, pero también de insubordinación de ella.

La narrativa es totalmente elíptica (aunque se va poniendo un poco más lineal con el paso del metraje). Quizá eso se deba a que esa fue la manera que encontró Jia de acercarse a una historia con los materiales que tenía, pero pienso que hay una motivación más profunda, que es la de generar una narrativa impresionista, esquiva, expresamente fragmentaria, devaneante, a la deriva.

De hecho, el título local –cosa rara– es mucho más fiel al original que el internacional en inglés, Caught by the Tides (Atrapado por las mareas). El propio Jia, al explicar en inglés el sentido de su título en chino, sugirió como traducción Una generación a la deriva.

El goce de la digresión

La película empieza con una escena, quizá documental, de un grupo de mujeres que disfrutan una alegre cantarola, aparentemente en algún ámbito de trabajadores mineros en Datong. Nunca más las veremos, y salvo que se me haya escapado algún detalle, esa escena no tiene conexión narrativa alguna con lo que le sigue.

Hay varios momentos como ese: un hombre desdentado y de apariencia cómica rueda un posteo para una red social en la que tiene más de un millón de seguidores. Un empresario se hizo cargo de un viejo club de obreros y encontró allí un gran óleo de Mao Zedong medio quemado. La gente en las calles celebra la elección de Beijing como sede de los Juegos Olímpicos de 2008. Hay una escena en la que vemos a Qiaoqiao en lo que parece ser su apartamento, matando moscas (simplemente eso). Y otra en la que ella es acosada en la calle por un grupo de motoqueros y reacciona tirándoles una piedra, y nunca sabremos cómo sigue la situación. Tampoco llegaremos a aclarar si Qiaoqiao efectivamente se quedó con la plata que los mafiosos se olvidaron sobre la mesa.

Además, apreciamos los paisajes decadentes de Fengjie meses antes de que la ciudad desapareciera, inundada por la represa de las Tres Gargantas (el mismo paisaje que reconocemos de Naturaleza muerta, de Jia, 2006). Integrantes de dos tríadas antagónicas se enfrentan a los palazos en un muelle. Por momentos, esos divagues casi que tapan la narrativa central (el vínculo sentimental entre Qiaoqiao y Bin), de la que se nos permite ver (y tratar de pescar algo) en forma muy parcial e incompleta.

El vínculo entre esa línea central y los múltiples episodios y digresiones es abierto: a veces parecen sumar, como piezas de un collage, a un panorama social y a la coloración emotivo-conceptual de la película. A veces funcionan como mera provocación, intromisión formalista de un componente de intriga para animar y problematizar la experiencia del espectador (es una película para espectadores que estén dispuestos a asumir el desafío de la aventura formal y de la incertidumbre). Es posible ver esas digresiones no como propiamente digresiones, sino como valores en sí mismas, curiosidades a contemplar, metidas ahí como manifestando que sería una pérdida privarnos de descubrirlas tan sólo en nombre de una noción de funcionalidad narrativa, de que todo “tiene que servir para algo”.

China se abre

Qiaoqiao no dice una sola palabra en toda la película (su protagonismo no podría medirse, como es habitual, en cuántas líneas de diálogo le corresponden). Su diálogo de despedida de Bin, al final de la segunda parte, se da en intertítulos, pese a que en otros momentos de la película sí hay diálogos hablados que involucran a otros personajes, Bin incluido. No es exactamente como en el cine mudo, porque no los vemos mover la boca, tan sólo mirarse, y los intertítulos podrían interpretarse como la escritura de una especie de sobreentendido telepático. Ese mismo tipo de intertítulos, sin más explicaciones, a veces transcribe mensajes por celular, a veces brinda datos de tiempo y lugar, a veces funciona como epígrafes. Y el punto final de la obra, su “resolución”, va a ser el único momento en que Qiaoqiao emite algún sonido vocal (no verbal) en toda la película.

Todos esos elementos le dan a la película una textura cercana a lo experimental o, por lo menos, a un tipo de cine modernista a la manera de Jean-Luc Godard. Las películas de Jia Zhangke siempre fueron extrañas, pero nunca habían sido tan extrañas.

Las filmaciones de distintas épocas aparecen con sus formatos y grados de definición originales, desde un prístino 35 milímetros hasta lo digital casero de mediana definición, desde el clásico 4:3 hasta distintas extensiones de pantalla ancha (todo eso irreverentemente entreverado).

De todos modos, están ahí varias de las constantes autorales de Jia. Como siempre, hay casi que un total rehusamiento de lo fotográficamente bello en esas imágenes de paisajes industriales, resquicios ruinosos de tradiciones milenarias o restos decadentes del período maoísta-estalinista, con ómnibus y barcos viejos y oxidados, demoliciones, carteles descoloridos. Tan sólo algunos paisajes al borde del Yangtsé se venden solos, con el esplendor natural de sus montañas. Las muchas canciones (chinas o del mundo anglófono), los pasos de danza, los elementos gráficos, todo nos transmite la imagen de una China particularmente impura, contagiada por distintas capas de influencias culturales de Japón o de Occidente, y de las baratijas características de la economía industrial. Si llegamos a ver algo de la China supermoderna (un robot que atiende en un supermercado), no es para producir un efecto admirativo o celebratorio, sino para un toque pintoresco o humorístico, complementado con las expresiones de Zhao Tao, quien, silenciosa, frágil, enigmática o silenciosamente orgullosa y desafiante, termina teniendo un algo medio keatoniano, quirky.

Hay una escena bastante explícita de cargue homosexual y, luego, una referencia al paso a que a ese personaje “le gustan los varones”. También se expone en forma muy franca la fuerte presencia de grupos de crimen organizado en China continental. Se ven celebraciones cristianas. No conseguí información fiable sobre si la película se estrenó o no en China, y en caso de haberlo hecho, si fue sin cortes y en el circuito abierto. En caso de que sí se haya estrenado sin restricciones, eso sería síntoma de una considerable liberalización con respecto a lo que se admitía en China hace tan sólo unos pocos años.

Sobre todo, la película trasunta una sensación de nostalgia, de paso del tiempo, de oportunidades perdidas, de lo que es irrecuperable, pero también de la dinámica vital que siempre tiene la potencialidad de reemplazar lo perdido con cosas nuevas, contorneando, por lo tanto, una visión meramente llorosa del pasado. La escena final es una de las más punzantes del cine reciente, apta a quedar rebotando en las memorias días después de ver la película. Hay una manera, tan característica del director, de jugar dialécticamente entre la pérdida y la renovación. La felicidad no parece asomar en los grandes objetivos asociados a lo ilusorio, sino en las pequeñas cosas. Es como esa increíble frase que aparece en la película: “Si amás hasta que duela, ya no hay dolor y sólo queda el amor”.

A la deriva (Fēngliú yīdài). 111 minutos. En Cinemateca.