La humildad, el mayor de los mitos identitarios uruguayos, se sostiene gracias a un tenso equilibrio entre la mesocracia, la envidia y la hipervigilancia. En un país en el que casi todos somos primos y en donde parte de la regulación de nuestras formas se basa en el cuidado de que nuestros vecinos perciban nuestros logros y adquisiciones (muy distinto en otros países, donde la exhibición de lo conseguido forma parte de una narrativa mayor sostenida en el exitismo y el mito de la meritocracia), las medianeras se sienten particularmente bajas, y es sobre este entramado paranoico y claustrofóbico que se basa Perros.

En la película de Gerardo Minutti tenemos dos familias que rápidamente reconocemos de clases sociales diferentes, por más que lo que separa sus fondos es apenas una cerca de menos de un metro y medio de altura. Lejos del enclaustramiento territorial de los barrios privados, la casa de los Pernas se fue haciendo cheta, un lugar para habitar y un adorno a la vez, un tumor de elegancia en un barrio menos centrado en la estética. Los Pernas son de esa gente que seguro tiene un lugar específico –y no el horno– para guardar fuentes y sartenes; los Saldaña, en cambio, tienen una cocina abarrotada de objetos que parecen requechados de un montón de colecciones incompletas y productos de canje. La relación entre ambas familias es cordial, casi podría decirse cálida, pero ese límite, tan doloroso –quizás el más–, entre la clase media a secas y la clase media alta siempre está. En este contexto de tenso civilismo es que los Pernas dejan uno de sus perros al cuidado de los Saldaña.

Cualquiera que tenga un poco de camino en el cine uruguayo sabe que ese perro sembrará la discordia. No pasa mucho tiempo antes de que se escape y genere una escalada de recriminaciones que sacarán a la luz las rencillas subterráneas. Sin embargo, el pecado original, el más interesante de la película, no se da alrededor de los perros, sino del acceso a su casa que los Pernas le dan a los Saldaña.

Una noche, luego de tener que entrar a lo de sus vecinos para desactivar la alarma que casualmente se disparó, a Jorge (Néstor Guzzini) se le ocurre inspeccionar los interiores, hasta ese momento vedados. Es, en principio, un acercamiento cuasi antropológico, en el que los Saldaña tratan de adivinar cómo viven sus vecinos. Sin embargo, la curiosidad se redobla en noches siguientes y aprovechan esta nueva casa para vivir una vida que no es la suya: toman su whisky, se untan sus cremas y terminan consumiendo la droga escondida del hijo de los vecinos (Manuel Tate).

Hay en esta escena un momento bello e inusual para el cine uruguayo: un plano secuencia en el que el matrimonio avanza en la oscuridad de la casa, sólo usando una linterna o encendiendo exclusivamente cada habitación en la que se adentran para evitar que los otros vecinos de la cuadra los descubran. Hay algo ahí, en el entusiasmo de los Saldaña, que se retroalimenta muy bien con la forma en que cada habitación se ilumina como en un charco de luz, dejando en la oscuridad todo el resto: una luz que parecería delimitar el perímetro de una fascinación, el foco sobre una vida posible.

También ahí –quizás el detalle que brillará por su ausencia en muchas reseñas, pero que me parece lo más enternecedor en una película que se mueve por sentimientos un poco más agrios–, en lo curioso y bello de ver en el cine uruguayo (y quizás en el cine en general) a una pareja de cincuentones, con todas las nanas propias de la edad (la gordura de Guzzini, las arrugas de María Elena Pérez potenciadas por la luz azulada de la pantalla del celular), disfrutar de tiempo juntos, no en un rapto amoroso, sino en una suerte de complicidad alegre en la que también hay ribetes de sensualidad. En una película interna que rodaba en mi cabeza, la historia de ambos seguía así, sin consecuencias, sin incomodidades ni enfrentamientos: el cuento de una pareja que puede hallarse nuevamente en la vida de sus vecinos. Por supuesto, la película no sigue estas sendas: la premisa esperada agarra viento de cola y entra en juego el conflicto con el perro robado y las dudas crecientes de cuánto es lo que fue –al menos por un tiempo– usurpado de la casa.

En todo esto, Perros muestra ser una película eficiente tanto en lo actoral como en las decisiones de dirección, pero termina por padecer lo mismo que una sorprendente cantidad de títulos de nuestro país: se queda a medio camino en el tercer acto. Los finales abiertos, cuando están bien utilizados, logran que la película se extienda más allá del metraje, pero en el cine uruguayo hace mucho tiempo que esta opción termina recayendo en alguna abstracción o en un detalle impresionista por temor al riesgo de exagerar o no cerrar del todo bien la historia. Es un desbalance narrativo casi sintomático de la sensibilidad local: una larga exposición en la que, a poco de aparecer el conflicto, se cierra la historia, sin la capacidad de cristalizar un comentario más allá de lo que pensamos en la primera media hora.

Aun siendo una película bastante lograda y ajustada en todas sus clavijas, dentro de Perros hay otra película que pudo haber sido, una mucho más paranoica y bizarra (incluso desprolija), en la que la geopolítica del barrio podría haber explotado hacia otros lugares (sobre todo por la presencia mefistofélica, siempre espectacular, de Roberto Suárez), si tan sólo se hubiese permitido que la hipótesis inicial creciera a riesgo de romper sus propias costuras. Este sería, sin lugar a dudas, un camino en el que posiblemente se perdería toda sutileza, pero tampoco es tan sutil una historia cuyo mensaje ya entendemos en el primer acto.

Quizás el detalle que redime esta falta de riesgos es el comentario de fondo de que incluso entre la mesocracia uruguaya siempre hay clases bajas dentro de la media (en este caso, encarnada por Roberto Suárez, su taller mecánico y su hermana incestuosa) y siempre hay una más alta a la que aspirar (incluso para gente como los Pernas). Es en ese entre donde nos sacamos los ojos.

Perros. 102 minutos. En Cinemateca, Life Cultural Alfabeta, Life Cinemas 21 y Movie Montevideo.