25 de diciembre de 1975, San Pablo, Brasil: yo tenía 15 años y mi familia había invitado a unos cuantos parientes y amigos para el almuerzo de Navidad. Algunos de ellos habían venido de Río de Janeiro. No recuerdo qué cosa fue que nos recordó que ese día se estrenaba Tiburón en Brasil. Crucé miradas cómplices con mi padre, y al rato nos estábamos escabullendo al cine. Yo era un adolescente inimputable, pero la actitud de mi papá habrá lucido descortés para algunos de los invitados, y también para mi madre, que quedó solita con el rol de anfitriona. No lo justifico, sólo uso la historia para ilustrar la potencia del evento para nuestras sensibilidades cinéfilas.
Por supuesto, no fueron sólo los cinéfilos quienes la fueron a ver. La vio, como quien dice, todo el mundo. Ese fue un verano de paranoia playera. Fui de invitado a veranear cerca de Parati con la familia de un amigo del liceo, y el gran chiste de la temporada era salir del agua y gritar “¡tiburón!”. Si bien nadie lo creía del todo, algo de aprehensión daba.
Hubo incluso un momento en que uno de nuestros amigos, en el mar alrededor de un islote cerca de Angra dos Reis, salió gritando “¡tiburón!” con susto real, no simulado. Nadando en esas aguas cristalinas se había dado de cara con un tiburón blanco. Con más tranquilidad, distinguimos que tenía razón: había una cabeza de tiburón blanco tirada arriba de una piedra. No era un ejemplar de gran tiburón blanco (Carcharodon carcharias, la especie del tiburón antropófago de la película), que no suele hallarse en aguas cálidas y que tiene tan sólo la panza realmente blanca. Ese era un tiburón que era blanco. Probablemente la persona que lo pescó se quedó con la parte comestible y tiró la cabeza al mar. Pudimos agarrar la cabeza, sentir la textura de la piel y constatar, con escalofríos, lo cortante que era la doble hilera de dientes. Con la cabeza armamos una escultura surrealista como para intrigar al siguiente ser humano que pusiera sus pies en la isla.
En Norteamérica Tiburón se estrenó el 20 de junio. En aquellos tiempos, mucho menos globalizados que ahora, no importaba tanto el estreno simultáneo, y en el caso de Brasil lo que hicieron, y con pleno éxito, fue replicar la estrategia de lanzamiento en Estados Unidos y Canadá: una película-evento con gran potencial de boletería lanzada en verano, el prototipo de lo que sería, a partir de ahí, el blockbuster veraniego. Fue una táctica especialmente adecuada para esa película playera, como ilustra mi cuento de vacaciones. Vaya si funcionó.
Richard Dreyfuss, Roy Scheider, Robert Shaw.
Un escualo conservador al rescate de Hollywood
Tiburón no fue una película barata para los estándares del momento, pero recuperó su costo de producción en el primer fin de semana de exhibición. En su primera temporada en Norteamérica, que se extendió por unos seis meses, vendió, según algunas fuentes, unos 128 millones de entradas, 54% de la población sumada de Estados Unidos y Canadá de aquel entonces. En cifras ajustadas por la inflación, es la séptima película más vista en Norteamérica desde que hay registro, y su recaudación global (en cines nomás, sin contar la televisión y los videos domésticos) fue de 489 millones de dólares, que ajustados por la inflación serían 2.350 millones.
Ese éxito tuvo consecuencias importantes. Empezó a sellar el final de una extendida crisis económica en el cine estadounidense, que se había vuelto notoria hacia 1960, con una caída acentuada en la frecuencia promedio de espectadores debido a la competencia de la televisión y otros cambios socioculturales. El gobierno tuvo que salir al rescate del cine nacional, estableciendo distintas formas de protección fiscal que, en la práctica, fueron lo equivalente a un subsidio. En tren de mantener a flote el negocio, los productores apostaron a películas de bajo presupuesto y otorgaron votos de confianza a creadores potencialmente más sintonizados con la nueva juventud, lo que abrió oportunidades para nombres que ganaron gran visibilidad, como Robert Altman, Sidney Lumet, Arthur Penn, Sam Peckinpah, Francis Ford Coppola, Woody Allen, Martin Scorsese, William Friedkin, Peter Bogdanovich, Dennis Hopper, David Cronenberg, George Lucas y Steven Spielberg.
De a poco, esos cineastas y sus productores fueron encontrando el lugar del cine en la nueva disposición socioeconómica y, mediante mucha publicidad, entradas más caras en cómodos complejos multiplex, una política de lanzamientos masivos (en muchas salas en forma simultánea), explotación de distintas formas de sinergia y una adecuación estilística y temática, de pronto se empezó a hacer aún más plata con el cine que la que se hacía durante el período precrisis. La escalada tuvo, en la primera mitad de la década del 70, tres grandes picos, cada uno de los cuales estaba basado en un libro best seller: El Padrino (1972, de Coppola), El exorcista (1973, de Friedkin) y Tiburón. Esta última terminó de evidenciar que la crisis había finalizado y que el “nuevo Hollywood” había encontrado su manera de hacer meganegocios. Dos años después, Star Wars (1977, de Lucas) lo reforzaría con un éxito aún más amplio, y la prosperidad seguiría hasta la nueva crisis pautada por las plataformas de streaming.
Roy Scheider y Robert Shaw.
En muchos sentidos, Tiburón (como Star Wars luego) tuvo efectos reaccionarios. Al afirmar la autonomía y la prosperidad del nuevo Hollywood, llevó al final de los incentivos fiscales gubernamentales, lo cual, a su vez, inhibió la tendencia a arriesgar en caminos nuevos con respecto a narrativa, temática y estilo.
Además, si hablamos de riesgo estético y político, Tiburón era un pésimo ejemplo: a diferencia de tantas de las películas más vigorosas de años precedentes, con sus vaivenes cronológicos, realidades alternativas, pretensión de profundidad psicológica, postura contracultural y ética ambivalente, era una película de factura clásica, familiera, con final catártico y epílogo ligero donde todos los cabos se ataban, y donde la policía (encarnada por el personaje Martin Brody) lograba lo que no habían podido el pueblo (Quint y demás pescadores), los políticos ni la ciencia (Matt Hooper).
Lo poco que quedaba de contracultura era el hecho de que, en la historia, las autoridades de la isla balneario de Amity, donde transcurre la acción, demoran en tomar medidas contra la amenaza del tiburón debido a que temen arruinar la temporada de verano, y esa irresponsabilidad lleva a que se muera más gente. Pero esto era un cliché presente en montones de policiales (en los que las autoridades cercenan la acción efectiva de la policía con sus resguardos burocráticos e intereses políticos) y en el entonces vigoroso cine catástrofe (en el que también se minimiza la amenaza, o se descuidan las medidas de seguridad para ahorrar). Por otro lado, la película preservó el grado de violencia gráfica establecido en la época anterior, con imágenes y escenas angustiosamente memorables (miembros cortados, una cabeza sin un ojo y, sobre todas las cosas, un hombre triturado entero por el tiburón enorme).
Anatomía y psicología de la bestia
La distancia considerable de medio siglo que nos separa del lanzamiento de Tiburón implica nada menos que 38% de la historia del arte cinematográfico (tomando 1895 como punto inicial). La era de los blockbusters sigue vigente, pero se impuso en modalidades nuevas, donde predominan modelos en los que los personajes tienden a estar desdibujados y prevalece un criterio de energización constante a través de planos sensacionalistas, montaje rapidísimo, sonido muy fuerte y acción imparable.
Quizá para compensar esa tendencia a la inflación de estímulos primarios, se viene justificando moralmente las películas con aires de importancia conceptual, donde siempre parece estar en juego todo el planeta, el bien contra las fuerzas oscuras, el universo mismo. Incluso premisas inicialmente entretenidas, como las de las sagas de Harry Potter, Star Wars, Piratas del Caribe o las Batman de Christopher Nolan, se terminan impregnando de aires de trascendencia (a quién se le puede ocurrir atribuir aires filosóficos a un musculoso que se disfraza de murciélago para pelearse con un bandido vestido de payaso...). Frente a ello, Tiburón puede recordarnos que esas dimensiones pretenciosas no necesariamente implican mayor emoción que “uy, el tiburón se acerca al niño que está nadando en el mar”.
Steven Spielberg.
Por otro lado, la perspectiva temporal, los cambios culturales y nuevas formas de análisis ya volvieron obsoleta la visión del Hollywood clásico como una mera fábrica de chorizos cinematográficos destinados a la afirmación conformista de los valores burgueses, capitalistas e imperialistas, que lava las mentes de unos espectadores hipnotizados. Hay algo muy querible y humano en algunos de los valores que ostenta Tiburón, con su asunción desembozada del entretenimiento basado en situaciones, personajes y una composición formal global muy meditada, que maneja con imaginación y extraordinaria pericia varios principios bien establecidos, insertos en una tradición desarrollada durante décadas por grandes técnicos-creadores.
Por un lado, Tiburón se encuadra perfectamente en el esquema de cuatro actos arquetípico del cine clásico hollywoodense. En el establecimiento (acto I) tenemos la presencia del tiburón en Amity, el contexto apacible de la ciudad, las características del sheriff Martin Brody (Roy Scheider) –en especial, su temor al agua– y los intereses económico-políticos que obstaculizan su intención de prevenir más ataques del escualo. La complicación (acto II) transcurre en el dilema entre aceptar la oferta de Quint (Robert Shaw) de cazar el tiburón a cambio de un montón de plata y los intentos de resolver la cuestión por medios menos costosos. Los eventos terribles llevan a aceptar la propuesta de Quint, y tiene así origen el acto III, donde empieza la cacería marina por parte de Quint, Martin y el biólogo Matt Hooper (Richard Dreyfuss). Estos tres no podían ser más distintos entre sí, y esa diferencia genera conflictos. Como suele ocurrir, cuando finalmente se crea un lazo emotivo y de respeto entre ellos, se arma el embate final (acto IV), en el cual se van a resolver dos de las líneas principales, es decir, la amenaza del tiburón y la integración de Martin a la comunidad local, al probar su valor y superar su fobia al agua.
Más allá de eso, en la textura más superficial, la película es bipartita. La primera mitad es cine de terror, una especie de slasher, con seis muertes horribles (vemos cuatro, constatamos una más a posteriori e inferimos la sexta), y en la última de ellas vemos al “monstruo” por primera vez. En la segunda parte sólo quedan tres personajes humanos: Martin, Hooper y Quint. Desaparecen los demás (algunos de los cuales tuvieron gran importancia, como el alcalde y la esposa de Martin), e incluso desaparece la ciudad de Amity, y nuestro nuevo centro de acción es el barco Orca, de Quint. Esta sección es más bien un duelo entre los tres humanos y su embarcación, por un lado, y el tiburón, por el otro. Si bien tendremos algunos momentos de suspenso y horror, se trata más bien de cine de acción o de aventura, con un subtexto alusivo a Moby Dick, la novela de Herman Melville, en el que Quint funciona como el porfiado capitán Ahab y el tiburón se convierte en una fuerza dotada de orgullo que caza a sus propios cazadores y está tan obsesionada con ellos como ellos con ella.
Todo está cosido por un juego bastante denso de preecos motívicos, como cuando Quint, mientras expone su propuesta al concejo de Amity, dice que “este tiburón puede tragar a un hombre entero”, o las ilustraciones del libro que muestran un tiburón mordiendo un tanque de oxígeno (anticipo del desenlace) y agujereando un bote (lo que da pretexto al chiste de que Ellen, que pensaba que su hijo estaba seguro en el barco, de inmediato empieza a gritar que vuelva a tierra firme; y sobre todo prepara la escena en que encuentran el barco semidestruido de Ben Gardner). El adelanto más expresivo ocurre cuando vemos zarpar el Orca desde la ventana de la cabaña de Quint, donde hay una mandíbula de tiburón, y el barco visualmente queda contenido dentro de la mandíbula. Poco después hay un fundido cruzado con el agua roja de la sangre que están usando como carnada para el tiburón, y por un momento la imagen previa, del Orca, aparece sumergida en la sangre del plano siguiente.
Las imágenes son una belleza. Su atractivo plástico se amplía con la inteligencia con que está elegido cada ángulo. Más allá de la funcionalidad, hay unos cuantos efectos de ese tipo de esteticismo virtuosístico que ganó prominencia en la era clásica bajo la influencia de Orson Welles, William Wyler y Alfred Hitchcock. Tenemos entonces el “efecto Vértigo” cuando Martin ve, desde la playa, al tiburón atacar a Alex Kintner, o algunos planos con una profundidad de foco que se hace ostensiva debido a algún elemento muy cercano a la cámara. El ritmo de montaje relativamente rápido no excluye un plano como el del cruce en la balsa, de casi dos minutos, con la cámara sobre base fija, articulado tan sólo por unos paneos y una ingeniosa puesta en escena en que los personajes se acercan cada vez más a la cámara. La preocupación de Martin inquieto en la playa, su atención dividida, se expresa en la rítmica de los cortes enmascarados por alguna persona que pasa fuera de foco en la delantera del plano (wipe by cuts).
Los tiburones animatrónicos usados para distintas escenas distaban de ser perfectos, y su uso efectivo demandaba un uso parsimonioso. Sospecho que, aunque Spielberg hubiera dispuesto del tipo de efectos digitales que usaría luego en Parque Jurásico (1993), su excepcional inteligencia narrativa lo habría llevado a preferir insinuar antes que mostrar. El tiburón se indica más bien por recursos indirectos, como el pedazo de muelle que lleva enganchado en la escena en que dos aventureros intentan capturarlo, o los barriles con aire atados a los arpones que le dispara Quint. Aparte de eso están las tomas subacuáticas desde el punto de vista del propio tiburón, en que sufrimos al ver las piernas de los nadadores, inadvertidamente expuestas a ser arrancadas de un mordisco (un ejemplo entre muchos de que no necesariamente el punto de vista de la cámara implica identificación del espectador).
Sobre todo, está la música increíble de John Williams, esencialmente una oscilación grave entre dos notas, que tiene la constancia del avance, el primitivismo del pez, la fuerza bruta de su capacidad de matar, y que además viene de abajo (graves). Ese tema musical se usa para señalizar la cercanía del tiburón y es más atemorizante que cuando efectivamente lo vemos (¡y no es que esto no meta miedo!).
Más allá del suspenso, de las muertes y de la violencia, Tiburón está llena de humor. La película nunca asume ínfulas de seriedad. No se trata sólo de “alivio cómico” entre momentos de terror y suspenso, sino que a veces ambas cosas están entreveradas, y eso sin desgastar en absoluto ni el terror ni el suspenso –un espíritu muy hitchcockiano–. Cuando el tiburón por primera vez se acerca al Orca y lo vemos emerger, enorme, al lado de Martin, cortamos a un contraplano en que este entra en cuadro casi como si fuera un dibujito animado asustado, como si fuera un muñeco empujado por un resorte. En el plano siguiente, cuando se junta con Quint y Hooper, va a decir la frase maravillosa: “Vamos a necesitar un barco más grande”, una de las más famosas de la historia del cine. El relato terrible de Quint sobre su trauma juvenil (interpretación totalmente magnética de Robert Shaw) es disparado por un chiste de Hooper a propósito de su tatuaje. Aun en la escena inicial, mientras la joven rubia atacada por el tiburón grita desesperada, el joven alcoholizado que la acompañaba, semidormido, dice cosas tipo “estoy yendo”.
El prólogo con un ataque del tiburón procede de la novela original, pero coincide con una película que salió poco antes que Tiburón, La residencia macabra (Black Christmas, 1974, de Bob Clark), considerada el prototipo del cine slasher, que contiene incluso un inicio con un travelling subjetivo del asesino amenazando la apacible fiesta navideña. Fue probablemente Tiburón la película que tuvo la fuerza de imponer ese tipo de prólogo como un cliché, y lo estableció junto con otras convenciones que no estaban en la película de Clark, como ser la premisa de “el que coge muere” (aunque en Tiburón se aplicó exclusivamente a la primera escena). Deriva también de la tradición de cine de monstruos (Drácula, King Kong y tantas más) un componente sexual en el ataque: en Tiburón, la cámara subjetiva que asciende hacia Chrissie, con su cuerpo escultural desnudo, ¿se dirige hacia sus piernas o a su entrepierna?
Hay deudas o tributos varios en la película. La escena de la cabeza de Ben Gardner está, reconocidamente, inspirada en una de las escenas más aterradoras de Los pájaros (1963, de Hitchcock). El palito del perro flotando en el agua puede derivar del globo inflable preso en los cables eléctricos en M (1931, de Fritz Lang). La escena final (con su otra frase maravillosa, “¡sonríe, hijo de puta!”) podría verse como autocita del primer largometraje de Spielberg, Reto a muerte (Duel, 1971), y usa el mismo efecto sonoro para ilustrar la caída del monstruo (allá un camión, acá el tiburón).
Vi tantas veces Tiburón que me cuesta evaluar su poder de asustar. En verdad me importa poco: es tan lindo estar con esos personajes, reiterar ese mito, degustar sus chistes, sus momentos de suspenso, la maestría con que las piezas se articulan, la asunción desembozada del entretenimiento y un montón de cositas más, que los sustos importan poco. De todos modos, no me pidan que me meta en el mar, a menos que sea con una armadura, en circunstancias en que no pueda ver qué es lo que hay debajo de la superficie del agua.
Tiburón (Jaws), dirigida por Steven Spielberg, basada en la novela de Peter Benchley (Estados Unidos, 1975).