Esta vez no hay incertidumbre de dar con el ómnibus correcto, ni inseguridad por meterme en un lugar que no conozco, ni miedo a estar entendiendo mal, ni vergüenza por estar hablando un idioma que no domino o incredulidad al ver cosas que pensé que nunca vería. No.

Pero sí habrá un diario de viaje cotidiano, un diario íntimo público mundialista, una bitácora de vecinos y FIFA, de liceales y futbolistas, de celeste, pero de mujer, que en esta paleta de colores con pelota encuadra mejor que nada.

Para nosotros un Mundial, no importa cuál, masculino, femenino, de juveniles o de mayores, son días y días de un lado para el otro, de trenes, aviones, estadios, hoteles, concentraciones, supermercados, ómnibus, taxis, refuerzos, yogures comodín como almuerzo, postre, merienda-cena y mucha fruta.

En todo ese recorrido siempre hay muchísima emoción, tensión, incertidumbre, encuentros, desencuentros, sensaciones primarias y de las elaboradas, cansancio abismal y el placer de entregarse al sueño apenas por unas horitas por esa enorme mochila de la responsabilidad que implica el desempeño laboral. Clavado, trabajar es algo común para todos nosotros los uruguayos adultos, pero hacerlo así, y poniendo tan en foco una temática que se potencia cuando los mundiales y que, fundamentalmente, atiende a algo tan nuestro, tan cercano como la celeste, parece que todo se multiplicara: la concentración, el esfuerzo, el intento de ser lo más preciso y abierto posible.

Sí, ya sé que este Mundial parece “distinto”, porque es de mujeres, porque se juega ahí en la esquina de tu casa, porque no estás ni enterado mientras en las copiosos envíos de deportes de los medios hablan de la uña encarnada de un fulano que juega en Manchester, o de quién será el jugador que quedará fuera del banco dentro de diez días cuando jueguen River y Boca.

Claro que habrá un Cita corrido en la ruta, una panadería con buenos bizcochos, donde los pan con grasa son pan-con-grasa, y no una masa de pan descongelada y armada en forma de cuernito.

Cuando tenía la edad de estas gurisas, de nuestras chiquilinas, me había perdido la ilusión de ir a un Mundial –al que mis padres nunca me hubiesen dejado ir‒, en el que Porfirio Tamaya Jiménez, boliviano, nos eliminó en La Paz sin siquiera haber jugado en Montevideo.

Cuando yo tenía la edad de estas gurisas nunca había visto un partido de mujeres, y apenas estaba por escuchar por radio ‒y porque Víctor Hugo viajó‒ el primer Mundial de juveniles que se jugó en la historia de la FIFA, que fue el de Túnez 1977, y en el que Uruguay terminó cuarto.

La primera vez que cubrí un Mundial, en España 1982, pensé en qué lindo debería ser escribir de todo aquello con Uruguay participando y entreverando emociones y soles, geografías y olores, estaciones de metro y tablados.

La última vez que cubrí un Mundial, y con Uruguay, hace unos meses en Rusia, sentí que este esperado Mundial para mí y para nosotros lo debía afrontar de idéntica manera, empezando por la acreditación FIFA para la que usé mi pasaporte.

Hace un tiempo era inimaginable un Mundial de mujeres en Uruguay, pero hoy, que es una realidad, lo siento con la misma seriedad que todos los demás. Y es fascinante.

Hace unos días, en esa increíble e inimaginable búsqueda de imágenes, reportes e informes del Mundial femenino sub 17, me encontré con un encuentro virtual entre Esperanza Pizarro, esa dinámica y efectiva goleadora palmirense de la celeste, y el salteño Edinson Cavani. La delantera de las chiquilinas le preguntaba a Cavani qué se sentía jugar en un Mundial y a estadio lleno, y el salteño, pleno de emoción, le contaba algunas de sus vivencias emocionales, pero dejaba lugar a que Esperanza lo jugara.

Seguro es eso mismo lo que nos pasa a miles de nosotros, porque es más que un eslogan, es el mismo deporte, la misma emoción.

Hace 30 años el gran Jorge Burgell, por ese entonces mi jefe en aquella maravillosa sección “Deportes” del diario cooperativo La Hora, me encomendó la cobertura de un partido de mujeres que se jugó en la cancha de baby del Velódromo de Montevideo. Me gustó, lo escribí y lo firmé con uno de mis primeros seudónimos, Jas Izquierdo, que encerraba a un hombre rugoso y sensible a la vez, sin fiorituras a la hora de marcar y empeñoso a la hora de prodigarse a la vanguardia. Nunca pensé que 30 años después estaría disfrutando entusiasmadísimo con ese juego que, obstinadamente, les cercenaron a las mujeres durante algún tiempo. Y además hacerlo acá, en mi lugar en el mundo, mi tierra, mi trabajo, mi utopía.

Antes que la interpol de #Andáachequearlo, si yo fuera el chanta que alguna vez quise ser, te lo aseguraría ya: en ningún diario de América Latina, ni en la colección del GDA (Grupo Diarios de las Américas), se encuentra tanto material e información sobre el fútbol femenino como en este periódico otrora vituperado como “el pasquín de la calle Paullier”. Así es como uno se puede enterar de cómo va el Uruguayo, qué hacen las juveniles y, obvio, como está la celeste, pero de mujeres.

Digan si no imaginan el carraspeo de don Carlos Solé presentando la alineación uruguaya con Jennifer Sosa; Sharon López, Sofía Ramondegui, Daniela Olivera y Antonella Ferradans; Sasha Larrea y Karol Bermúdez; Deyna Morales y Micaela Domínguez; Esperanza Pizarro y Belén Aquino.

“Esto es fútbol, pero fútbol femenino” suena a descarte, a mirada desde arriba del hombro. Sí: suena a patriarcado machista. Como se sabe, o tal vez desconocen los neófitos e iniciados, tal afirmación errónea e irreverente queda fuera de juego, dado que el fútbol es un único deporte para mujeres y hombres y en este caso está universalmente regido por las reglas de la FIFA.

No hay decretos ni leyes propias para que la abogacía de mujeres sea otra; no hay medidas distintas para el desarrollo de corte y confección de hombres; y una presidenta ejerce la administración de un estado con la misma Constitución con que la ejerce un hombre.

El juego es el mismo, las reglas son las mismas, y las evoluciones físicas dentro de un campo de juego de hombres y mujeres seguramente no son las mismas, pero son muy, muy parecidas.

Al mismo deporte, con el que personas del sexo masculino han representado de camiseta celeste desde hace más de 100 años en competiciones de todo tipo, con éxitos también de todo tipo, llegan estas muchachas ‒algunas de las cuales aún no han pasado por su fiesta de 15‒, participando en un campeonato mundial de mujeres.

De todas ellas a la que conozco desde hace más tiempo es a Deyna. Una vez la descubrí viendo el programa Entornos de Tv Ciudad, llevado adelante por nuestro Gonzalo Pollo. Era una niña aprontándose con la roja de San Jacinto –yo lo vi campeón‒ y entrenando en una cancha que bien podía ser el Mario Vecino, el estadio que lleva el nombre del papá de Matías. Apenas unos años después, en la misma condición de liceal, ya estaba copando las medias canchas de América con la celeste y el espíritu de capitana legado por José Nasazzi y Obdulio Varela, y ahora está acá, donde empezó la historia de las copas del mundo ‒o de la galaxia o del universo, dirían Fox Sports o TyC‒, haciendo volar su melena rubia, empujando un sueño de todos.

Me voy a la terminal y tomo el bondi. Mientras escribo me pregunto por qué en el 80% de mis viajes colectivos interdepartamentales soy el único que se pone el cinturón de seguridad. Llevo el mate pronto pero sin hinchar. Llegando a Tres Cruces siento la misma emoción que cuando ando por ahí en eventos FIFA cubriendo a la celeste, esta misma celeste. La diferencia está en que ahora no ando adivinando o preguntando en cocoliche de señas cuál es el ómnibus que tengo que tomar, si el 140 (que es el 77 de hace 20 años) o el 370, y sé que me voy a fajar como una hora de viaje más hasta llegar al Charrúa ‒una o las que sean, ayer y el martes que viene‒, imantado por la ilusión y los sueños de la celeste.

Celeste, pero de mujer.

¡Salucita, gurisas!