Cuando festejan los pájaros
Usted dobla por la ruta y ve el cartel: “BienBeBidos a Quebrachito”.
Sí. Alguna mano pícara arrimó dos B avisando que el vino y la fiesta son sus estandartes.
Cuando llega a donde están las casitas tome la calle de tierra con la flecha que reza “A LA CANCHA”. Recorriendo setecientos metros escoltados por árboles, caerá donde hacen de local los lugareños. La cancha está rodeada de monte. Las copas de los quebrachos cada tanto se tragan alguna pelota mal pateada.
Hoy cumple años el Luis Chazarreta y el pueblo de Quebrachito está de fiesta. Su gente ya puso los tablones y están chupeteando detrás de uno de los arcos de la precaria cancha de Unión Quebrachito, club que participa en la liga regional de Santiago del Estero y se podría decir sin mentirle a nadie que es el más pobre del mundo. Aunque la palabra que daría en el clavo no sería pobre sino sencillo.
En el pueblo respiran hasta el día de hoy 346 habitantes y ellos mismos sacan chapa de tener una guitarra cada tres pobladores.
Unión en los torneos tiene la costumbre de rascar el fondo de la tabla.
El Luis, hoy cumpleañero, es su capitán y número cinco, y como antes de cada partido, da una charla mientras todos se juntan formando un círculo.
Les promete llevarse el triunfo ante estos “putos de Independiente de Pinto, que se creen superiores porque tienen dos edificios y una comisaría”, y como hoy es su cumpleaños quiere que ellos hagan todo el esfuerzo posible y la mitad de las cagadas que hacen siempre en los partidos. Sus compañeros asienten con ganas.
El desafío está programado para las seis de la tarde porque el calor en Quebrachito no es joda.
La parrilla, a cargo del tío del Luis, empezó a crujir y promete los mejores choris y falda que se pueden prometer.
Su madre, la Irma, trae la ensalada en un fuentón de plástico que en la semana se usa para lavar ropa. La familia, numerosa, ronda unas sesenta personas (el quince por ciento del pueblo) que también hacen de público cuando sale el Unión a la cancha pero que, automáticamente, se sientan y le dan la espalda al partido para quedar de frente a los salamines que posan sobre las tablas.
Seis guitarras –por ahora– puntean chacareras y de fondo cantan “La encendida”, de Pica Juárez, mientras el árbitro sopla un pitazo estridente que anuncia el inicio del partido.
Los únicos atentos a lo que pasa dentro de la cancha son los pájaros. Ellos viven en el monte que rodea toda la cancha y cuando hay partido y escuchan voces y silbatos se acercan a husmear y, parados en el alambrado, trinan de lado a lado y se contestan vaya a saber qué cosa.
Crespines, sachitas, cardenales y brasitas, también hay naranjeros y reinas moras.
A los veinte minutos, desde los tablones se escucha un grito pidiendo un médico porque en los parrilleros se desmayó el abuelo Isnaldo, un hombre duro al que el vino tinto suele traicionar en las fiestas.
El partido se para y los jugadores abren la puertita trabada por un alambre fino. Se llegan para prestar asistencia apantallando, o sólo a mirar, de curiosos nomás.
El árbitro los llama desde la mitad de la cancha y el Luis los arrea.
El Isnaldo se recupera. Aplausos estruendosos y un sapucay acompañan su puesta de pie y le sirven un vasito.
El arquero aprovecha el parate y le muestra al árbitro dos bollitos de miga de pan que le arrojaron desde los tablones y agrega que le hacen chistes subidos de tono. Los guitarreros arremeten con la melosa “Piel chaqueña” de los Manseros.
El partido se reinicia y toma su curso habitual de aburrimiento y patadas en todos los sectores de la cancha, aunque cada tanto se ven chispazos de habilidad o alguna jugada que roza la belleza.
Un sobrino se hace el pícaro y le grita al Luis que se venga pa los tablones a festejar su cumpleaños, antes de estar ahí parado sin tocar la pelota. La mitad se ríe, la Irma le pega con un repasador, el Luis lo escucha pero se hace el boludo.
Y siguen sin darle bola al partido más que para apuntalar algún chiste o fustigar al arquero ahora tirándole un hueso y tratándolo de perro. Se ríen a los gritos y cantan felices.
El primer tiempo muere de tristeza cero a cero y los equipos se van a mojar la cabeza, que les hierve como una olla a presión. El agua fresca de pozo los vuelve a la vida, la toman a borbotones y se sacuden el cuello y la cara.
Las guitarras no paran nunca. El legüero y las voces llegan hasta el vestuario y el olor a chori es una invitación tortuosa para los dos equipos que adeudan todavía los últimos cuarenta y cinco minutos.
Se suma –recién llegado– el violín sachero de la joven y bella Milagros, que atraviesa de forma magistral “Zamba y acuarela”.
El árbitro es el único entusiasmado en jugar el segundo tiempo y los llama por tercera vez a completar la jornada. Los equipos tardan en volver, como tarda el niño en levantarse a la mañana para ir a la escuela.
Los jugadores van ingresando por la puertita.
Una tía le sale al cruce al Luis –inoportuna– y lo besa efusivamente mientras le tira las orejas. Le da de regalo cien pesos para que se compre lo que quiera mientras el “feliz cumpleaños” es cantado entre los tres tablones de gente. El Luis guarda el dinero en la media y aprieta el paso, avergonzado, hacia la mitad de la cancha.
Los Chazarreta, en los tablones, ya están manchados de vino.
El complemento arranca con desgano pero arranca. Cada tanto algún jugador cabecea mirando hacia el parrillero o intenta escuchar la chacarera “Por seguir”, de Raúl Carnota, que ahora viaja en el aire. El legüero se luce y el monte convida los pájaros que se multiplican llenando dos de los cuatro lados del alambrado.
A los diez del segundo tiempo un córner para Unión genera un rebote, que genera otro rebote, y rebotando la pelota le cae al Luis al borde del área.
Sin ningún tipo de expectativas, se encuentra con la redonda picando delante de él. Sorprendido pero intuyendo que el destino sabe las fechas de los cumpleaños, la agarra de bolea para –después de nueve años de semiprofesionalismo– convertir su primer gol.
Sale corriendo en círculos, demostrando que el tema de los festejos propios no es lo suyo. Desde la parrilla estallan gritos en efecto dominó, porque justo la Olga andaba mirando para ese lado y vio todo.
–Irma, el Luis hizo un gol, parece…
La madre, de más de cien kilos, se para de un salto y empieza a gritar como loca. El Luis repara en esa acción y va a su encuentro. Los pájaros se asustan y vuelven al monte.
Tejido de por medio su madre llora, los parientes la abrazan de atrás y los que vienen llegando abrazan a los parientes que la abrazan a ella. La presión de tanto afecto contra la puerta apenas trabada por el alambrecito la hace ceder.
La Irma entra al campo rodando y atrás de ella van veinte familiares semiescabiados que abrazan y besan al que sea sin importar el color de camiseta.
Madre e hijo se revuelcan en el área chica mientras ella llora de alegría llena de tierra. Las guitarras regalan un “escondido” sin autor.
El Isnaldo es traicionado nuevamente, esta vez por el sol, y cae al borde del área mientras le estaba acercando un vaso cargado de vino al wing derecho del Unión y al marcador de punta de Independiente.
Casi el total de los Chazarreta y Vidal, que participa en el cumpleaños, ahora festejan a los gritos en la cancha.
–Juanchi… Juanchi, trae una silla pal Isnaldo… –dice don Emilio, que suele tener berretines de doctor y da la orden.
–¿Ehhhh…?
El parrillero reconoce su nombre pero no el mensaje.
–Que traiga una silla pal Isnaldo, la puta que te parió.
El Juanchi cabecea un sí, pero en lugar de una silla entiende “trae las sillas”, y creyendo que la fiesta cambia de paradero arremete junto a cuatro más con las de plástico apiladas. Diez fulanos restantes se encargan de los tres tablones y caballetes que instalan en la medialuna del área donde el Luis –minutos antes– la empalmó para desvirgarse de goles luego de nueve años.
El árbitro, al ver entrar a estos muchachos en fila, empieza desesperadamente a tocar el silbato como un policía de tránsito, e intenta sacar a empujones al que puede. Su acción se asemeja a querer parar un mar bravío con las manos.
Los seis guitarreros y el bombista arriman a paso lento en busca de su público.
–Alcánceme la ensalada, buen hombre, y el vino, por favor.
Un cuñado del Luis se dirige ahora con mucho respeto hacia el arquero de Independiente, que dejando atrás viejos rencores se arrima a la mesa en busca de un pan para abrirlo al medio en vísperas de los choris. Los pájaros, en bandada, vuelven al tejido.
–Siéntese, compadre, y deje de tocar el silbato, ¿no ve que el bombisto necesita escuchar las guitarras? –dice una voz pausada que lo aconseja amigablemente.
El árbitro, a punto de llorar, llama a los técnicos de los equipos para que le den una mano.
La Policía no interviene porque no existe. Un pueblo de 350 habitantes que son parientes entre sí no necesita de la ley, se autorregula, y el único que pone orden cada vez que hay quilombos entre los Chazarreta, los Vidal o los Salguero es el cura, pero se quedó en la iglesia.
El técnico de Independiente se acerca con una soda que tiene agarrada del cogote hace un rato. Los tres se encuentran en un costado de la cancha.
La propuesta de Juancito Archun, técnico de Unión, es suspender el partido. Su argumento esconde el deseo de llevarse los tres puntos y hace eje en que los choris ya salieron.
El árbitro se retira hasta un lateral de la cancha, donde descansa su bolso y el de los líneas. Decidieron llevar sus pertenencias hasta ahí antes del partido, al ver que el vestuario que les asignaron carecía de puerta.
Aturdido, mete la mano y manotea el reglamento que FIFA envió a la AFA en avión desde Francia y la AFA envió a Santiago del Estero vía encomienda en La Veloz del Norte a principios de año.
Lo abre y ve la foto a modo de señalador que se sacó con el árbitro profesional Aníbal Hay el día que se recibió de referí. Se lo ve sonriente y a Aníbal entregándole el diploma. “Si me viera don Aníbal”, piensa y se lamenta.
Pasa las hojas con velocidad y lee algo que lo paraliza:
INCISO 14 / DE LOS FESTEJOS.
Los jugadores festejarán el gol en un tiempo PRUDENTE.
El referí se toma la cabeza sabiendo que la palabra “prudente” no dice nada y lo ata de pies y manos para reanudar el cotejo.
Hubiese sido conveniente que hablase de “un minuto y amonestación”, pero “tiempo prudente” no dice nada. Es como si el reglamento dijese “un ratito”, no hay marco legal para la discusión y él lo sabe.
El cumpleañero, los dos equipos, los linemans, los Chazarreta y los Vidal (por parte de la madre) ya están sentados.
Se pasan hielo, mayonesa, cuchillo y vino a los gritos.
Cinco mujeres y cinco hombres bailan descalzos mientras se miran a los ojos. “Zamba del arribeño”, del maestro Juan Falú, es la elegida ahorita, pero en la voz de un muchacho de camisa blanca impecable, que esperaba ansioso su turno.
Los pájaros decoran todo el contorno del alambrado a lo largo y ancho del tejido, igual que palitos de la ropa multicolores.
El árbitro se cuelga el bolso del hombro. Con una pesadez que es hija de la decepción, enfila cabizbajo para su auto. Esquiva a cuatro niños que están alimentando una fogata a metros de los tablones, cerquita de la mitad de la cancha. Rodea la fiesta con paso cansado, sabiéndose invisible para todos.
De repente, antes de alejarse, las manos de la Irma lo hacen girar de forma enérgica y sentarse en una silla vacía mientras le advierte con sonrisa de madre:
–De acá no se va nadie sin probar mis empanadas.
El sol se apaga. El monte solo es testigo. La luna y el fuego iluminan la cancha y el contorno de los pájaros.
El violín de Milagros anticipa “Entre a mi pago sin golpear”, de los Carabajal, y él, de un trago, se apura a lubricar su garganta con vino, porque su padre cuando era chico se la enseñó entera.