Hasta hace apenas unos minutos esta historia empezaba de otra manera. El comienzo era, en el para mí inolvidable 1976, cuando una intensa y traicionera hepatitis de tres cruces (así se decía) me acostó gordito y sin afeitarme y me levantó flaco y casi bigotudo tres meses después.

Fue ese año y cuando tenía esa hepatitis que mi tío Mario viajó a Buenos Aires, supongo que para ver a un violonchelista o un lutier. Mario, artista en la más amplia concepción de la definición, músico de cuerdas, violonchelista y artista plástico, volvió en el Vapor de la Carrera sorteando las listas con carbónicos donde los milicos revisaban quién sí y quién no, capaz que con un sello nuevo, con cerdas para el arco o vaya a saber qué. Pero lo que sí sé es que a casa llegó con una buena globa cosida con anchos gajos rojos y blancos, unos zapatos de cuero Fulvence y una camiseta blanca, inmaculada, atravesada por una franja roja.

Por la camiseta

Mario, que nació, se crió y vivió en Florida, era fanático de River Plate y hablaba de “la máquina” como si hubiese ido a la herradura del Antonio Vespucio antes de que vendieran al Cabezón Sívori y cerraran el hoy Monumental quitándole la vista al Río de la Plata. Ahora, y en este momento del conventillo de la aldea global, me doy cuenta de que hay instituciones, gente o mitos que tempranamente dieron ese paso a la masividad amplia y universal de las más distintas formas. Porque, la verdad, ahora es una papa, y hasta parece que el domingo éramos 360 millones los que estábamos en Madrid siendo cómplices involuntarios de la peor afrenta post mortem de los libertadores de América. Pero antes era distinto. Muy distinto.

Mario, a quienes sus amigos apodaban El Maestro, apenas en la época de aquellas radios que coronaban la sala de la casa como único elemento de atracción y unión, podía haber escuchado algún reporte o al maestro Fioravanti y, sin haberlos visto nunca en su vida, podía recitar y admirar a la delantera de la máquina e incluso, años después, recitarlos: Muñoz, el Charro Moreno, Pedernera, Angelito Labruna y Lousteau.

Hasta hace unas horas, yo sentía que era a partir de aquella camiseta, aquellos pepos y la globa que había empezado a sentir cosas por River. Y claro, por mi tío Mario. Pero hace apenas un rato me di cuenta de que la historia no empezaba ahí. Que tenía que empezar antes. Y, aunque no sé cuánto antes, si sé que un año antes, en 1975, con los primeros Adidas blancos con las tres franjas rojas que mi tía Perla me había comprado, ya había comulgado con la pasión riverplatense. Incluso unos meses atrás, cuando el frío era frío en las vacaciones de julio y hacía mi propio partido con una pelotita maciza en el garaje de lo de mi abuela Flor, recuerdo la tensión de escuchar en mi propia Spica un complicadísimo triunfo en Ferro que, seguramente, nos acercaba al campeonato.

El título llegó para mí una noche montevideana, en la vieja Sonotone blanco y negro de aquel hogar forastero en la capital. Fue tarde en la noche que en Canal 10 me enteré cuándo pasaban los partidos sin que casi ninguno de nosotros supiésemos cómo había salido el partido. Falso vivo le dicen ahora…

Luego, en el Nacional jugado en el segundo semestre, River volvió a ser campeón con Angelito Labruna, y yo, ya de vuelta en Florida, me encachilé con una publicación que me encandilaba. No sé la punta de pesos que me habrá salido, pero abuela, Perla o Juan me dieron todos los billetes para que fuera a lo del Vasco Echarte y me comprara aquel “Mi River campeón” en el que El Gráfico explotaba a pleno aquella felicidad epicúrea (la que Epicuro definió como ausencia de dolor) del triunfo riverplatense en el torneo argentino después de 18 años de sequía.

Amores de estudiante

Una cosa son encachilamientos de liceal, y otra es empezar a advertir que no hay nada pecaminoso en la senda del pastelero permanente, así que, poco a poco, me fui dando cuenta de que podía gozar o hacerme malasangre con el equipo que me llamara la atención, y no por ningún compromiso adquirido por decisiones cerradas, así que he sido hincha parcial y provisorio de decenas de clubes y equipos, incluso de Boca Juniors, por ejemplo.

El domingo el partido me agarró frente al televisor. Esta vez no era en casa, ni en Florida ni, claro está, en Madrid. Estaba en la radio, en Deportivo Uruguay, que por mi concepción periodística, que es también la de Garra, hacía más foco en la final del Uruguayo femenino entre Colón y Peñarol, que en la final del universo jugada por los tataranietos de San Martín, Artigas y Simón Bolívar en el Reino de España.

Pero está bien. Aunque mi obligación profesional me conduzca a tratar temas más nuestros, era imposible abstraerse de ese partido. Cuando empezó el partido no estaba muy claro por quién arrancaba a hinchar. Me voy moviendo a empatía dinámica. Si Nahitan la está descosiendo, vamos Boca; si Benedetto se burla de su rival, vamos River; pero después de que la banda empató y Nández trancaba con la cabeza y corría de un lado para el otro, lo que volvería a llevar mi brújula a los xeneizes, me di cuenta de que no, de que hinchaba por River porque hay pequeños átomos de pasión que sí son para siempre. La pasión por el fútbol, alimentada por el amor filial, por la costosa construcción de la leyenda, por el calor material de aquella básica camiseta de punto blanca atravesada por una banda roja o por un padrino que ayuda al bautismo.

Eso es la pasión, no esa droga que unos hijos de puta comercian compulsivamente, enfermándonos, desangrándonos y llevándonos de las narices a las bocas de venta de su inmundicia, con la que lucran y nos chupan la vida.

A pesar de todo ese negociado, que además les permitió a todos sus colaterales multiplicar sus ganancias, cuando terminó el partido, cuando ganó River, cuando vi a esos muchachos con la bandera uruguaya –todas las veces que River salió campeón de la Libertadores lo hizo con uruguayos–, sentí que estaba feliz. Sentí una llamita prendida por el calor de aquellos diciembres en los que, juntando billetes y monedas, me fui a lo del Vasco a encontrarme con “Mi River Campeón”.