Marcela sabe que los méritos son de Messi, y de Rojo, y de Banega, y de todos esos pibes que primero corrieron con la angustia en la camiseta y después gritaron mil desahogos en la piel. Lo sabe, Marcela, lo sabe. Y lo sabe porque cree en la fuerza de las personas, y en la tenacidad de las personas, y en la capacidad de las personas para organizarse y para encontrar el camino para ganarle a cualquier adversidad. Lo sabe porque sabe que a la vida y al fútbol la mueven el corazón y la inteligencia de la gente.
Lo sabe Marcela, la misma Marcela que en la mitad de la mañana del día del partido de la angustia en camiseta y del desahogo en la piel, o sea en la mitad de la mañana que a la noche iba a tener Argentina-Nigeria, decide que San Petersburgo es demasiado bonita para esperar inmóvil un partido y que, además, los minutos quietos son las peores minutos cuando abunda la ansiedad, por lo que algo debe hacer. Elige lindo y elige útil: recorre un paseo a pie por la historia esencial del lugar. Excelente: colección de fascinaciones, colección de hallazgos. Y, hallazgo entre los hallazgos, el camello.
En el jardín Aleksándrovski, donde San Petersburgo reposa, Marcela asume que la historia de las palabras bien usadas se le viene al alma cuando se para frente al busto del escritor Nikolai Gogol o intuye que la música le envasa las arterias cuando el busto que le queda ante los párpados es el del compositor Mijail Glinka. La aguja dorada y elevadísima del edificio del Almirantazgo, punto de referencia para ir y seguir yendo por la ciudad, la impresiona porque jamás había visto al oro tan arriba. Y, sin expectativas especiales, se deja llevar hasta el monumento al geógrafo Nikolai Przewalski, parecido a José Stalin en el bronce pero evidentemente otro tipo. Y, socio de Przewalski, abajo de su efigie, él: el camello.
El guía del paseo detalla que mitos, leyendas y hasta certidumbres de los pasados y de los presentes de San Petersbugo invitan a tocar al camello en una parte o en otra para tener fortuna en el amor, en los negocios o en otros campos del deseo. Marcela casi no se concentra en esa explicación y le suena como los comentarios de otros argentinos que curiosean o como los parpadeos de la población local, que circunda amablemente perturbada por tanto turismo futbolero. En eso, uno de los argentinos, mitad broma y mitad necesidad, se suelta: “Y suerte en el deporte no trae?”. Unos cuanto se ríen. No Marcela.
Marcela, que a cada hora reivindica la razón, y el compromiso, y la organización, y la entereza, y las estrategias de las personas, en esa circunstancia actúa, de golpe, casi contra todo eso, actúa como si fuera otra. De golpe, como cuando sobrevienen algún amor o algún susto. De golpe, casi sin reconocerse, se arrima al camello, lo toca no sabe bien dónde y le avisa: “Hoy tenemos que ganar”.
Lo que continúa de la jornada es expectativa y tensión, ganas de que llegue y falta de ganas de que llegue como sucede con los encuentros inciertos, cantos que convocan a la fiesta y dudas íntimas de que habrá fiesta, la compañía cálida de conocidos y de desconocidos que comparten todo eso. Y el partido, ese partido que confiere ciertas calmas porque la Selección Argentina se acomoda mejor que en presentaciones anteriores y porque un pase telescópico de Ever Banega provoca que la pelota desembarque en Messi, lo que primero significa medio gol y, luego, gol entero. Y el partido, ese mismo partido que, injusto, en medio de lluvias de aliento celeste y blanco, castiga con un penal convertido por los nigerianos, y con una, dos, tres, llegadas de Argentina que no se transforman en gol, y con el reloj salpicando de impotencia porque no hay manera de seguir en las canchas de Rusia si la pelota, rebelde, no va a la red una vez más. Marcela no se acuerda de que hay una existencia afuera de eso. Sufre y suda, putea y putea, piensa que no se da y que no se dará.
Y, entonces, alucinación o mensaje, se le vuelve a los ojos, a la memoria, a los pulmones, algo que no se corresponde ni con un partido de fútbol ni con las cumbres del nerviosismo. Algo: el camello. “Me cagaste, camello”, brama Marcela, que advierte que brama en el instante en el que la pelota fluye hacia la derecha del ataque argentino, y que esa pelota se acomoda en el pie diestro de Gabriel Mercado, y que viaja, viaja, viaja rumbo al nudo del área, al suelo donde el fútbol es todo o nada, al botín derecho de Marcos Rojo, que es zurdo y cabeceador y defensor pero ni derecho ni delantero, y que la pelota ya no es injusta y el partido tampoco porque lo que hace Rojo es un gol.
Grita Marcela hasta la ronquera más ronca que guarde en sus archivos. Maldice, biendice, se abraza, abraza, besa y la besan, celebra: triunfo de Argentina, Argentina se clasifica, ya está, ya está.
Tres cuartos de hora después de tanta alegría, Marcela disfruta de regreso en el Centro de San Petersburgo. La fascinan la noche blanca, la Catedral de San Isaac, las paredes del Museo Hermitage, los argentinos a lo loco, la fantasía de qué estarán haciendo en ese momento Messi, y Rojo, y Banega, y todos lo demás. Y, en eso, el camello.
El camello que, con o sin azar, surge ahí enfrente, en plena noche blanca, en pleno Centro, en plena perplejidad. El camello que mira a Marcela.
Coherente, Marcela pretende argumentarle al camello que las cosas son lógicas, son organizadas, son racionales, son una ruta que se siembra en cada andar. Eso pretende pero no puede.
Lo que puede es mirar al camello. Y mientras lo mira y lo mira, se le acerca, lo acaricia, le da un beso. Y se va.