Otra escalera más. A esta llegué porque la rusa tomó mi brazo izquierdo y lo abrió levemente hacia la izquierda. Cero al cuadrado de idioma latino alguno, cero a la enésima potencia de inglés, la mujer le pone toda la onda y para mí la explicación es brillante: bajar por la escalera de la izquierda y tomar el tren de la izquierda. Allá voy, mochila mediana puesta y pack de valija y mochila mediana entrelazada en el tráiler de la valija, descendiendo escalón por escalón. Estoy solo, solito y solo. Hay un muchacho rubio –es ruso, claro–, prolijo, vestido con formalidad, que habla pausadamente por su celular. El Matt Damon del metro de la estación de trenes de Nizhni Nóvgorod deja el teléfono, lo guarda en su bolsillo y mira las vías. Ante el inminente arribo de la formación, saco mi teléfono sin internet, busco la foto de la estación a donde quiero ir, que es la del hotel desde donde les estoy escribiendo ahora, y me mando con el enésimo “Do you speak English?”. Su “yes” me alivia y, de la emoción, le retruco: “¿Y español?” “No, chino”, me contesta, pero sé que di con la persona indicada. Vladimir me dice que sí, que estoy en el lugar correcto, que ese es el andén y esa es la línea, y que falta apenas una parada para llegar a aquella en la que me tengo que bajar. Habla un inglés muy fluido y me tranquiliza diciéndome que él también bajará ahí. Me cuenta que en Nizhni hay pocas líneas de metro, porque es una ciudad chica. En realidad, yo sé que tiene la población de la ciudad más grande de mi país, pero claro, al lado de Moscú y su metro es chica. Me habla de fútbol, de que en su vida en China jugó y le gusta.

Llega el tren y Vladimir me ayuda con la valija mientras seguimos conversando. Él habla muy bien el inglés, y mi dificultad se multiplica porque me siento obligado a responder largo y no con monosílabos. Cuando el metro llega a mi destino, que también es el de Vladimir, bajamos como si viajáramos juntos y fuéramos desde Tres Cruces hasta el Centenario. Vladimir calcula la puerta por la que nos conviene salir para quedar en camino, y allá, a lo lejos, me muestra un gran edificio rosado que será mi referencia. Todo por esta calle, me indica, y yo pienso que en cualquier esquina me largará, porque la verdad, qué suerte la mía al dar con este muchacho.

Por el camino vamos hablando de viajes, de aviones, de trenes y hasta de nuestras profesiones. A medida que ese edificio se nos acerca, el ruso revisa su mapa en el celular –me lo empezó a bajar en el metro, pero además me dice que no lo baje hasta que tenga wifi–. Cuando llegamos a la esquina donde hay que doblar siento terrible tranquilidad: mirá qué suerte que tuve, el tipo iba más lejos que yo. Entonces me dice que él en realidad no iba tan lejos, pero que pensó cómo se sentiría si fuera él el que andaba del otro lado del mundo buscando una dirección. Le encajé un “You are fantastic, Vladimir”, y avanzamos hacia una proa donde, seguro, me hubiese agarrado una perdiz de aquella. Después a la puerta misma del hotel, un edificio de 15 pisos: el hotel está en uno de ellos. Después hasta la conserjería, donde un par de rusas de esas con el pañuelo en la cabeza le dicen no sé qué a Vladimir, que me explica que el administrativo ya viene. De inmediato llega el otro ruso, y ya Vladimir ha dejado de ser aquel muchacho al que apunté en el metro y ha pasado a ser mi atache, traductor y ejecutivo. Le explica todo, le pide la contraseña de wifi, hace el trámite para la habilitación de internet, le da mis detalles y hasta me hace la gestión del agua caliente. Cruzamos contactos. Primero anoto yo, porque nunca podría escribir en cirílico. Después le mando un whatsapp de aquí a su silla, a 40 centímetros de la mía, y aprovecho para pasarle el link de Garra y #CómoSePideAguaCalienteEnRuso.

No voy en tren, voy en avión

No hay manera de venir de Montevideo a Rusia de forma directa, por eso volé hasta Madrid por Air Europa. Por alguna razón mi dispositivo móvil en el teléfono y la tablet llegan al vuelo descargados, entonces la opción siempre válida de abrir un libro copa la cancha. El goce pleno de la lectura es como el sol del invierno a las tres de la tarde, despatarrado en una cancha cualquiera. Voy con Historia incompleta de las canciones de cancha, de Manuel Soriano, publicado por la revista Anfibia, y felizmente me hace olvidar que pago una montaña de guita para ir con mis rodillas casi a la altura del mentón. Mientras, llega la voz como de un cante jondo pop loopeado que interroga: “¿Pasta o poio?” “¡Pollo!”, le espeto a la azafata, y cuando me entrega la escuálida bandejita pienso que ya estamos en tiempos de Los supersónicos, en los que la gente come un plato de ravioles en un comprimido. ¿Cómo fue que todo cambió de esa forma? Cuando viajé a mi primer Mundial, España 1982, los chiquilines del barrio fueron a despedirme al viejo Carrasco y después de no sé cuántas despedidas, ya en el Pluna con María Elena de azafata, no paraban de darte una comida atrás de la otra. Y ahora sólo se me ofrece después de hacer 13 horas encima del Atlántico apenas un tuppercito de margarina de 250 gramos con arroz y una salcita de color. No sé.

Los rusos me encantaron ni bien subí al Aeroflot. Mientras miraba la manga derecha de la azafata Ekaterina, que daba las indicaciones de qué hacer en caso de emergencia, pensé en el viejo Lubo Adusto Freire y me emocioné, porque en las mangas de la ropa de Aeroflot está su logo, que aunque todo haya cambiado, esto no: son la hoz y el martillo. Las voces se sucedían en ruso, en un inglés de ruso y en un español de ruso recién llegado a los frigoríficos del Cerro a principios del siglo XX, pero seguro que decían que había cena. ¡Y para qué, muchacho! Con menú y todo. Bien servida y bien regada, esa cena fue mi punto de encuentro con el pueblo ruso.

Dicen que son hoscos, pero en realidad dan una sensación cálida. Nizhni está copado, y seguramente les podré contar de esta maravilla de ciudad donde estaremos. Siempre bombea el corazón, y vos sabés bien que te llevo tatuada en el pecho.

Abrazo, medalla y beso.