Ahí voy, ahí vamos, una vez más, rumbo al Mundial, y te juro que conmociona, pega, cachetea y te quedás en estado publicidad de Mentho-Lyptus. En nuestra profesión, que en muchos casos es casi lo mismo que decir en nuestras vidas, hay pocas cosas que superen la inmensidad de viajar para seguir las alternativas de la celeste en lo que sea y cuando sea. En un Mundial, ni les digo.

Cada vez que suceden estas cosas, cada vez que me despido y me siento ante la máquina de escribir –eso es, también, una compu–, siento como si me embarcara en el Desirade y, desde la dársena del puerto de Montevideo, saludara a la esperanza con una sonrisa tan cierta como humilde, creyendo en el porvenir.

Ahora estamos llegando a Rusia, en un viaje más corto que aquel del vapor que remontó el Atlántico para que en Vigo se presentara, por primera vez en la historia del mundo, un equipo de fútbol del continente americano, generando una impresión tan maravillosa que hizo que Manuel Castro, periodista del diario El Faro de Vigo, advirtiera, espiando el futuro, que “por los campos de Colla ha pasado una ráfaga olímpica”.

Para nosotros, para la diaria y para Garra, llegar a Rusia es como un Tetris, un rompecabezas en el que finalmente uno aparece en Nizhni Novgorod, pero, a su vez, como todo camino celeste de la era Tabárez, tiene sus recompensas.

La primera ha llegado de salida. Las derivaciones de la perestroika, la glasnost y otras yerbas no sólo han sido la caída de la Unión Soviética. También tuvieron como consecuencia que Aeroflot ya no llega a nuestros confines y para venir desde el Río de la Plata a Moscú hay que visitar varios aeropuertos. Ya sabía de qué les iba a escribir. Ni de frío, ni de calor, ni de viajes, ni de vuelos, ni de aeropuertos, ni de comidas. Es que el sábado, en pleno vuelo, vi que el teléfono me sugería: “Chenlito: hoy es 9 de junio, no sé si te suena”. Mirá si me iba a poner a contarte de esos nuevos COPSA del aire, que te hacen ir con las rodillas entre tus mejillas, con una pantallita a cinco centímetros de tus ojos… Me puse a bucear en todo lo que significa esa fecha para muchísimos de nosotros y lo que siempre deberá significar.

Claro que iba a escribir de la gloria. Del Terrible José Nasazzi inventando la vuelta olímpica; del Indio Pedro Arispe decodificando lo que era la patria cuando vio alzar la bandera con el sol y las nueve franjas; de la Confederación Sudamericana de Fútbol, cuyo presidente cuando aquel primer triunfo mundial del fútbol sudamericano era nada menos que don Héctor R Gómez, que hizo que el 9 de junio sea el Día del Fútbol Sudamericano.

Si los antiguos griegos te remiten a la cultura, los uruguayos deberían remitirte al fútbol. La cultura del fútbol tiene su soporte en Uruguay y fueron los uruguayos los que generaron e inventaron el símbolo de victoria del torneo más masivo y universal: la vuelta olímpica. Fue el 9 de junio de 1924, cuando los parisinos, enloquecidos por la inigualable forma de practicar fútbol de los uruguayos, no dejaban de saludar, de pie, quemándose las palmas de las manos y arrojando sus ranchos de paja a la cancha como ofrendas por el juego que los llevó a aquel título olímpico-mundial. Fue en ese momento que el Terrible, quien apenas tenía 23 años y 15 días, guio a sus compañeros a dar una vuelta al campo en agradecimiento y como una forma de expresión de la alegría. Unos meses después, Nasazzi volvió a dar la vuelta olímpica con la celeste, algo que se repetiría en 1926, en 1928, en 1930 y en 1935. Después, cuando se desambiguó el Uruguay futbolero del triunfo, la vuelta olímpica se instaló en el mundo del deporte como celebración de lo obtenido.

Es posible que sea un emergente de mi inconsciente o de alguna de mis vidas. El 23 de junio de 1995, el día de la final de la Copa América, le pedí al entrenador Héctor Núñez vestir camiseta celeste de juego y equipo deportivo en lugar de traje y corbata. Algo, alguien, me empujaba a hacerlo para cumplir con la más ansiada asignatura pendiente.

De eso se trata, de la vuelta olímpica. ¿Sabrán en el planeta de aquel invento que terminó siendo el símbolo de victoria deportiva más extendido y reconocido del mundo? Aquel gesto de educación primaria, básica, pero engendrada en una sociedad felizmente aldeana donde el agradecimiento no era una fórmula sino un principio emotivo del cotidiano entramado humano, seguramente surgió de la imperativa voz del Mariscal Nasazzi, que aún en ese momento de intimidad con la gloria sintió que debía devolver a esos miles de extasiados franceses el saludo de gracia. Fue ese día, el de la final del fútbol de los Juegos Olímpicos de París en 1924, cuando aquellos uruguayos que habían llegado a Francia entrenando arriba del vapor que demoró más de tres semanas en unir América con Europa, maravillaron a los 60.000 espectadores aplastando a los suizos 3-0.

Lorenzo Batlle, sobrino de don Pepe y único periodista oriental que viajó para seguir las alternativas de los Juegos Olímpicos, escribió: “El paso enérgico, seguro, y el brazo derecho rígido, abiertas las manos a la altura de la cabeza, saludando al público como lo hacían los griegos y los romanos [...] Así dan la vuelta al campo, objeto de una verdadera apoteosis. Cuando llegan al punto de partida se abrazan con los suizos, cambiándose ¡hurras! Y se marchan agobiados de gloria... saludados por miles de voces que dicen todos ¡Uruguay! ¡Uruguay!”.

Ni Nasazzi, ni el barón Pierre de Coubertin, ni Lorenzo Batlle, ni los miles de montevideanos que recibían en la plaza Independencia los telegramas que llegaban desde París, sabían que aquella “vuelta de honor alrededor del estadio de los 11 uruguayos, en medio de una aclamación como jamás ha recibido team alguno” era el nacimiento de la vuelta olímpica, la misma que se puede reconocer hoy en Nizhni Novgorod, Loja, Nairobi, Kobe, Cardal y Malmö.

Para el Indio Pedro Arispe, el compañero de zaga de Nasazzi ese día, aquel 9 de junio nació la patria: “Para mí la patria era el lugar donde, por casualidad, nací… Era el lugar donde trabajaba y se me explotaba… ¿Para qué precisaba yo una patria? Pero fue allá, en París, donde me di cuenta de cómo la quería, cómo la adoraba, con qué gusto hubiese dado la vida por ella. Fue cuando vi levantar la bandera en el mástil más alto. Despacito, como a impulsos fatigosos. Como si fueran nuestros mismos brazos, vencidos por el esfuerzo, agobiados por la dicha, quienes la levantaron. Despacito… Allá arriba se desplegó, violenta como un latigazo, y su sol nos pareció más amoroso que el de la tarde parisién. Era el sol nuestro… Abajo, las estrofas del Himno que llenan el silencio imponente de muchos miles de personas sobrecogidas por la emoción. ¡Entonces sentí lo que era patria!”.

Acá estamos, Rusia. Allá vamos, Mundial, con la contraseña de la gloria, la que ya nunca nos podrán hackear.

9dejuniode1924. Lindo password para entrar en el portal de la esperanza imperecedera.