José Armando está a tres segundos de destapar el champán de su vida. Atrás, el carrusel fascinante que gira y gira para que los pibes y las pibas sonrían a una cuadra del Kremlin hace eso, gira y gira. Adelante, miles de personas desafinan alborozadas una canción sencilla que cuenta por qué desafinan y por qué se alborozan: “Adónde están, adónde están, los alemanes que nos iban a ganar”. A los costados, desfilan alemanes que, claro, no cantan esa canción sencilla y, también, rusos que pagarían sin culpa una fortuna por un curso que les asegurara aprender el castellano en un minuto aunque sea solamente para entonar esa canción sencilla. A su lado, a su lado pero bien a su lado, José Armando mira a su hijo, José Manuel, para brindar con ese champán, en Moscú, por el triunfo de su México frente a Alemania.

“Primera vez en un Mundial, primera vez en Moscú, primer triunfo contra los alemanes”, dice, proclama, gritaría si no fuera un hombre cuidadoso José Armando con el corcho del champán moviéndose despacio entre sus dedos, tan sabedor el corcho de que empieza a despedirse del vidrio como sabedor José Armando de que si hay un instante que no olvidará jamás aunque resucite sin parar será este. El carrusel que da vueltas a su espalda está lleno de unas luces que podrían iluminar el mundo. Sin embargo, ahora ese carrusel hermoso brilla menos que los ojos y que los dedos y que el corazón alumbradísimo de José Armando.

En Veracruz reside José Armando, que es hincha del Cruz Azul; en el Distrito Federal habita José Manuel, que es futbolero pero, sobre todo, es filósofo y, por filosofía o por amor o por las dos cosas, preparó el viaje a Rusia -“un país y una cultura que me importan mucho”- con su papá durante once meses. Maduraron tan bien y con tanto detalle la experiencia que hasta consideraron innecesario sacar entradas. Les alcanzaba con ver a la selección de su país en Rusia, en un bar y con compatriotas, como si de antemano dominaran el dato de que el carrusel de la existencia les daría semejante oportunidad. Con un dato más: en una circunstancia excepcional, son hijo y padre, padre e hijo en un día que, en México, es precisamente el Día del Padre.

Mexicanos abrazados a mexicanos abrazados a más mexicanos abrazados a quien se deje abrazar colman el Centro de Moscú y vocean el nombre del Chuqui Lozano, autor del único gol a Alemania, con la intensidad que se dedica a los himnos y a los te quiero. Confiesan dos sensaciones: que no recuerdan una victoria así y que nunca olvidarán esta victoria. Y se congratulan por todo eso con tanta pero tantísima cerveza que a José Armando y a José Manuel no les queda otro remedio que gastar 300 rublos por su botella de Champán Ruso, que de esa manera se llama, para que sus paladares y sus vísceras ejerzan el derecho a ser parte de la celebración.

Como filósofo, como mexicano, como hincha de fútbol o como hijo que comparte con su papá un momento histórico, José Manuel repasa el devenir frustrante de México en los mundiales. “Siempre había mucha expectativa pero algo en algún momento fallaba. Pero esta vez no falló nada”, considera y se anima a suponer que quizás este partido marque un quiebre. “Por ahí, en los términos que planteaba el filósofo estadounidense Thomas Kuhn, se da un cambio de paradigma para nuestro fútbol en los mundiales”, se ilusiona. Nada que rebatirle: si en algo José Manuel se gradúa este domingo es en experto en ilusión.

Los tres segundos se esfuman, el corcho y el vidrio se despiden. José Armando reitera “México, México, México”, abraza a José Manuel y destapa el champán de su vida. Mientras el carrusel gira y gira, mientras todo gira y gira, cada gota tiene un sabor único porque lo que ocurre es único. Cada gota tiene el sabor de la felicidad.