“Nos acordamos de la gente que la pasa mal. Jugamos por todo un país, por los que no tienen un hogar”. Ese fue el mensaje de Siya Kolisi, capitán de Sudáfrica, palabras que dijo tiempo después de que levantara esa copa dorada de campeón mundial que brilla en la foto. A su lado está el presidente del país, Cyril Ramaphosa, en el medio de ellos un compañero que cierra los ojos como los que saben desear. Tres negros vestidos de Springboks como quiso Nelson Mandela en su último tiempo. Nunca serán placeres de juguetería.
En la tierra del apartheid, la segregación racial más despiadada que ha existido, los blancos ordenaban la vida de los negros como si fueran animales salvajes. Fueron casi 50 años con un pasaje lento y doloroso, donde las esperanzas de cuartos quintos de la población sudafricana pendían de hilos, como marionetas. Ramaphosa, nacido en Soweto, hijo de la etnia vhavenda, que en esa foto del 2 de noviembre, donde tiene el ceño fruncido, los ojos chinos casi sin cejas y un reloj que parece de los baratos, hace medio siglo atrás también fue uno de aquellos niños que no olvidan el olor a tierra de la humillación. Sin embargo, ríe, mira al infinito, o a la historia, que son casi lo mismo.
Los Springboks eran el equipo blanco local. El rugby marcaba la cancha entre unos y otros replicando la misma saña que en cualquier otro ámbito de la vida. La tribuna, cuando había partidos, también era zona exclusiva para blancos. Los negros no podía ingresar a las canchas. Cuando sí entraban, no podía sentarse -y esto es, apenas, una mención minúscula de todo el desprecio que sufrían-. No podían asistir a los partidos, cuando sí se les permitía no tenían asientos y eran enviados para atrás de los postes donde, por lógicas razones, alentaban a los rivales de Sudáfrica.
Mucho antes de que Ramaphosa fuera activista social, Mandela era un símbolo de lucha. Muchísimo tiempo atrás de que Sudáfrica se consagrara campeón del mundo como local en 1995, a 16 kilómetros del Ellis Park, el estadio de Johannesburgo donde se jugó la final, a Mandela lo tenían encarcelado en la isla Robben. Ahí pasó 18 de los 27 años de prisión, maltratado física y verbalmente, picando piedra encandilado por la cal que, a muchos, los dejó ciegos sólo con el resplandor. En esa cárcel no se jugaba al rugby, pero sí al fútbol, acaso uno de los pocos resquicios de vida para sentirse alegres porque, se sabía, en otra prisión, la de Pretoria, los lunes había ejecuciones. Al pasillo de esa cárcel se lo conoció como el “corredor de la muerte”.
El 11 de febrero de 1990, Nelson Mandela, el hombre que encarcelaron un 5 de agosto de 1962, fue dejado en libertad. Algo que también imaginan quienes aprietan los ojos como el hombre del medio de la foto, ese que tiene la boca en flor de éxtasis. El camino para que esa copa dorada esté donde está, sea en la foto o en Sudáfrica, no fue llano ni recto. Mandela, desde que empezó su nueva carrera política tras salir de prisión, había visto en el rugby una inesperada oportunidad para unir el país, pero ni unos ni otros querían. Son fuertes los símbolos. Sin embargo, apelando al corazón para que la razón entendiera de esperanzas, Madiba continuó con su plan de unión. Sus políticas no fueron sólo con, para o desde el rugby. Eso está claro, se sabe, hubo otros puntales más decisivos. También mucha gente a su lado -no sólo Ramaphosa, como puede sugerir este texto-.
Mandela fue el primer presidente electo democráticamente en la historia de Sudáfrica. Hay que ver la película Invictus para saber bien qué y cómo se fue desarrollando la vida de un país con él al frente y con el desafío de organizar un mundial de rugby como método y búsqueda de fortalecer el proceso de unificación. El país salió campeón en ese 1995 por primera vez y todo el mundo pareció festejarlo unido.
En los Springboks siempre hubo más blancos que negros. Chester Williams fue el primer negro en vestirse con esa camiseta. Los blancos no lo querían, los negros lo trataron de traidor. Pasó el tiempo y, no una ni dos veces, Sudáfrica ha alineado equipos con más negros que blancos, una situación que va más acorde con la población del país.
Siya Kolisi, que cuando empezó a jugar al rugby lo hacía en calzoncillos porque no tenía short, ahora y para siempre primer capitán negro de Sudáfrica, empuña la copa dorada; Ramaphosa hace lo mismo con las dos manos mientras frunce el ceño como los que miran lejos, su compañero de atrás grita como lo hubiera hecho cuando Madiba dijo: “El deporte es más poderoso que los gobiernos para derribar barreras raciales. El deporte es capaz de cambiar al mundo”.
Pero esa es la foto. Y la foto podrá demostrar la vida, pero no es la vida: el racismo duele todavía.