Está claro que el alto consumo de televisión argentina nos inunda de una parafernalia que muchas veces dice poco. Es un mal de los tiempos de Brigada Cola y Marcelo Tinelli, en la coyuntura de una nueva Copa América o en el tejido de un nuevo fracaso que es antes mediático que deportivo. Los fracasos futbolísticos no son efímeros, tampoco deberían ser fracasos. No hay más vuelta que perder y ahogar en la noche lo que se perdió en el día. Al día siguiente, otro sol y otra ilusión de ganar, y la vida sigue. El empate no se espera casi nunca, salvo cuando rascás la olla de la tabla y el descenso apremia.
Quizá del otro lado de Uruguay, en la frontera donde agarran antenas en portugués, se genere un circo parecido en torno al seleccionado pentacampeón: una olla de presión llena de trajes y corbatas, revuelta con un jugador de cabeza agarrado de los pies. Quizá estemos llegando a rescatarnos de que es una pérdida de tiempo hacer zapping entre los canales porteños. Es clara la existencia de algunas excepciones que no sólo son certeras, sino que además tienen como único interés explicar el juego y tratar de entenderlo. Son, de repente, estos exponentes en muchos casos ex futbolistas, como el Negro Leonardo Astrada y el Negro Sebastián Domínguez. También son ex futbolistas, como Raúl Cascini, quienes patinan en las opiniones y se prestan al juego del brillito, del chusmerío barato y de la presión por la presión misma, o por ese vacío que genera esa búsqueda incesante de un nuevo Diego Maradona mientras le seguimos pegando al Maradona que nos queda. Alabar y serruchar, alabar y serruchar.
Las caras de Lionel Messi dicen de todo. Llegué a creer que no demostraban nada, como sus palabras insulsas, exentas de revolución. Sin embargo, dicen. Es como un testigo que se aprieta un lado de la cara mientras mira hacia la luz, a la historia que interroga, con la garganta cargada de saliva o con los ojos idos hacia la angustia. No está sobre el tapete la calidad del crack eterno de Rosario, que nació con una casaca de talle grande roja y negra gambeteando hasta su propio destino, y que siguió creciendo con hormonas inducidas azules y granas. Claro que no. Tampoco está en cuestión la forma de vivir el fútbol que tienen nuestros hermanos vecinos, sobre todo los argentos, pero es que el circo empieza a armarse con la carpa de la Asociación del Fútbol Argentino y los leones de la prensa, y los que desfilan haciendo malabares son los solicitados cracks mundiales que van a frustrarse de celeste y blanco, como quien camina por un trampolín hacia un mar de bestias hambrientas. Atrás está la espada histórica de haber sido grandes y de haber tenido al mejor de todos los tiempos, adelante el mar, los caimanes prehistóricos de dientes afilados, los tiburones blancos de la prensa amarilla que pulula.
La explicación de la derrota Argentina es simple: un equipo en proceso, un seleccionador haciendo su primera experiencia y un rival durísimo: Colombia terminó el primer tiempo en el medio de la cancha hablando, gesticulando, indicando espacios en el campo o recordando jugadas antes de ir a vestuarios. De la misma forma volvieron al segundo tiempo, en diálogo pleno, comprometido, afiliado a la tarea, supliendo así las pocas semanas de trabajo junto al flamante entrenador cafetero. Sin embargo, Messi y los suyos están envueltos en el sinsabor del pasado reciente de magras gestas. En el recuerdo somático de la angustia. Fueron y volvieron a camarines cabizbajos, con nubecitas de redes sociales sobre los raros peinados nuevos, sin diálogo, sin la pasión de la discusión por la jugada pasada y por la que viene. Sin fervor. No reactivos.
En otras arenas parecidas, Brasil, como reivindicando los colores albos olvidados; cracks de favela que surgen como zancudos en verano y virus en invierno. Philippe Coutinho es otra reivindicación constante, alumbrando las sombras de una estrella de nombre Neymar, el espíritu indescifrable de un garoto que creció en vivo. La acusación por violación puede ser sombra para siempre. La lesión, bueno, gajes, digamos, del oficio o del momento. En Perú y Venezuela los arqueros fueron héroes y el VAR, esa infamia ineludible que acabó con las protestas y sesgó las coimas de los cuervos, fue la estrella. El panóptico, el ojo que todo lo ve y todo lo cambia, también jugó en la tenida entre celestes y ecuatorianos, en la gesta guaraní versus los petroleros cataríes, en la goleada chilena, y, cada vez más, como un jugador nuevo que incide, como el fin de la sensibilidad del árbitro, la tumba del error humano, el ocaso de la picardía.