Ser el portero de una Intendencia en plena dictadura, no es para cualquiera. Fue más complicado todavía para un militante de izquierda como yo. Partido Comunista de Florida, Comité de Base barrial, todas barbas conocidas. Y mal que le haya pesado al Cnel. Donaldo Catalejo, hay dos cosas que nunca se tocan en una Intendencia: el Escribano y el Portero. Son cargos vitalicios. No fue, lo que se puede decir, un laburo digno, pero entre silencios y cegueras esporádicas supe sostenerme firme hasta la vuelta de la democracia. Manejo mejor las relaciones humanas que la pluma, lo reconozco, pero con más de cinco mil libros leídos durante mi carrera en la Portería, y empujado por la enseñanza de esta historia, es que me he atrevido a escribirla.

Con el Canario Draco compartimos tres cosas que nos unieron para toda la vida. Fuimos nacidos y criados en Isla Mala, comunistas y compañeros de la Intendencia. Nos conocemos de pies a cabeza y cultivamos una amistad que fue más allá de los lazos coyunturales. Yo soy padrino de su hija, y él es el padrino de mi hijo mayor. Recuerdo patente cuando me llegó el comentario que querían al Canario para el cuadro de fútbol. Se iba a jugar el Campeonato Nacional de Intendencias y Florida tenía que fortalecer el plantel de cualquier manera. Intendente de facto, el Cnel. Catalejo —que era de los oficiales futboleros que practicaban la competencia en lo cotidiano—, se había propuesto tener al Canario en el equipo. Obstinado en sus antojos y procederes, le ofreció un carguito municipal para enrolarlo. Por unos buenos mangos y poco trabajo, el Canario agarró viaje sin pensarlo demasiado. Jugar al fútbol y hacer algo de cebo en la Biblioteca, fueron las primeras órdenes que recibió. Como yo consumía un par de libros por semana, lo visitaba con mucha frecuencia. Era una delicia verlo escudriñar entre las fichas para encontrar un autor de apellido extranjero, o algún título largo que empezara en artículo. Se las revolvía, es cierto, sobre todo cuando hacía el inventario.

Volviendo al hilo del relato, debo decir que el Canario comenzó siendo un 5 aguerrido pero habilidoso, con buen pie para el pase largo y el cambio de frente. Marcaba fuerte y sabía correr la cancha a lo ancho; tenía una gambeta rápida que lo hacía mover con elegancia por todo el medio campo. Aunque tenía un gusto particular por el fau escandaloso, resulta que también sabía pegar en la cortita: un cirujano. Si señor, tremendo centrojá, guapo, de los que son de veras. Y con el afán de corregir algunos malentendidos que andan por ahí, el Canario se transformó en un zaguero recio, hachero y medio matón recién cuando empezó a jugar en La Vascongada. Esta aclaración la escuché de su propia boca, cuando en un bar de Mendoza me contó el partido del avispero. Antes, esa misma noche, habíamos estado en Cardal y previamente en Santa Lucía; la verdad es que habíamos salido de Florida el día anterior y la ronda fue más larga de la cuenta. Es habitual, entre copas, que hablemos de aquella época, pero La Vascongada siempre consigue que la recordemos en el cenit de la reunión. Lo que charlamos esa noche es más o menos lo que sigue.

No está claro si fue primero un cuadro de fútbol o una murga. Negra y roja la camiseta, igual que los trajes que el Conjunto usaba en Carnaval. La Vascongada de la Piedra Alta nació para ser una alternativa en el barrio al Atlético Florida. De hecho, varios jugadores de renombre del Atlético se ponían la negriroja para los campeonatos barriales de la Liga Amateur. Es más, yo vi llorar al Mono Oliveira (que luego fuera eterno Presidente del Atlético), cuando hizo un gol con La Vascongada y lograron el porfiado ascenso. La mezcla y la rivalidad existieron siempre, hacha y tiza esos partidos, era inevitable. Conocí a la murga en la plaza enfrente a la Comisaría, cuando cantaba para los presos que se amontonaban al otro lado del muro. Popurrí de actualidad, clásicos, y algún cuplé improvisado que los hiciera reír un rato. Sigo hablando de tiempos de dictadura, pero estos presos no sabían nada de política, eran presos comunes, chorros y vagabundos, tal vez gente de la noche. Créase o no, el Himno de la ciudad nació de una de las presentaciones carnavaleras de La Vascongada y hasta el día de hoy la canta cualquiera. Si hasta el Canario Luna supo grabarla con los muchachos de la banda Contramano: «Florida, ciudad querida. Florida nido de amor». La tirás en El Prado, en el Prado Español, en el Centro o en Ituzaingó, y te la siguen todos. La Vascongada arrancó siendo un cuadro de barrio que competía en el Florifútbol, después toda una vida en la B, con algunos pasajes intermitentes por la primera A que lo llevaron hasta ser campeón en el 89. Es justo mencionar que al Canario Draco también le decían «Tri-Tri», tri-campeón de la B y tri-descendido en los años siguientes. «Todo lo que sube, baja», solía contestar cuando le gritaban por la calle.

Aburrido de jugar con los milicos y los municipales, el Canario se fue para La Vascongada. Ahí logró armar un cuadrito interesante con algunos de los amigos que estaban vigentes y otros jugadores sin Club. Como buen 5 que era, lo primero que hizo fue conseguir un golero experimentado de los que no te fallan en la bravas. Para poder charlarlo, le encargó leña al Pato Hernández, que se la llevó a domicilio en un carro tirado por un caballo viejo y flacuchento. «Yo juego en la cueva, quédate tranquilo, Pato», fue el único argumento que el Canario utilizó para convencerlo. Después trajo al Pata de rana, al Magneto (un Superamigo, de lo ajeno) y también al Ratón Tuétalo, que hoy es dueño del boliche que está enfrente al Hospital. Sería inútil nombrarlos a todos: la batalla estaba garantizada. Para asegurarse un poco de fútbol en el medio, fue en búsqueda del Memo Saralegui. Un pibe con estudios, de poca adhesión al esfuerzo físico, pero atrevido, que casi siempre se rebuscaba para hacer de las suyas. Ese tipo de jugadores le encantaban al Canario; los elegía como talismán. También sabía con la pelota el Chino Materazzo, al que lo habían traído del barrio Colón de Montevideo. Entraba poco en juego, pero cuando salía a marcar, iba como un sabueso en busca de su presa (las canillas del contrario). El Ronco Santini, que para ser Maestro de Escuela puteaba bastante, se encargaba de hablarle a los jueces. Mañero en la versión de las jugadas, hacía sacar tres o cuatro tarjetas por partido. Santini se entendía bien con el Lupa Cossa, que muy habilidoso y de gran pegada, era lento como una mula. «Para el fútbol y para el trabajo», la escuché aclarar a su mujer en un par de ocasiones. Lo último en elegirse fue el Director Técnico. El Canario decía que los técnicos dependen de los jugadores y que había un técnico para cada plantel. Fue entonces que hablaron con el Cono Vidalín, conocidos sus méritos como Campeón Nacional de Bochas… y porque siempre tiene que haber un Cono que ponga una cuota de mística y ordene las barajas en un mazo de este calibre. El plantel se lo armaba el Canario, que le había pedido a la abuela que le bordara una «C» enorme en el brazalete de capitán. Se lo ponía hasta para calentar.

El partido se jugó en la cancha de Candil. La Vascongada enfrentaba a River Plate de la Plaza Asamblea, con pergaminos de Campeones del Interior y un cuadro que metía miedo. Era el River del Cacho Insulino —el Técnico con más partidos en la Primera del fútbol local— y del gran Isidro Augusto, capitán de capitanes, incluso de la Selección de Florida, al que ni siquiera un balazo en el cuádriceps había alejado de las canchas, pero esa es harina de otro costal. Como si esto fuera poco, River tenía de kinesiólogo al Dr. Cabeza Roldós, famoso por sus dones para curar lesionados. Si tenían que jugar, el Cabeza los hacía jugar. Se dice que para ese partido, Isidro estaba muy dolorido del dedo gordo del pie hábil. Luego de examinarlo, el Doctor le preguntó si tenía ácido úrico, y el Capitán le contestó: «No tengo, pero si hay que conseguir, se consigue». Apenas con una venda estirada y una «pequeñísima infiltración», lo hizo jugar los noventa minutos.

La mañana de domingo estaba negra, la cerrazón lo cubría todo. Por atrás de la tribuna la niebla era absoluta; la cancha quedó como suspendida en el espacio, sola y esperando que el árbitro se decidiera a apretar el segundero. En pleno invierno, los pisos con poco césped y cubiertos de escarcha, parecían estar preparados por un torturador chino. Primero se mojaban los zapatos y el cuero iba quedando duro; después se impregnaban los tobillos y las medias, el short, la camiseta y el pelo. Todo helado. Tirarse a barrer se transformaba en una proeza… es cuando un zaguero razona que el agua de lluvia es un verdadero deleite. La cancha tenía vestuarios con paredes de ticholos y piso de portland, sin bancos, y había que acomodarse en algunos bloques sueltos que no alcanzaban para todos. El agua de la ducha salía fría y directo de un agujero en la pared (tres chorros firmes); había cáscaras de tangerinas en los rincones que, por su dureza, debían haber quedado del partido anterior. En las tribunas, con más matorrales que gente, entre diez y doce hinchas de cada cuadro se hacían escuchar a su manera. El encuentro empezó con poco barullo, la pelota la tenía siempre River. Antes de terminar el primer tiempo, desenganchado y como de otro partido, el Chino hizo un desborde largo hasta la línea de fondo. El Lupa picó a buscarla entusiasmado y el centro que iba cerrado, lo dejó solo en el segundo palo. De un puntazo al ras del suelo les hundió la red y La Vascongada se puso en ventaja. Los festejos de los jugadores y de la gente, se puede decir que fueron bastante desmesurados. El Lupa se colgó del tejido de alambre como una araña de cuatro patas y lo trepó hasta arriba, salvaje, aguantando la «o» durante todo el alarido de gol. Entre el Pata de rana y el Magneto lo descolgaron a los abrazos, para tirarse uno encima del otro y armar terrible montonera. Los que estaban atrás de ese arco, resultaron ser un puñado de hinchas de La Vascongada, que también se colgaron del tejido para besar al Lupa con brutal vehemencia. Casi en el medio de la cancha, incrédulo, el Canario los miraba con gestos de resignación. Sólo con haberle visto la cara a Isidro Augusto mientras rescataba la pelota del fondo del arco, le había sobrado para entenderlo. Dándose vuelta, mirada al cielo y cabeceando, rumbeó despacito en busca del golero que ya venía corriendo a su encuentro. Estando a un par de metros, con el brazo levantado le hizo señas que parara. «¡Ves Pato!», le dijo enfurecido con sí mismo, «¡este pelotudo alborotó el avispero y ahora nos comemos cinco!».

El partido terminó River 4 – La Vascongada 1.

Cuando nos cerraron el boliche de Mendoza, nos fuimos directo para Isla Mala a terminar en el bar de siempre, La Guarida. ¡Otra que recorrida de pueblos nos mandamos ese fin de semana! Sin más nada que hablar, la tertulia terminó con el silencio de quien continúa asimilando una derrota. De regreso en Florida recién el lunes por la mañana, dejé al Canario en su casa a eso de las siete. Al entrar a la casa, la señora lo esperaba sentada en la cocina estrujando un gajo de limón dentro del té. Lo recibió con un suspiro larguísimo y después le preguntó: «¿Recién volvés?». Apurándose, el Canario agarró el portafolios y enfilado de nuevo hacia la puerta, le contestó: «No, recién me voy», y llegó justo a tiempo para ayudarme a abrir las puertas de la Intendencia.