“Un Mundial sin Maradona sabría a poco menos que un Mundial” escribí en estas páginas hace una década mientras él dirigía a la selección argentina en Sudáfrica 2010. Por entonces lucía barba y gesto adusto, como un comandante a punto de entrar en acción. Sargent Diego antes de asaltar el cuartel Moncada. El “Street Fighting Man” de Villa Fiorito, pues se preguntan los Stones: “¿Qué puede hacer un chico pobre aparte de cantar en una banda de rock?”. Y la selección argentina fue su banda de rock, ese lugar donde desplegó genialidad, euforia, mística, prepotencia, depresión y bizarrez.

Desde el campeonato del 78 –cuando el 10 fue dejado fuera del torneo por decisión del técnico César Menotti– en adelante, Maradó fue noticia por aquello que hizo dentro y fuera de la cancha. Goles imposibles, su cara desencajada gritando un gol en primer plano, doping positivo y toda clase de aportes al refranero popular que continuaron en su rol de comentarista deportivo. Nada de lo humano le fue ajeno a Santa Maradona con tal poder de síntesis que si se le antojaba salía campeón de Twitter, discursivamente buscó los espacios y tuvo una dialéctica letal de contragolpe. Que “el techo de oro del Vaticano” cuando el papa criticó lo que gastó en su boda, que “pensé que venía Berlusconi y me encontré con el cartonero Báez” cuando asumió Mauricio Macri la presidencia de Boca Juniors.

Durante sus primeros devaneos a la Say No More, Diegol solía ubicarse a la izquierda de cualquier acontecimiento y no le quedó ícono por abrazar, más allá de su relación con Carlos Menem, a quien le hizo la segunda respaldando su candidatura en las elecciones de 1995. Tan sólo una de las contradicciones de alguien que tampoco podía esconderlas porque las luces del estadio no sólo encandilan lo que iluminan sino que también alumbran las miserias que lo llevaron a las páginas sensacionalistas.

Siempre con la efervescencia del rockstar que modelizó a Fatigatti, aquel jugador interpretado por su tocayo Capusotto en Cha Cha Cha. Este personaje hacía sintonía fina con aquel Diez que lucía una franja amarilla en el pelo durante su regreso a Boca y donde acumuló pasos de comedia, desde aquella conferencia de prensa en el Soul Café, el boliche más ondero de Buenos Aires en los 90 que se estrenaba así. Esa noche, tras jugar el primer partido oficial, citó a pelear a un futbolista en “Segurola y Habana 4310, séptimo piso”, y con Charly García al costado. Ni siquiera lo paródico de sus momentos más desvencijados le quitó esa sugestión de gloria, no de éxito, sino de épica.

Durante esta columna llamamos de distintas formas a una misma persona, porque Maradona fue uno y muchos. Análogo a otros fenómenos polisémicos caracterizados por su ambigüedad, pues entre los múltiples significados que posee la palabra Maradona se distingue esa conjunción de patria con euforia colectiva que acelera frente a la banquina y tanto apasiona al pueblo argentino. Esos fanáticos que más que despedirlo parecen resistirse a que un coche negro se lleve aquello que sienten que les pertenece. Alguien que pese a sus problemas de salud nos acostumbró a tanta resurrección con esa energía que parecía no morir jamás. Así recordó que la gloria y la ruina son hermanas gemelas, incluso ahora mismo, cuando su adiós deja una estela de adrenalina a la altura de Diego Armando Maradona.