Cuando una celebridad muere, de los estantes de las librerías florece su nombre. Hay una ambigüedad entre el homenaje y la ventaja. Entre la oportunidad y la pena. El público, por su parte, lo busca en todas las vidrieras. Si no sabe, busca, y si sabe –por tanto haya un dejo de emoción, o todita, colgándole de los ojos–, busca también, consume, llora, recuerda. Por la muerte de Maradona seguirá habiendo manifestaciones en canchas y pueblos y casas y bares y calles. Hasta que vuelva un 25 de noviembre al calendario. Y así. Literalmente para siempre.

En el pasado clásico, Peñarol ingresó al campo de juego con el número 10 estampado en el pecho. Y no sólo eso, la cinta de capitán del Cebolla Cristian Rodríguez llevaba la leyenda “Eternamente manya, como nosotros”. Además, ingresaron al unísono jugadores y cuerpo técnico vistiendo una camiseta fluo con la cara del más grande de todos los tiempos, en una foto conocida con un gorrito típico de Peñarol de fines de los 90. Hasta ahí, cierto dejo de emoción corrió por las venas.

Sin embargo, cuando una celebridad muere, los estantes de las librerías se pueblan con tomos y reediciones, o incluso con libros recién salidos el mismo día del deceso. Entonces la muerte es un fetiche. Una pose. Un cliché. Porque cuando uno venera, o para venerar, no sólo hace falta curar los males propios de ese ser casi teológico, también hace falta reconocerse en las virtudes, hasta en las más inalcanzables, como cuando se es un mero espectador de maravillas. Pero hay otras virtudes, las más tangibles, que no ocupan el lugar siquiera de salmos, sino que están en el plano de lo cotidiano.

Quienes fuimos futbolistas y quienes no, incluso si existen quienes no ven en Maradona una imagen casi religiosa, deberíamos poder visualizar el aporte político y de derechos que el astro, en su versión más terrenal, fue dejando como marcas de un camino que es fundamental recorrer: el camino de la reivindicación de la profesión, el camino de la pluralidad, el camino de conceptualizar al trabajo asociado en este caso directamente a la pasión que genera una pelota picando.

Se me cruza corriendo con una globa en la zurda por las ideas, un Maradona defendiendo a los jubilados, otro recibiendo un premio y yéndose sin saludar a cualquier Blatter que exista, otro Maradona desafiando a João Havelange y a la FIFA como nadie, aunque le cortaran las piernas; otro hablando de un gremio mundial de jugadores, otro con un ramo de flores, otro lleno de barro en una cancha inhóspita, otro insultando como un himno a la parte tana más clasista.

Como cada año, cuando se acerca el cierre, en la Mutual Uruguaya de Futbolistas Profesionales (MUFP) se habla el tema de las licencias. Un apartado que de primera mano no parece fundamental, pero que en los vericuetos y en los torneos de turno en disputa, pueden favorecer a unos y perjudicar a otros, como casi todas las veces que se favorece a unos pocos.

En este raro 2020, y con un campeonato a tientas, la decisión pasó, o debería haber pasado por lo siguiente: una extensión automática de contratos hasta finalizar la temporada. Teniendo en cuenta la gran cantidad de contratos a finalizar el 31 de diciembre, era menester pensar en aquellos más vulnerados que viven al día, para quienes una extensión en enero y febrero en este contexto hubiese sido fundamental. ¿Cuántos quedan en el camino, si no? ¿A cuántos se les termina el año y a cuántos se les termina el fútbol? Porque quedar afuera de un plantel en diciembre sin período de pases es llanamente quedarse sin trabajo en plena pandemia, con todo lo que eso implica.

La cifra de contratos a terminar en diciembre alcanza los 280 trabajadores. En principio la idea de la MUFP era prorrogar automáticamente esos contratos, amparando la salud del bolsillo en crisis. Para ello fue necesario una negociación entre partes; se cedían unos días de la licencia de los jugadores, a cambio de que los clubes extendieran automáticamente los contratos hasta el fin del Uruguayo modificado en su desarrollo por la pandemia.

Sin embargo, en la última asamblea, donde se terminaban de definir las prioridades, dos planteles del fútbol uruguayo se presentaron casi en su totalidad para torcer la votación. Aquí suceden dos cosas: primero, la escasa participación general, como para que un par de planteles tuerzan una decisión (hay que mencionar que Nacional, por ejemplo, se encontraba en Buenos Aires por su partido de Libertadores ante River Plate, y la dificultad de algunos planteles de otras ciudades a las que se les habilitó su participación remota por Zoom); y segundo, la falta de flexibilidad de la dirigencia ante un hecho de notoria injusticia y el escaso o nulo pensamiento plural de los votantes.

Lo que votaron mayoritariamente, entre otros, los jugadores de Peñarol y Boston River fue no ceder las licencias y retrasar el inicio del Clausura, que a su vez atrasa por descarte el inicio de la Segunda División Profesional. Pero lo más importante de todo esto es la cantidad de futbolistas que en diciembre se quedarán sin trabajo, ya que los clubes optarán según rendimientos, intenciones, políticas, la extensión de sus contratos o no. Lo llamativo, en el caso de los futbolistas de Peñarol, es la escasa participación que han tenido como grueso de plantel, y en particular, en la reciente historia del gremio. Sorprende, por tanto, la convocatoria de un buen número de futbolistas del plantel para votar algo que el flamante presidente aurinegro, Ignacio Ruglio, manifestó con un micrófono enfrente como “algo consensuado” entre capitán y mandatario, que implicaba no ceder las licencias para, de cara al nuevo mandato y al nuevo año, poder hacer ajustes tales como la elección de un técnico. No tan maradonianos, entonces.

Peñarol barrerá para adentro en diciembre y así acomodará su parafernalia de cuadro grande. Mientras, habrá colegas quedándose sin trabajo (llamarles compañeros sería un desparpajo). La Mutual parecerá, como una soda sin fuerza, aplicada a los estatutos. Y otros tantos futbolistas en las sombras, en el ostracismo, en el olvido clasista de los pares.