No tuve la suerte de jugar con Darío Dubois ni de verlo en vivo. Hay libros que hay que consultar siempre: los de Herman Hesse, Gelman, Galeano, Fontanarrosa, Casas, Elder Silva. Hay jugadores que también son para consultar siempre. Digamos, son la verdad de las banderas, hasta de las que aún no existen o no existirán. En el estante de la biblioteca donde están los libros que consultamos siempre, ahí también están los Darío Dubois. Incluso todos los Darío Dubois que hemos sido están en Darío Dubois.
Zaguero recio del ascenso argento, curador de sonido de antros metaleros, bajista y voz de bandas del mismo calibre. Debutó en la primera división del Club Social y Deportivo Yupanqui, de los equipos con menos hinchas del fútbol argentino; vaya página en la historia doblaron en la punta de la hoja. Después jugó en Lugano, clásico rival; también en Riestra, y vistió para la eternidad la camiseta de Midland con la cara pintada como King Diamond. Dijo de sí mismo: “Un payaso que se pinta la cara pero se mata por la camiseta”.
Además, sudó la de Laferrere, donde llegó a ir al banco de los suplentes de lentes negros, la de Cañuelas y la de Victoriano Arenas de Valentín Alsina, donde una lesión lo corrió del camino 14 años después de haberlo empezado. Juró volver, pero dos balazos en un supuesto asalto liquidaron su vida.
Dubois llegó a decir que no le gustaba el fútbol, que jugaba por la competitividad, por el entrenamiento físico y por el mango, por escaso que fuera. Que ni escabiaba ni se daba la biaba, incluso que ni siquiera comía carne. Y que el fútbol era un ambiente de mierda, machista, que por eso le daba vergüenza decir que las pinturas se las prestaba su novia travesti. Me atrevería a decir que ninguno de los grandes maestros del fóbal escrito imaginó, alguna vez, un personaje así, o, si lo hizo, no terminó de pertenecer al mundo escrito vaya a saber por qué, quizá por ser parte de la realidad.
Jugó 14 partidos con la camiseta de Midland con la cara pintada como King Diamond y no como Gene Simmons, como se dijo. Las pinturas se las daba su novia trans. Dijo: “Pasa que el ambiente es muy machista, pero a mí me encantan los travestis, los homosexuales, las mujeres”. Darío Dubois dijo sentir otra energía cuando entraba a la cancha pintado de blanco y negro como el bajista de metal que era; incluso llegó a amedrentar a los rivales, a pesar de que no se consideraba “un jugador violento: el delantero tiene que ir a trabajar el lunes igual que yo”.
La vida simultánea: al mismo tiempo que un juez le mostraba una roja mal sacada mientras se le caían los 1.500 pesos de la coima que Darío agarraría para salir corriendo con una estela de gente atrás, Dubois formaba parte de tres bandas, una tributo a Vox Dei formada con ex jugadores de Deportivo Paraguayo, Riestra, Midland y Lugano; otra tributo a Riff y otra de death metal de nombre difuso, habiendo iniciado su incansable carrera de tablas y cables en Crash, una banda de black metal de fines de los 80. A la vez, curaba el sonido de ciertos antros donde el metal dolía en las paredes, casi como la voz aguardentosa y el bombo duelen en los alambrados.
Por haber roto como cuerdas esa cuestión sumisa de los vestuarios, Dubois denunciaba desde el pago de un sponsor hasta la guita de los viáticos. Su personalidad viajó de ese vestuario al camarín hasta el último fogonazo. De las tablas al pasto seco. De las perillas a los tapones intercambiables de hembra gastada.
No sólo fue distinto: fue único. No tuve la suerte de jugar con Darío Dubois, ni siquiera de verlo en vivo. Por eso pongo a sonar la Darío Dubois Dúo como un homenaje. En la biblioteca hay libros que consultamos siempre. En esa misma biblioteca hay futbolistas para consultar siempre que las esperanzas mermen, como en el final de un concierto o en la vacua hora de un partido que fue suspendido.