Montevideo está apocalíptico, una mezcla rara de penúltimo lunes de verano, una especie de soledad invernal pero sin frío, un día de final de copa de visitante con todo el mundo guardado, una especie de toque de queda sin guerra, al menos sin guerra entre nosotros. Cuando no es entre nosotros, las solidaridades baratas pululan. ¿No es entre nosotros la guerra?
Casi como cuando muere un escritor y las librerías inmediatamente llenan las vitrinas con sus libros, los supermercados han armado paquetes de salud con todo lo necesario, o lo más en boga, según la red, para cuidarnos. ¿La guerra es entonces con nosotros mismos? Las solidaridades baratas pululan, famosos enseñando a lavarse las manos en vivo, famosos invitando a quedarse en casa; corporaciones, lo mismo. Quedarse en casa a veces parece para privilegiados y para privilegiadas: ¿las vendedoras ambulantes donde deambulan?, ¿los que no tienen casa donde se quedan? Los músicos no saben ya que inventar, posponiendo fechas para fechas que habrá que posponer, corriendo clases, contando el mango. Entre los futbolistas que no entran en la elite, que son la mayoría, la pregunta es simple, ¿cómo y cuándo cobramos? En poco tiempo será incontrolable la ansiedad por volver a la normalidad, más aun cuando esta normalidad va de la mano de la supuesta normalidad en el cobro de remuneraciones. No es el caso de los futbolistas y los músicos comparable, ¿o sí? De alguna manera la creatividad y el cuerpo al servicio del instrumento los hacen parecerse. No es tan así que el futbolista cobra cuando juega como el músico cuando toca, ¿o sí? Pensemos por ejemplo en los equipos del interior que tienen la fragilidad de abonar por partido jugado, o en los jugadores de la C que muchas veces cobran también cada 90 minutos vestidos.
¿Es entonces esta guerra contra nuestro propio sistema, que se desnuda por un virus, como ganarle a la máquina en el ajedrez de Kasparov? La caída es del sistema, pero los muertos me animaría a decir que son nuestros.
Montevideo está apocalíptico como un febrero sin carnaval. Como un partido sin público. Como una cárcel sin patio ¿Cuántas de esas solidaridades baratas piensan en la gente que vive tras las rejas? La cárcel también es mundo, y esa frontera está cerrada todo el año. Qué apocalípticas han de estar las canchitas de las cárceles. Más apocalípticas que de costumbre, que las de afuera. El aislamiento potenciado por el goteo escaso de las visitas: no embarazadas, no niñas, no niños, no personas en riesgo, no aglomeraciones. Apenas las visitas más cercanas en el árbol y más nada. El aislamiento es aun más apocalíptico en la cárcel. La suerte es el alcohol en gel de los barrios.
Las canchitas de Montevideo están apocalípticas. El pasto se viene porque el canchero se queda en casa. La vuelta del juego parece lejana en el tiempo, difusa en el calendario. La pasión está con el alpiste y el agua. Hay quinotos en el alambrado. Hay hormigas con ciudades mínimas interminables. Hay espaldas de tribunas sin pintar. Parece que todos se han ido. Es desolador. Hay mangangás en las flores del fondo. Moscas en la casa. Gotera ruidosa en el vestuario. La cancha sin juego es fierros, alambre, pasto, piolas.
¿Cómo sería si el fútbol no volviera? ¿Si lo apocalíptico de la coyuntura terminara por eliminarlo? Las canchas pasarían a ser prados anónimos, patrimonios históricos donde se esfumen cracks o giren en una industria cruda, sin la pasión en juego. El aislamiento nos deja ver la tribuna que tenemos sin pintar en casa. Los quinotos okupas. La supuesta amenaza de un mangangá.
Entonces, sí, la guerra es con nosotros mismos, y el virus, una excusa mortal para preguntarnos cómo somos, o quiénes somos, para qué estamos, cómo seremos después que todo esto pase, y qué otras cosas acabarán por extinguirse.