Es difícil escribir sobre el Trinche. Son esas magias casi tan difíciles de escribir como el amor. Es casi tan difícil como escribir sobre el Diego, pero quizás el Diego pudo definir en su verborragia contemporánea y errante al Trinche como nadie: “Vos fuiste mejor que yo”. Esa noche, el Trinche y Diego se encontraron en un hotel rosarino colmado de moscas, cuando el 10 viajó con su Gimnasia para hacer explotar el Parque de la Independencia. Ahí, el Trinche, rodeado de la gente de siempre, dijo: “Lo conocí a Maradona, ya me puedo morir tranquilo”.
Muchos años antes, cuando el Pelusa llegó a Rosario para vestir la sangre y luto de Ñuls, le preguntaron algo así como su visión sobre el pueblo rosarino recibiendo al mejor jugador del mundo. Él contestó que la gente de Rosario ya tenía al mejor jugador del mundo, y que era el Trinche Carlovich. El Trinche Tomás Felipe Carlovich, el número cinco eterno de Central Córdoba, pretendido por Europa y por el Cosmos que los quería llevar a todos, pero enamorado del cuadro de su barrio. Y de jugar los domingos esos campeonatos que empiezan y terminan con el sol, donde el que juega, juega bien de verdad.
El Trinche, que hizo solo con la simpleza de ser y estar, que un juez volviera atrás la decisión de expulsarlo porque se lo pidió a gritos la hinchada visitante y la locataria. Querían verlo jugar otro ratito. El mismo que bailó a la selección Argentina en un supuesto partido de exhibición con la camiseta de la selección de su pueblo natal. El Trinche, el que se pinta en las paredes del Gabino Sosa, que a partir de hoy será un santuario sempiterno, donde prenderemos velas quienes amamos de la pelota las puntadas sueltas de los gajos.
El Trinche murió en la bici. Lo bajaron de un palazo unos demonios metidos en el traje de los gurises más pobres de los barrios. Le pegaron y cayó y no sé si se habrán llevado la bici o no, o la bici sigue andando en los pensamientos de quienes amamos de la pelota los tatuajes marrones del barro. El Trinche murió en la bici, en la que andaba a diario, saludado por quienes lo vieron jugar y por quienes escucharon hablar de él.
Después vino el hospital, las plegarias de quienes amamos de la pelota la forma en que se hunde cuando la pisan los tapones; el quirófano, la intervención, el pensamiento constante de quienes amamos de la pelota su bailecito entre los pozos, ese amor adoquinado que te acomoda y te desacomoda el cuerpo constantemente.
Hoy desperté y me colgué en los mapas de la humedad en el techo. Lloré al Trinche como un perro chico en un patio nuevo, sin madre y sin nada. Salí afuera y todo era barro. Los perros me hicieron fiesta. Subí a la azotea, a lo más alto de la manzana, pisando con cuidado el techo del vecino para que no se persiga. Giré sobre mi propio eje y quise un abrazo ahí. Hasta lo hice con mis propios brazos porque tuve frío. Miré lo más lejos que pude, los barrios sin edificios, el cielo inmenso. Abajo la ciudad, todo era barro. Pelotas regadas por ahí para que los niños y las niñas las pateen sin más y se embarren y jueguen y se amen.
Pasa alguien en bicicleta y pienso si amará tanto al fútbol como lo amabas vos, Trinche. Cada vez que pase alguien en bicicleta me voy a preguntar lo mismo. Y solo ese día, que ese o esa que pasa en la bici, ame de la pelota lo que amabas vos, sólo ahí voy a entender que este texto está terminado, o que está apenas empezado.