Pensar un mundial, pensar en jugar un mundial, soñarlo, qué lejos se ve. Es y está lejos, pero a la vez siempre tiene eso de estar a la vuelta de la esquina. Esa es una de las tantas cosas maravillosas que tienen el fútbol y Uruguay, que todo queda a la vuelta de la esquina: el campeón más grande y el jugador de barrio están o estuvieron muy cerca en el camino de la vida. Porque el fútbol es eso, un camino, un andar, un empujar y pelear constante, un disfrutar, porque no hay nada más lindo que correr atrás de la pelota.

El fútbol es un grupo de jóvenes, de chiquilines, chiquilinas, mujeres y hombres, que se juntan para correr atrás de la pelota, dar lo mejor de sí y ganar. Y es esto al nivel que sea, desde el fútbol infantil hasta el Camp Nou, pasando por todas las canchas y momentos que separan el llegar del no llegar hasta ahí. Es el mismo juego, las mismas reglas, los mismos códigos.

Esa es la magia. Que cuando rueda la pelota, aunque sea en el Mundial que esté lejísimo, hay una parte de todos nosotros, los que queremos y respiramos fútbol, que nos dice que podríamos estar ahí. Que estamos ahí, porque el que está jugando es uno igual a nosotros, jugaba a la vuelta de la esquina, se tomaba el mismo bondi, y es verdad que pintaba bien, pero también vos pintaste bien en su momento y eso nadie te lo saca.

Eso es lo que era o fue el grupo que volvió a poner a Uruguay en los primeros planos del fútbol mundial, que nos sacó de las últimas páginas y nos puso en las primeras, nunca como favorito pero sí como el rival difícil, la piedra en el zapato de los grandes que por un tiempo dejamos de ser. Un grupo de jóvenes que vivía en distintos lugares y sentía, cada vez que se juntaba, el placer de reencontrarse con compañeros y amigos para luchar por la camiseta celeste, que es el honor más grande que puede un jugador sentir.

Pero a la vez y a la par de eso, era la alegría de estar por una semana o dos –o lo que tocaba– entre tu gente. Y eso puede que no sea nada, pero el que estuvo lejos reconoce que cada acercamiento a tu gente y a tu tierra es un soplo de aire, una alegría y un empuje de fuerzas para seguir adelante. Más allá y por fuera del resultado, la vuelta a nuestros respectivos equipos y países en los que estuviéramos viviendo era con una sonrisa, y a la vez un dejo de tristeza mirando el calendario de reojo para saber cuándo tocaría la próxima vez.

El grupo de la selección con Óscar Tabárez como cabeza tuvo el mérito gigante de permitir a la gente volver a sentirse parte, volver a sentir que podría ser cualquiera el que estuviese ahí, que ese u otro nos representa a todos, que los muchachos somos nosotros y ellos son como nosotros. Esta empatía hizo que el pueblo uruguayo saliera a recibir a la celeste como lo hizo a la vuelta del Mundial de Sudáfrica, donde se dio un quiebre y la gente se acercó y se comprometió como hacía mucho tiempo no lo hacía. Ese es el logro más grande del proceso del Maestro, de su grupo de trabajo y de los jugadores convocados en el camino: el pueblo uruguayo se siente, y es, parte de la celeste porque volvió a ser motivo de orgullo por lo que es y no sólo por lo que fue.

Ahora, como antes, cada vez que se canta el himno previo a un partido, todos o casi todos los uruguayos se paran en sus casas, duritos, mirando a la bandera y lo cantan sintiendo, imaginando que son ellos los que están ahí, entre el Edi y el Lucho, cantando emocionados “sabremos cumplir” y haciendo un repiqueteo con saltos cuando termina, gritando “¡¡¡Vamo’ Uruguay hoy, eeehhh!!! ¡¡¡Vamos que somos Uruguay!!!”.