Dos jóvenes deportistas murieron bruscamente. Fueron bien distintas: por un lado, la muerte llegó tras un repentino e inesperado paro cardíaco, eso que llaman muerte súbita; la otra muerte sucedió por la crueldad de un disparo a quemarropa.

Ignacio de León jugaba al básquetbol un sábado de invierno. Lo de siempre entre amigos: armar los equipos, correr la cancha, jugar ataque y defensa como si fuera un partido oficial. Así hasta lo súbito: un hombre cae desplomado para siempre. Tenía sólo 25 años. No hubo reanimación posible. La muerte silenciosa y su violencia indebida.

Cuando un deportista muere por esa causa, impacta. La dureza del impacto está basada, entre otras cuestiones, en la creencia de que los deportistas son la imagen de un estado pleno de salud. Si bien es incuestionable que la actividad física y la práctica deportiva son mucho más beneficiosas que el sedentarismo, es una verdad a medias: hay deportes con niveles de intensidad tan elevados que pueden favorecer la muerte súbita. En el medio, como conexión de las verdades, se instala una pregunta: ¿pueden evitarse? Sí, pero a la vez se necesitan promover y potenciar más y mejores medidas preventivas.

Cuando a De León le falló el corazón en el club no había desfibrilador externo automático (DEA), algo que no es obligatorio pero sí está sugerido por la ley. Al joven basquetbolista se le hizo reanimación cardiopulmonar de forma manual, luego llegó la emergencia móvil para continuarla mecánicamente. No se puede saber si de haberse usado el DEA entre una reanimación y la otra Ignacio se hubiera salvado. La duda interpela desde el lugar más incómodo cuando ya es tarde.

A Nahuel Miranda lo mató a balazos lo más putrefacto de la sociedad. Disparos que se llevaron una carrera que pudo ser, una vida que apenas tenía 16 años y que ya no será. Duele la forma porque lo que duele es la injusticia de una muerte trágica y prematura, duele porque es la angustia del dolor que te saca de los lugares conocidos, comunes. Lo que se impone es un esclarecimiento inmediato del hecho en concreto. Que se haga justicia para aliviar el dolor de una familia que se quedó sin su único hijo, si es que existe aliviar ese dolor. Cuántas muertes más serán necesarias para darnos cuenta de que ya han sido demasiadas.

Luego de aliviar el dolor, necesariamente, el pedido de justicia debe ir más lejos. No todo debe quedar en titulares, nada más, porque titular es disminuir. Tampoco servirán –porque es sabido que no sirven– los gritos que incitan a más violencia, que piden mano dura, que se quejan o se indignan creyéndose inmunes. No puede ganar otra vez un discurso reduccionista, señalador, que se cree del lado del bien. ¿La diferencia entre los buenos y los malos saben cuál es? Que los buenos somos siempre nosotros, decía Nietzsche. Lo decía, entre varios motivos, para que la sociedad se diera cuenta de que simplificando sólo se gana más ignorancia.

No es tiempo para iluminaciones violentas. El desafío debe ir más lejos, tal vez planteando la problemática de la violencia en la sociedad a sociólogos, psicólogos y demás figuras de la academia, para que el asunto no quede sólo en saber quiénes son los buenos y los malos, sino para que se encuentre, bien en lo profundo, soluciones reales que favorezcan a la convivencia, a otra convivencia.

Dos jóvenes deportistas murieron y ambas noticias tomaron estado público. Más allá de que las causas de cada fallecimiento fueron bien distintas –y que en nada se parece su abordaje–, visibilizan dos temas frágiles y lejos de solucionarse. Que la visibilidad sirva, también, para poner el foco en todos los casos similares que no se ven. Los problemas (y las soluciones) están ahí, por más que no siempre resulten evidentes.