El mete gol entra es insólito, porque como nadie pierde, a nadie le importa que le metan los goles, sólo nos importa hacerlos. Los brazos en jarra, la gallina con el pincho para arriba, moviéndose apenas por una árida ventisca salteña. Lo miro a mi hermano que se agazapa desafiante. Aplaude, está decidido a que ésta vez, no se lo haga. No le importa quedarse en el arco porque eso perpetuaría el juego hasta transformarlo en uno nuevo. Aplaude otra vez y me agita. Yo largo todo el aire que tengo en un suspiro, es una especie de fa, de pa, y de uf. Miro al cielo como si Dios estuviera. Y arranco con pasitos cortos primero. Mi hermano se balancea. María, la veterana dueña del patio donde cae la pelota cuando el partido se pica, observa desde arriba del muro como una plateísta.

En este pedacito de tierra fértil se crió mamá y toda la prole, y en todo el resto del barrio que era campo, que ahora son caseríos altos, que zafan del arroyo desbordado en invierno; a unas cuadritas de la cancha del Ceibal donde gurises sueñan, del Parque Arriague donde gurises sueñan, de la bajadita para la bici sin frenos donde gurises sueñan con volar.

La abuela sale a la puerta con el repasador colgando del hombro. Espanta unas moscas abombadas por el calor y nos pega el grito, acentuando las eses que me voy a comer toda la vida. Se acomoda las motas en la red mientras los penales siguen. Dice que se enfría. Come un pedazo de galleta y mastica como apretando los labios. Las migas son lo más rico. Un penal más, abuela. La abuela se pone a hablar con la plateísta que ahora cuelga la ropa. La pelota pega en el alcornoque y va a parar al patio de la vecina otra vez. María la alcanza, no le importa. No es de las vecinas ortivas que amenazan con apuñalar la guinda que es como el mundo. Eso suena como el silbato de un árbitro que no existe porque nada tendría que hacer acá. Los comentarios sobre el partido empiezan después del primer sorbo de caribeño de coca cola con agua con gas. Un elíxir. Hay canelones y hay panqueques. El sol se prende al dolmenit. Los negritos a la mesa y la abuela en la vuelta. No habrá siesta porque el partido no para en los vientres. Salvo que la abuela lo pida, que nos tiremos con ella, un ratito, custodiados por San Jorge, por Jesús y por la Virgen María.

Cuando tenga 15, mamá va a regalarme unos botines plateados que serán furor en el vestuario. Desde que Jay Jay Okocha se puso los verdes en el 94, no dejaron de aparecer zapatos de colores hasta casi extinguir el cuero negro que papá me lustraba con grasa del asado antes de los partidos. Hasta que aprendí a hacerlo solo, y también con betún, un tarro grande con un trapito donde estaban los zapatos de papá, los otros, los de ir a la escuela, los que aparecen donde termina la túnica, los que aguantan la Vespa en los semáforos. Cuando mi mamá tenía 15, la misma edad que yo cuando ella me regaló los botines plateados, limpiaba una casa de pudientes en el centro de Salto para morfar, para estudiar, para ir a un tardío dentista. Mis dientes, ahora, estos que tararean lo que escribo, se fueron desordenando pero están fuertes para cuando duele el pelotazo. Me los cuidó la vieja, por aquello de lo tardío, porque sabía que iba a reír toda la vida, parecido a la Tía Martha. Hay uno en particular que está como a la vanguardia del resto, es el primero que muerde.

Como ambos hacían doble horario, papá en la escuela, mamá en el hospital, con mi hermano aprendimos a andar solos y juntos. Nos cuidó Mariana, Marta, Estela, Rosario, Susana y Judith, que un día metió las manos y se fue. Yo no culpo nunca a la gente que mete las manos. Son mis hermanos quienes meten las manos, los conozco de la calle y de las cárceles, y les he visto los ojos. Y los ojos no mienten, le dijo Tony Montana a Manny en Caracortada. Mariana era hermosa, tendría veinte años. Yo no tenía idea lo que era la belleza de una gurisa grande. No tenía idea lo que era la belleza. Estela debe haber sido la que estuvo más tiempo, fuimos como sus hijos. La vieja Rosario que vivía en el pasillo de enfrente y que tenía todo ordenadito; la cansábamos a la vieja con mi hermano. Y Susana, que una vez nos llevó a la casa donde sus hijos se hacían tatuajes con tinta china y agujas. Marta, que vivía al fondo con González, que tenía al gurí en cana y que miraba las comedias. Un día le rayé toda la casa con pinta de labios; perdón Marta, sólo quería hacer mostros. Y también nos cuidó la calle, los hermanos de otra sangre, Raquel, la mamá de Martín con el Vascolet; Martín, el hijo del pintor, el Chirola, el Pipo, el gordo Damián, excelsos futbolistas de paño de asfalto. También nos junaban los tíos, el Mario, el Juancho, el Bicho, el Pecho, que paraban en el bar La Bomba, donde mi mamá me llevaba a llamar desde el teléfono rojo del Chiche, a los programas para niños de la tele. Mami, que calentura te agarraste aquella vez cuando con el Palito volvimos a las diez de la mañana del baile. Nos colgamos con unas gurisas a conversar, yo que sé, nos agarró la lluvia, nos cagaste a pedos y tenías razón. Éramos botijas todavía, aunque ya jugábamos en juveniles. Nos queríamos llevar el mundo por delante. O a las patadas, como si fuera una pelota con satélites en comba. Me viste llorar por los partidos, por Andrea ¿te acordás? ¿Que no me quiso dar un beso la vez que fui a tomar la leche a la casa con galletitas María con coco y dulce de leche después de la escuela? Vos decías, que lo que tiene solución, no puede ser un problema. Nos agarramos de ese predicado como gurí hambriento de la teta, y salimos a jugar de nuevo, cuidándonos entre nosotros de las patadas de la calle, y a ustedes, no diciéndoles lo del vidrio aquel, lo de la pelota pinchada, lo del puchito de cuento, lo de los bajos de los pantalones vomitados con vino.

Cuando jugábamos en la playa con papá y contigo le pegabas de punta con los dedos. Papá hacía caras como de que se te iban a partir, pero no te importaba demasiado. Nos preguntabas entonces cómo había que poner el pie, y en una especia de baile te ubicabas en el tiempo y el espacio para darle con fuerza a la pelota para cualquier lado y reírte a los gritos, parecido a la Tia Martha, tapándote la boca con la mano derecha y con la otra acomodándote la malla, el sombrero para que no se vuele.

Mi hermano fue a buscar la pelota y se colgó con la espuma del mar. Es otro juego el que juega. Con la pelota cerca, inventando mundos alrededor, como si de un planeta se tratase, con satélites en comba.

Vos te vas a caminar con papá, se pierden con la espuma en el horizonte. El negro, mi hermano, vuelve de la orilla y se tira en la lona. Yo agarro los libros que ustedes trajeron para leer porque así aprendí a conocerlos. Papá lee sobre política, mamá desde Gioconda Belli a Humberto Eco. Agarro la pelota de nuevo, y le pregunto a mi hermano si quiere patearla contra el viento.