Lo primero que hace un futbolista cuando se despierta y llueve afuera es revisar los botines intercambiables. Ese ritual de la pinza enroscando en la hembra la tuerca de aluminio es de antaño. Ahora existen los botines mixtos. Aunque aún hay ásperos que insisten con los de fierro de seis tapones. Los más altos atrás para la tracción, de unos 15 milímetros, los otros, cuatro de 13. Los más hábiles pero precavidos usan de 13 y 11, pero seguramente mixtos, y hexagonales. Lejos quedó la escuela de los Copa alemanes, que hasta cambiaron el logo de la florcita, aunque acá siempre llegaron los que hacían en Indonesia, explotados casi ciegos. Lejos quedó aquella lengüeta suelta que cacheteaba los cordones con el tranco, que lamía salvajemente el cuero de la guinda cuando se encontraba con ella en una cita al borde del área.

Lo segundo que hace el futbolista, en el caso de los defensas, es pensar en los delanteros rivales; en el caso de los delanteros, al revés. Si son rápidos y menudos, suerte. Si son altos y corpulentos, habrá que preparar las bisagras para saltar toda la tarde de lluvia. A vivir en el aire entre codazos. Con la ropa fría pegada al cuerpo. Con el vapor invernal desde las bocas abiertas de un duelo.

En el Complejo Perrone de Rentistas empezó a cocinarse la suspensión, ese hecho que deja el cursor en blanco como un corazoncito por latir. Era una tormenta negra desde temprano. De esos días en que se te cae arriba Montevideo. Un poema de desamor de Idea Vilariño. O de espera. O de esos poemas de Idea con la noción de que otro está nomás en el mundo en algún lugar aunque no sepamos dónde ni cómo, pero está. Una melancolía gris. Una nostalgia de pies fríos.

Los jueces atravesaron el vendaval lluvioso para ver si la pelota picaba o rodaba al menos sobre la insólita grama sintética inundada. Y no picaba, claro. Ni rodaba siquiera. Reinó un suspenso sin sentido aunque suspenso al fin. Los jueces se internaron en el vestuario mínimo y por un rato sólo el chaperío repicado sonó como un murmullo. Las radios en las cabinas empezaron las previas de lo que no iba a suceder. Como para decirle al oyente que la fiesta que esperaba no empezaría. Para acompañarlo de alguna manera, como se pueda. Para decirle que esa disposición del alma a perder o ganar quedaba nula y que el día iba a ser uno más, como el de ayer, sin esa magia de escuchar e imaginar.

Los cables de la televisión entre los charcos se parecen a una trampa que tiene más de veinte años. Policías y vendedores de café apostados contra el techito de los baños. Los de Plaza Colonia devolviendo la mudanza al bondi. Los jugadores bajo capuchas. Las caras rozando el suelo como un botija sin recreo. La furia contenida como un preso sin patio. El partido estaba suspendido. Y con él toda la fecha. Habrá que seguirla con la infamia de lo que pasó con Forlán. Con la novela de Cavani y el culebrón de Suárez. Habrá que dibujar calendarios tercos. Porque si hay algo que tiene que pasar es el fútbol. Por más hueco que sea. Por más terraja. Por más bello.

Ni la lluvia más copiosa va a lavar las máscaras. En plena depresión por el barbijo, una tarde así con Montevideo lavándose a sí misma sólo puede amainarse con tortas fritas o con un abrazo sin látex, sin alcohol, sin nada. Con el ritual del mate o del tinto adelantado como en el orsai en que quedamos. O con un poema de Idea, que escribió versos para leer siempre. Para explicarnos la lluvia, el gris, Montevideo. Para empatarnos el alma cuando no entendemos nada. O para cuando la emoción dispar de ganar y perder se extingue y sólo queda ese vacío redondo, adentro.