Las finales de la Copa Libertadores, no la del sábado, todas, tienen únicamente dos cosas: los hinchas y los jugadores. Nada más importa. Nada más tiene realmente lugar en este partido de fútbol. Nunca. Y cuando eso sucede, cuando alguien se interpone, es que algo está mal. Los jugadores tienen que jugar, los hinchas tienen que vibrar. El resto, a su servicio. Quien ose querer competir por el foco deberá morir encandilado. A veces sucede que a un árbitro se lo come el personaje, que la Policía se vuelve violenta, que los entrenadores dicen cosas de más. No sucedió esta vez, en el partido entre Flamengo y Palmeiras ninguno de ellos intentó robarle el protagonismo al fútbol, no hizo falta; la Conmebol ya no necesita secuaces para arruinar nada. La organizadora del fútbol más pasional del mundo no tiene la menor idea de cuáles son las virtudes del fútbol sudamericano que debe potenciar. Y si las conoce, el homicidio es con dolo, porque las anula una por una durante cuatro horas, con una precisión digna del mejor de los sicarios. Es un crimen contra la identidad y se perpetra a plena luz del día, ante nuestros ojos, que en realidad son los ojos de los niños que fuimos y que soñaron con ver ese embrujo que es una final de Copa.

El Centenario nace de las entrañas. A veces nos olvidamos, cuando caminamos por Ricaldoni, que lo que vemos es apenas la cima del volcán. Entrar por una de las puertas de la Olímpica es asomarse al cráter, y, sin embargo, es tan sencillo que ni te das cuenta de que entrás, ni te das cuenta de que salís. El estadio Centenario otorga una belleza única, una visual espectacular y una comodidad aún mayor. El estadio nace, también, de las entrañas del fútbol. En esos metros que todos miramos desde las tribunas, se jugaron los partidos de fútbol desde antes de que existiesen las cosas que hoy creemos que son las importantes, como los pases, la televisión y la marca de las camisetas. El Centenario viene de lo más profundo, de la tierra y de la historia. Antes de que los estadios soñaran con techos que se cierran, pastos que se guardan, tribunas con aire acondicionado y vestuarios que parecen hoteles, antes de todo eso, unos tipos jugaban sin más pretensión que el presente. La Copa Libertadores viene del mismo lugar. De las entrañas de la pasión, de los sueños de los niños de América. A eso juegan los pibes, los botijas, los malucos. A ganar la Copa. Mi obsesión. Tenés que dejar la vida y el corazón. El sábado, la Libertadores vino de visita al Centenario; 20 veces se habían visto las caras antes y, sin embargo, el estadio no la reconoció.

En esos metros que todos miramos desde las tribunas, se jugaron los partidos de fútbol desde antes de que existiesen las cosas que hoy creemos que son las importantes, como los pases, la televisión y la marca de las camisetas.

Ya sabemos, no se gasten en repetirlo: estamos derrotados, no nos queda energía ni tiempo para luchar por causas románticas. El fútbol del pueblo ha sido avasallado. Estamos casi resignados, casi derrotados. No pedimos milagros. Nos sentamos a ver la Champions y admiramos a Europa. Apenas soñamos con equipos que sean de sus hinchas, con partidos que se puedan ver gratis, con entradas baratas o con un reparto equitativo. Disfrutamos a Salah y hablamos de la realidad del Barcelona como si hubiésemos nacido en Cataluña. Pero no nos peguen en el piso, por favor.

La Copa Libertadores, en la cancha, en el Centenario, vivió de espaldas al público. Desde que fijaron el precio hasta que “le dan la copa, al fin, al vencedor”. El escenario, “escenario”, estuvo montado de frente a la América, la tribuna que menos hinchas, “hinchas”, tiene. Un pueblo ruge a sus espaldas. Nadie sabe qué pasó allí. Quizás para ocultar el crimen de la vista del pueblo. La previa es un show que diluye tensiones. Estamos ante la final de la Copa Libertadores, pero parece un cumpleaños de 15. Todos los momentos donde la tribuna comulga con la cancha son anulados.

Felipe Melo (C), de Palmeiras, durante los festejos luego de ganar la final a Flamengo, en el Estadio Centenario.

Felipe Melo (C), de Palmeiras, durante los festejos luego de ganar la final a Flamengo, en el Estadio Centenario.

Foto: Iván Franco

Pocos momentos hay más importantes en el fútbol que la salida de los equipos. El ritual sudaca de salida a la cancha lo tiene todo. Es pasado, presente y futuro. El gol es el éxtasis, el final del partido es el nirvana, y la salida del equipo a la cancha, la vida. Es un nacimiento desde el túnel maternal del vestuario hacia la cruda realidad de la vida y el partido. Es la unión entre los guerreros y su pueblo. Es el momento de reafirmar que estamos acá, que vinimos a esta cancha a verlos a ustedes. Que estamos juntos en la gloria y en el dolor. No hay otro momento de reconocimiento entre hinchas y jugadores más grande que la salida del túnel. Lloverá el papel picado, las gargantas de los hinchas aturdirán el barrio, congelará el aire el silbido helado a los rivales. O, como sucedió el sábado, pasará absolutamente desapercibido, entre pilas de parlantes que pasan canciones de supermercado y pedazos de tela que tapan el pasto. Los jugadores salen a una lona negra mientras suena música de consultorio odontológico.

El partido vibra. Eso sí. Los jugadores siempre dan la talla, aunque tiren la pelota afuera. Los hinchas están, aunque a veces los nervios los silencien. Los globos verdes aparecen, la marea roja y negra amenaza. Palmeiras y Flamengo muestran sus armas en un partido bellísimo que, como en un sueño, pone en el piso de Montevideo a los dos mejores equipos de América. Una anomalía espacio-temporal regala a los ojos de un puñado de uruguayos, en el Centenario, 120 minutos del mejor fútbol que hay en este continente, con las piernas más bonitas, las más lindas piernas que vi, y un juego rico de amores. Es un hechizo. Un truco de magia que salta por los aires cuando Pitana dice que ya está, que los de verde son mejores que los de rojo y negro. Ahí la Conmebol, aunque no lo sabemos, ya se prepara para el tiro de gracia.

Ya sabemos, no se gasten en repetirlo: estamos derrotados, no nos queda energía ni tiempo para luchar por causas románticas. El fútbol del pueblo ha sido avasallado.

Las escenas de emoción se suceden, en la cancha se llora, en la tribuna también, por alegría y por tristeza. El partido otorga su clímax. Éxtasis. La locura se desata. Si no va sin freno, no anda bien ni me encadena a su show. Un jugador de Palmeiras se dirige a su hinchada, detrás el resto. Saltan al foso, emergen empapados y van a rendir culto a quienes han gastado sus ahorros en ir hasta allí. En ese momento, cuando la hinchada ha recuperado el orden y empieza a cantar sus canciones de victoria, vuelven los parlantes. La música suena a un volumen que dificulta la conversación y que anula absolutamente al hincha. Ya no hay ruido en el Centenario. Sólo una música genérica que, por contradictorio que suene, en realidad es silencio. Los jugadores de Palmeiras, que como fueron hinchas saben que los que están en la América no lo son, se rinden ante la Ámsterdam. Caminan sobre esa estúpida tela de la Conmebol. Flotan. Dan sus prendas manchadas en ofrenda a los hinchas. Algunos entran a abrazar a sus ídolos. Es la imagen más bella de la tarde. Son los galos volviendo al pueblo, son el pueblo cantando a sus galos. Y, sin embargo, no son nada, porque la Conmebol lo cubre con un montón de ruido. Nunca sabremos qué les dicen los hinchas del Palmeiras a sus héroes, nunca sabremos cómo despiden a los suyos los de Flamengo. Somos sordos. Nos volvieron sordos. Estamos ahí, y, sin embargo, nunca sabremos cómo canta una hinchada al minuto después de ser campeona de América.