En 2020, el año en que se disparó la peste, leí o releí varios textos que de alguna manera conectaban lo que había sido ficción décadas atrás con la realidad de nuestros días y con el incierto futuro del mañana.

Conecté con La peste, del golero argelino y excepcional escritor Albert Camus –“Lo peor de la peste no es que mata a los cuerpos, sino que desnuda las almas y ese espectáculo suele ser horroroso”–, con Las pequeñas alegrías, lo último de la obra del francés Marc Augé, sociólogo, antropólogo y etnólogo, desarrollador de la teoría del no-lugar –“Cuanto más se uniformiza la sociedad más se ahonda en las desigualdades; una paradoja, ¿verdad? Pero es así: cada vez hay un número más reducido de personas que están en la vanguardia del saber real y demasiada gente que no sabe..., pero que cree saber”–.

Hice una obligada segunda lectura de También nos roban el fútbol, de María y Ángel Cappa –“Al tiempo que nos roba derechos y bienes comunes, el poder económico también ha bastardeado al fútbol, convertido en un objeto más de consumo, en un nido de corruptos y corruptores sin escrúpulos (comenzando por la FIFA y los poderes públicos) para lo que todo vale con tal de seguir amasando fortunas”–, pero sobre todo quedé impactado con la publicación original del cuento Roller Ball Murder, del escritor y guionista William Harrison.

Apareció en la revista estadounidense Esquire el 1º de setiembre de 1973. El relato distópico de Harrison se centra en el año 2018, pero en numerosas descripciones, relatos y definiciones parece haber llegado al futuro y a nuestros días en la concepción del mundo de los negocios y el deporte: “Los hombres más poderosos del mundo son los ejecutivos. Dirigen las grandes corporaciones que fijan precios, salarios y la economía en general, y todos sabemos que son corruptos, que tienen poder y dinero casi ilimitados”.

Los lobos de Wall Street

El frustrado golpe de “los 12 fundadores” junto al sospechado gigante financiero JP Morgan me ha hecho volver sobre ese cuento, dos años después transformado en película con la misma capacidad de anticipar rasgos de lo que sería la vida del siglo XXI. “La multitud grita y sé que los camarógrafos lo tienen en una toma aislada y que los espectadores en Melbourne, Berlín, Río y Los Ángeles están llenos de emoción en sus sillones”.

Se ha caído el movimiento que se llevaba puesto a cientos de clubes de Europa y al fútbol del mundo.

Hay algunas preguntas urgentes en tiempos de incertidumbre a distancia que tendrán múltiples ensayos de respuesta.

¿Por qué corporaciones tan afinadas en cuanto a sus movimientos de billetera mata espiritualidad fallaron tan extrañamente en un pesado avance despótico y totalitario por sobre el mundo del fútbol juego, deporte, competencia?

¿Realmente los vencimos con nuestra reserva espiritual de fútbol pasión lúdica, que nos acompaña a decenas de millones de nosotros en todo el mundo, desde que empezamos a correr una pelota?

Ojalá fuese así, pero me aterra que haya sido una avanzada escenificada para revisar el terreno, con unas pocas bajas debidamente recompensadas, y que la legitimación de la sospechada institucionalidad de la FIFA y la UEFA no sea más que una demostración de poder, beneficiándose con la piel de cordero de nosotros, los hinchas, que rechazamos ese coto cerrado y oligárquico de negocios basados en el fútbol para tapar al lobo, que está omnipresente detrás de sus trajes de alpaca a medida y del oro de sus cadenitas y trabacorbatas.

Estamos en partido

Si estuviésemos en las islas británicas a fines del siglo XIX, calificaríamos al fútbol como un juego sin otra presión que la propia pasión lúdica de sus cultores, y entonces, si sólo siguiera siendo un juego, no estaríamos ante esta situación. Pero el fútbol es otra cosa distinta a un juego. Es una multinacional, con su propia constitución virtual articulada de acuerdo con sus intereses, y que ostenta en los hechos un rango de supraorganización deportiva, o de nación.

El fútbol, en su novel condición de deporte, en casa, en Gran Bretaña, también acá en el Río de la Plata, se sembró en la semilla de la gente por encima de los señorones galerudos que aquí y allá pretendieron encerrarse en su coto de poder y rancia oligarquía. Basta con revisar la reciente serie Juego de caballeros para ver lo costoso de la inserción y la toma del pueblo en la incipiente institucionalidad del fútbol en Inglaterra, o leer bibliografías uruguayas para sorprenderse de las enormes trabas que la liga le puso al viejo River Plate FC, que, por su origen obrero y anarco, fue impedido de jugar en primera división.

El negocio fue al principio un apéndice importante del juego, y de la competencia, pero con el tiempo se lo fue devorando y durante décadas el negocio del fútbol explotó sin miramientos a los jugadores, como también a aquellos colectivos barriales o aldeanos que, compitiendo de manera reglada, buscaban la gloria y no la guita.

Lo que vulgarmente, porque yo también soy el vulgo, denominamos “negocios del fútbol” son en realidad un ejercicio capitalista salvaje. Sea como sea, de alguna manera hemos rescatado las fuerzas del embriagador perfume del césped para mandarnos al frente de una lucha tan desigual como inútil.

Por ahora sacá del medio Superliga. Veremos cómo sigue.