El memorable e inolvidable escritor, humorista y periodista argentino Roberto Fontanarrosa escribió en 1982 el cuento, después publicado en su libro El mundo ha vivido equivocado, y otros cuentos, “¡Qué lástima, Cattamaranccio!”, una narración en la que parece, en tercer o cuarto plano, se está desarrollando una conflagración mundial, un cruce de bombas atómicas, mientras el relator, que parece ser el prodictadura argentina José María Muñoz, con su alienada omnipotencia, minimiza o va dejando atrás esas terribles noticias, para anoticiarnos de un córner, de un lesionado, de un casi gol de Cattamarancio.

El fútbol, primero juego, después deporte y un paso más allá competencia, recién pasó a su categoría máxima cuando el pueblo, los pueblos del mundo, se lo apropiaron para hacerlo su espectáculo.

Cuando ese espectáculo ha sido usado como brazo de las dictaduras, del despotismo, de la injusticia social, el pueblo, los pueblos, han sabido darle el lugar que corresponde al fútbol en nuestra vida.

Por estos días el fútbol se juega, en su peor fase de estadio capitalista, para cumplir con compromisos con multinacionales, que ya han pago por un producto imposible cuando la vida está en juego, bien por la pandemia, bien por las furibundas formas represivas que han adquirido algunos gobiernos –Colombia, como ejemplo, en estos días- para aplanar protestas sociales y no revueltas.

La semana pasada la Conmebol sacó de Colombia los partidos que sus equipos debían afrontar por Libertadores y Sudamericana, al tiempo que confirmaba, igual que el presidente colombiano Iván Duque, que la innecesaria Copa América, que empezará en un mes, mantendría sus sedes colombianas.

Esta semana la Conmebol fijó sus partidos en tierras colombianas. Lo hizo por respeto a lo acordado antes del comienzo de las competencias, o tal vez para reafirmar la organización de Colombia de la Copa América.

No se enteró del reguero de pólvora y sangre contra su pueblo, no se enteró de los jóvenes asesinados, de la muerte por ocho balazos, en la propia ciudad de Pereira de Lucas Villa, líder pacífico de las protestas. “Nos están matando en Colombia”, anunció Lucas Villa, y horas después lo acribillaron a balazos.

Conmebol siguió armando su set televisivo para sus partidos, para maratonear detrás de los televisores, y fijó Pereira y Barranquilla para partidos de Libertadores en medio de la tensión, el duelo y la muerte.

“Si no hay pan tampoco habrá circo”, expresaron los barristas de la ciudad de Pereira, en una carta en donde expresaban que “nuestra ciudad no será el escenario de un partido de fútbol mientras sangre de nuestros compatriotas sigue siendo derramada por el gobierno colombiano”. A la Conmebol, al gobierno colombiano, no le interesó. No les hizo mella el reclamo popular y, sin importarle el dolor, y ni siquiera el riesgo de los futbolistas, como si se tratara de un banco o una vidriera, se conformaron con asegurar la protección y que el partido, los partidos, se jueguen.

La sensibilidad, la ecuanimidad, la búsqueda de justicia social, no quedan del otro lado de una cancha de fútbol, pero es posible que sí de los sets televisivos donde pretenden escenificar sus series y programas, para que nosotros los pobres mortales quedemos a salvo y lejos de preocupaciones tales como la libertad y la justicia social.

“(…)vamos muchachos, se está poniendo muy fea la tarde, el cielo se ha puesto de un extraño color verde, es raro esto, señores, el cielo de un color verde, un verde que nos hace acordar que tenemos un llamado desde cancha de Ferro, atención Ferro, cuando venga el córner estamos con ustedes, viene el córner, entra Tolesco, salta Cattamarancio...”