Cada vez que ha pasado, cuando Luis Alberto Suárez convierte un gol, en su rostro se refleja una sonrisa amplia y efectiva, que suministra endorfina, el neurotransmisor de la felicidad.

Hace años vengo observando, analizando, y ensayando con mis letras ese extraordinario momento en el que el rictus de su rostro se transforma en sonrisa franca, abierta, grande y para todos.

Un día, mientras llenaba el termo con la atención de un defensa en un córner, sentí que estaba bien sin haber hecho nada que me motivara ese bienestar. Gracias a la anécdota de Paco Espínola y su descubrimiento íntimo de por qué era hincha de Peñarol, me di cuenta de que era por la sonrisa del Luis, que allá lejos y entre gringos había hecho un gol de los que salvan de los pelos a su cuadro, que ni siquiera sé cuál era porque no hago otra cosa que seguirlo.

Querer ser, poder ser

Un elegido, sentenció el relator o el comentarista.

No, no es un elegido. ¿O vos te creés que un predestinado para lograr la gloria es un niño angustiado, perdido en el lacerante y oculto dolor del desarraigo, con unos padres que se trasladan con todos sus hijos 400 kilómetros lejos de casa para seguir cagándose de hambre?

¿Qué tiene de elegido un guacho que no tiene para tomar la leche, que tiene que salir a buscar unas monedas para parar el puchero, que no juega, que queda detrás de otros elegidos en carácter de elección, que encuentra un cable a tierra en una gurisa para que otra vez la distancia, el desarraigo y la separación?

Lo que se dice un ídolo

En los grandes almacenes de la condición humana, hay una góndola donde hay herramientas y semillas de la idolatría. No cualquiera la puede construir, no cualquiera la puede hacer germinar.

Suárez, el Luis, el Gordo, llegó a la góndola de la idolatría buscando caminar con su vida chiquita e imperfecta, que se forjó con más dolores que risas, y fue armando el rompecabezas de los días por venir. Lo armó con sus ganas, sus mejores habilidades, su candorosa inocencia, sus arcaicas maldades, su honra y deshonra en camiseta, y lo fue mostrando entre sus pares, primero, y después entre desconocidos que vivían como él, que soñaban con la felicidad y sabían de los agudos dolores de las frustraciones.

Un ídolo debe tener sabiduría, brillantez, idoneidad y popularidad con cimientos reforzados por un andamiaje de búsquedas, éxitos y frustraciones. Un ídolo debe tener todo eso, pero, además, debe ser uno de nosotros. Y eso, sabemos, no se consigue en cualquier supermercado.

Ahí está el Luis, con 20 años de profesión poniendo el cuerpo y su oficio. Es cierto, ahora por su noble –y también un poco interesada, desde el punto de vista humano y no económico– decisión de venir a Nacional, creó una granja de haters, humanos pero con conciencia de trolls en camisetas que, a pesar de su maledicente esfuerzo para hundirlo o descalificarlo, han sido vencidos por su sonrisa.

Decenas de veces lo han querido hundir a este no-elegido: que puede quedar repetidor; que no va a llegar; que si ese guacho se mete en la noche, no sale más; que no puede ser los goles que erra; que va a quedar perdido en ese cuadro que no sé ni cómo se llama; que en el Ajax va a ser el que hace el asado; que es un nabo que anda mordiendo rivales; que en Inglaterra no juega ni con tierra; que tiene una rodilla en la mano; que va a ir al Mundial a pasear; que en el Barcelona no va a jugar ni con tierra o va a ser el mozo de Messi y Neymar; que lo sacaron como un perro del Barcelona; que ya está, que no le hace ni un gol al arcoíris; que sacó campeón al Atlético Madrid, pero por el Cholo; y para cerrar, que si viene a Nacional, ya está, va a ser lo mejor para todos los rivales y...

Ser

Final del Uruguayo 2022: a donde ha venido a heder el Luis, porque según lo explican sus detractores 3.0, no puede jugar en ningún lado. Después de casi una hora de juego, el partido resulta parejo, apretado y sin definición. No anda, no está bien, está enojado, y otras categorizaciones doctas de los opinadores compulsivos.

Cándido le pone un pase de media vuelta rápido e intuitivo. Suárez está a 30 metros del arco, pero empieza a carretear. Son tres golpes a la pelota a manera de casi torpe conducción. Gonzalo Pérez, el joven zaguero, llega al cierre, pero Luis hunde su pierna derecha sobre la pelota como un golpe de casín y se la pasa entre las piernas. Es ahí, un segundo después, que Suárez, como un lustrador de muebles, como una cirujana, pone la terminación con oficio y gusto, y en curva pone la pelota contra el caño.

Ni una novela de la Globo lo hubiera guionado así. Van a alargue, y entonces el muchachito de la película, ese gordo, viejo y acabado, ese, el mejor jugador de la historia reciente y media de Uruguay, vuelve a aparecer, y como si tuviese diez años y estuviese en el Urreta, sabe que en esa maquinita de la vida el flipper tiene que estar pronto para meterla en el agujero de la extra ball, y entre miles de piernas Suárez ensaya el movimiento justo para golpear esa pelota e inflar las redes repartiendo endorfina a medio Uruguay.

Ganando, perdiendo, mojando o seco, siempre está con su aura de omnipotencia del esfuerzo, de búsqueda de lo impensado, de sapiencia adquirida y trabajada para hacer lo suyo.

Y ahora tenemos una más, seguro que por lo menos una le va a quedar. Danos un cacho más de endorfina mundial.