¿A qué costo? Esa es la pregunta que me ronda en la cabeza hace semanas. Nunca antes un mundial me había hecho pensar a qué costo se organiza, o por lo menos no con tanta fuerza como ahora. Existieron designaciones polémicas como Argentina 1978 o Italia 1934. Torneos al servicio de dictaduras para un descarado lavado de imagen. Supongo que esos mundiales trajeron similares preguntas que las actuales.

Otra observación antes de continuar: a Qatar se le animan todos. Al país árabe le corresponde hacerse cargo de sus injusticias, que son muchas y severas, pero hubo y hay otros responsables de la elección de esta sede mundialista, por ejemplo, Europa. Los votos para que Qatar finalmente fuera elegido vinieron de UEFA, Michel Platini y compañía. Se nota el mal humor en los europeos: les va a tocar vivir un mundial en invierno por primera vez en su historia. Pero esa fue la solución que encontraron al esperpento de darle a una ciudad desértica un mundial en pleno verano. La UEFA ha tirado de la piola tanto como pudo. La fecha límite para liberar a los jugadores es una imposición europea. Y eso también ha contribuido al poco ambiente mundialista. Una semana antes de la inauguración, los jugadores estaban con la cabeza en Doha pero las piernas en Europa.

También sucede que hay ciertas zonas del mundo donde no se puede organizar un mundial en julio; entonces, aceptemos de una vez que, para llegar a ciertos lugares, hay que cambiar fechas, o asumamos que hay regiones vetadas.

Nadie quiere hacerse cargo de la criatura. Joseph Blatter culpa a Platini, Platini a Nicolas Sarkozy, y el FBI a los corruptos de Concacaf y Conmebol. ¿Qatar busca legitimar su imagen ante el mundo organizando la Copa del Mundo? Sin dudas, como lo han hecho todos los países anteriormente. Acá el gran tema es que todos sabían cómo iba a prepararse el mundial. Por citar dos ejemplos: Amnistía Internacional advirtió desde un primer momento, y la organización Play Fair Qatar pronosticaba en 2015 que en total morirían 4.000 obreros en la construcción. Se quedaron cortos.

The Guardian condujo una investigación el año pasado y llegó a la conclusión de que por lo menos fallecieron 6.500. Ese es el piso. Fueron más. Entonces, vuelvo a la pregunta del comienzo; y si el costo de organizar un mundial son 6.500 muertos, es un precio que nadie tendría que estar dispuesto a pagar.

Jürgen Klopp dijo hace poco que obviamente mirará todos los partidos del mundial, pero que no será lo mismo. Algo se rompió en ese pacto tácito que hacemos con el fútbol y que funciona al igual que una obra de arte: yo, como espectador, suspendo la incredulidad para dar por bueno lo que me estás mostrando, aunque sea un engaño. Para que la magia funcione, uno tiene que pensar que durante 90 minutos ganará el equipo que juegue mejor. Como si no importara nada más que el juego, ni la ley Bosman, ni equipos financiados por monarquías del golfo, ni corrupción dirigencial, ni fútbol sudamericano de selecciones ricas y equipos pobres. Pero a este truco se le ven los hilos y, cuando eso pasa, la magia no es tan potente.

Vamos a ser claros: cuando corra la pelota el ruido de fondo baja el volumen. Es que el fútbol conecta con algo primitivo, infantil, ilusorio. Empilcharse como un profesional para morirse de frío en una mañana a las afueras de Montevideo. Creer, creerse, que por un par de fotos bien sacadas uno habla el mismo idioma que los 11 tipos de celeste que están jugando por Uruguay. Pensar, creerse, que uno entiende lo que se vive ahí adentro porque una vez jugó en una cancha con tribunas.

Seguramente la fiesta saldrá preciosa, pero no vale lo que cuesta. Y, lo que es aún peor, no hay nadie haciéndose cargo de la cuenta en forma de obreros fallecidos. Si en el final esperaban una opinión firme, lamento decepcionarlos. Es tan sólo el planteo de algo tan contradictorio como disfrutar de la mayor fiesta del fútbol, aun sabiendo que no estuvo bien el camino que nos trajo hasta acá.