Mírenla. Mírenla porque, si la miran bien, se lo van a contar a sus hijos. Y los hijos de los hijos de los hijos de los hijos de los hijos se lo van a contar a los hijos de sus hijos porque existen historias que jamás se dejan de contar para que las personas y los pueblos tengan eso mismo: historia. Mírenla porque ella, ahora, regando las flores de la gloria, besando mejillas de pieles a las que no les puede poner nombre, borracha de los sudores de tantas y de tantos que saltan como si esta noche hubiera que gastar todos los saltos que acepta el aire y caminan como si esta noche estuviera hecha para dar todos los pasos que alguien es capaz de caminar en una biografía o en diez, es feliz.
-Soy feliz -dice, reitera, susurra, grita, para de gritar, vuelve a decir.
Tiene una banderita argentina arraigada en la mano derecha, una nieta argentina que repite mil veces “Argentina, Argentina” amarrada en los dedos zurdos, un marido argentino que le apoya la mano en el hombro izquierdo mientras pronuncia también que es feliz y una multitud de argentinos, de argentinas, de argentinitos y de argentinitas que le desfilan adelante cantando por Messi, por Maradona, por cualquier cosa, por todas las cosas, siendo felices aunque no silabeen en cada segundo la palabra feliz.
Ella y toda la argentinidad que la circunda palpitan en una esquina que entrecruza dos avenidas en las que, de lunes a lunes, abunda la gente y escasean las sonrisas. Ahora no.
Ahora, una pibita en top y en cejas entintadas de blanco y de celeste demuele los labios de un pibito que hasta hace un momento le agradecía a Di María por las gambetas y ahora le rinde tributo a la selección entera porque le debe ese amor. Ahora, un señor que conduce un auto en el que no funciona bien ni siquiera la patente se resigna sin tensiones a abandonarlo en plena calle porque alrededor es tantísima la masa que va y viene que ya no hay perspectiva ni de avanzar ni de retroceder. Ahora, un tipo que asegura que el fútbol le importa un carajo se desentiende de ese carajo, se arrima a ella, que es feliz, y le brama un sentimiento y una coincidencia: “Vecina, somos campeones del mundo, soy feliz”.
Buenos Aires respira como si en vez de una ciudad fuera un trueno. Un trueno que es idéntico en cada centro y en cada costado de este país en el que, por un cacho de tiempo, sugiere que nada se marchitará nunca. “Fue la mejor final de los mundiales. Y la ganamos”, sentencia un adolescente que se sube al poste de luz que gobierna la esquina donde ella es feliz. En la cumbre anuda un estandarte argentino que flamea impulsado por un viento menos que módico. Sobre la franja central blanca, anotada sin mucho arte, conmueve una expresión: “Qatar 2022”. No hay nadie en esa esquina que sea erudito en Qatar, pero tampoco hay nadie que, desde esta jornada en adelante, desandará uno solo de sus días sin latir diferente al escuchar el sustantivo Qatar. No hay nadie en esa esquina, mucho menos en condiciones de definir en qué consiste lo perfecto, pero la totalidad es perfecta: Argentina campeón del mundo, Messi campeón del mundo, cada una y cada uno campeón del mundo, el fin de la primavera es encantador, la Navidad llega con brindis mejores que en cualquier Navidad, los bocinazos infinitos retumban como si los articulara Mozart, la conflictividad cotidiana reposa y no incomoda, ella es feliz, todo es feliz. Al pie del poste de luz un sesentón de vientre invencible enfoca hacia la cima en la que se instala el adolescente y le vocifera, un poco desde la garganta y otro poco desde alma, “vamos Argentina”.
Messi sigue en Qatar, pero su rostro deambula por todas partes. Anónimos le detallan a anónimas por vez cien mil cómo fue la atajada última del Dibu Martínez en el penúltimo instante de los 120 minutos. Cervezas de temperaturas deseables y discutibles aumentan de precio en el mismo ritmo en que aumentan las ganas de celebrar. “Se lo perdió el Diego”, advierte una dama que paga el precio que sea por una cerveza más. “Se lo perdió mi viejo, que se fue en febrero”, confidencia un hombre, latita en mano, que certifica que hay ocasiones en las que la melancolía saca boleto para viajar adentro de la alegría. En torno suyo, la música de esta hora entre las horas reside en las cuerdas vocales de multitudes. De a ratos, esas voces acompasan otras músicas: el icónico tema mundialista de La Mosca, la emblemática canción de Wos que le gusta a más de un futbolista campeón, el “Hoy es un día perfecto” de Estelares. De verdad es perfecto y hasta surge quien postula que habría que dar feriado hasta el 2 de enero. Ella oye todo, pero más que todo se hace oír:
-Soy feliz -insiste más feliz todavía-. El fútbol no te arregla nada, pero de esta alegría colectiva no me olvido más.
Mírenla, mírenla, mírenla. Tan feliz ella, tan sencillamente feliz entre una comunidad de felices, que se parece a Messi, a Di María, a Scaloni, al Dibu, a todos los muchachos que construyeron felicidad desde la cancha, a su marido, a su nieta, al pibe del poste de luz, al sesentón del vientre invencible, a la parejita que se demuele a besos, a quien tenga corazón. Se parece en algo que habrá que contárselo a los hijos de los hijos de los hijos. De tan feliz que se siente, ahí, en la esquina, se larga a llorar sin parar.
Ariel Scher, desde Argentina.