Empezó el más uruguayo de todos los campeonatos de fútbol que pueda haber en el Uruguay. No hay nada, ningún evento que sea tan universal en nuestro pago como el campeonato del interior, que, aunque en este siglo haya tomado desde un container de la mercadotecnia el diquero nombre de Copa Nacional de Selecciones, sigue siendo el Campeonato del Interior, el del Litoral, el del Sur, el del Este.

Tiene la OFI como 700 clubes, entonces hay como 20.000 futbolistas potencialmente elegibles para participar, en sus selecciones, de nuestro Mundial de los pueblos.

Uno nunca va a encontrar lo mismo si vuelve atrás en el tiempo, pero en cada partido del Sur, del Este, del Litoral, cada Campeonato del Interior me lleva a aquella bella y tensa espera por la albirroja, que 100 kilómetros más allá es la roja, o la tricolor, o la celeste, o la blanca, o la auriverde.

Genetistas, sociólogos y psicólogos sacarán sus propias conclusiones de esta recurrente acción, imagen, recuerdo, previsión repetida por todas las generaciones del siglo XX en la Banda Oriental del Uruguay: un gurí, un botija, un pibe camina endomingado de la mano de su padre, tío o vecino hacia esa inmensidad que encandila y enseña el camino de las noches de verano, perfumadas por glicinas y jazmines del país. Allí donde no se ven las estrellas y sí cuatro o cinco hileras de luceritos, focos que alumbrarán su bautismo con la pasión, tras la huidiza y efímera gloria del pueblo.

Ensueño

Cuando llega el verano y el cielo, a la altura del estadio, tiene un aura casi mágica, es tiempo de volver a la edad de la inocencia, volver a sentir el olor al cielo, el olor al pasto, porque vos sabés que ahí hay un perfume iniciático, que no se olvida. Las honditas, el genérico de los viejos ciclomotores, apiladas contra el muro del estadio, las chivas sin cadenas haciendo eterno equilibrio con el pedal contra el cordón, el mediotanque con generosos chorizos de rueda, y el llanto emocionado del humo y la grasa bañando la brasa, la risotada del gordo ya viejo y canoso que supo ser el crack del pueblo, las mujeres absolutamente endomingadas como si ya estuvieran quemando la pilcha de la Noche de la Nostalgia.

Ahí están todos. Padres, novias, el electricista, el cura, la del Banco de Crédito, la abuela y el que anda con la que estaba casada con el que tenía la estación de servicio. Madres, tíos, primos lejanos, el pizzero, el cobrador del cable, el motoquero del delivery, la de la panadería y la cajera del súper. Están todos porque ahí está la fiesta.

Hay mucha emoción, mucha magia, porque los cracks de las nochecitas de verano están ahí, al alcance de la mano. En el calentamiento, atrás de las tribunas, en los amplios espacios internos que suelen tener los estadios del interior, la emoción campea. Se siente una vibra especial ahí, entre esos muchachos, esos hombres, esos vecinos que se están aprontando como para jugar la final del mundo, aunque nunca sean la tapa del diario ni aparezcan en Pasión. Todos, ellos y nosotros, los que estamos apenas separados por ese alambrado de cinco hilos, sentimos estar ante el momento deportivo de su vida. Y van por él, van por ella, y la adrenalina fluye y los muchachos, los hinchas-vecinos, los hinchas-primos, las hinchas-novias vocean de al lado, a menos de un metro de que se forme esa ronda de juramentación entre gritos.

A veces hago un viaje a mi pasado, a los años más felices, y me vuelvo con una valija llena de cosas simples, cálidas y agradables, que son el combustible de mi vaga prosa.

La mayoría de las veces esos viajes, pequeñas ensoñaciones atadas con alambre, son a mi infancia, que algunos dicen es la patria, y ahí aparece una pelotita de plástico, el sol, la imponencia del Campeones Olímpicos tocando bocina desde el auto, un ice cream en el Café del Centro, una camiseta albirroja de algodón y franjas anchas, la caravana de los campeones y decenas de imágenes más que me pasan a 60 cuadros por segundo: cuando las nochecitas de enero dan por fin la más inequívoca señal de que el verano es algo especial, en el boliche del Chivo Romero que a cada pago le toca por padrón estará sonando la cantora con ese lento pero seguro, segurísimo, locutor comercial que encastra a la perfección el paquetón de pañales de oferta en La Lola, con el estudio jurídico y notarial del doctor Pérez Bufante y asociados, o las Parker recién llegadas la a papelería La Central.

Aquel equipo hipnotizaba mis noches en el estadio, y me gustaba más pararme en la escalinata corredor que en la platea. Conducía a mis héroes rumbo al portón de la gloria. Siento el armonioso y seguro ruido de los tapones contra las baldosas, el perfume a linimento y aquellas ya húmedas camisetas de juilliard con el número bordado a la espalda, innecesario para saber que ése que saca el pecho para adelante, con jopito, que hace picar la pelota blanca con aire de crack es el Pato, que el de las patillas es el Garrincha Carbajal, que el de peinado apretadido pero cuidado es Saco Viejo, que el del paso serio y seguro es el Negro Fleitas, que el de buzo verde y pelota bajo el brazo es Pastorino, que vuela de palo a palo, y la guinda siempre queda imantada, pegada en el pecho verde.

Era 1975 porque desde aquel caluroso diciembre de 1974 estaba instalado en la casa de mi abuela en Florida, que es mi casa cada día que vuelvo a mi pueblo. He ido a ver todos y cada uno de los partidos de la albirroja. Mis tíos Mario y Juan se han encargado de que no caminara solo por Independencia hasta el Campeones Olímpicos, que a la vuelta no me faltara el chori con gustos de La Cachila de Pepe, de saludar a Palito Puchero, de comprar unos mojarreros nuevos en lo del Chivo Romero, que con el Gordo Rodríguez me hablan de fútbol, igual que el Gallego Suárez, que tiene la puerta de la sastrería abierta.

Las luces del estadio

Mis recuerdos son los suyos, porque esa calle, se llame como se llame, es la misma que desemboca en nuestro templo pagano, ese crack que va embalado al estadio, es el gomero en cada una de nuestras gomerías, y ese humo iluminado por las luces del estadio es el mismo perfume del incienso de nuestras canchas.

El partido, el campeonato, el teje y desteje de nosotros, las Penélopes de cada noche estival de cada año de nuestro Campeonato del Interior sigue estando ahí. La radio a imagen y semejanza de los de Montevideo es, era, la acotada caja de resonancia de nuestro espectáculo, eslabón invisible de una enorme cadena de sensaciones, emociones, hechos y acontecimientos que forjan la historia de nuestros pueblos en su aldeano imaginario popular, en su vecinal sentimiento de pertenencia.

Esos muchachos de hoy, los viejos del mañana, son quienes toman la posta de mantener viva la llama de los estadios apenas iluminados, el recuerdo de los cracks de antaño, semidioses de camisetas de algodón juilliard, y las hazañas mínimas como el cabezazo del Gato Esperanza, en la oribe, en los descuentos o la enorme caravana a la entrada de la ruta recibiendo a nuestros más grandes campeones, ya subidos en la zorra de Peláez & Masantonio Maquinaria agrícola.

El portoncito delimita el rol: de este lado es mi vecino, del otro con la capa como camiseta es el héroe local.

Ese viejo incienso, alquimia de aceites y masajistas, corporizado en viejas piernas lustrosas, te saca de ambiente y te conduce cada verano a un mundo de fantasía, de caballeros y héroes guerreros que, de la mano del padre, abuelo o tío, padrino de aquel bautismo, de esa compleja emoción colectiva, en donde todo se congela ante la menor señal de que se acerca aquel momento de efímera comunión y máxima emoción, en el que los futbolistas, casi como murguistas cantando entre su gente, dan el tono con el estridente sonido de sus tapones marcando una marcha triunfal, avanzando con seguridad y miedo hacia la batalla, a veces al campo de la gloria, otras tantas al infierno tan temido, pero siempre enhiestos, serios, grandiosos.