Ustedes no conocen, ni conocerán, el cine Italia, en Florida.
Ustedes conocen y conocerán a Luis Alberto Suárez Díaz, que nació en Salto el 24 de enero de 1987.
Desconozco a esta altura de nuestras vidas, y de nuestra formación curricular de base, si conocen el Cantar del Mío Cid, y en consecuencia las gestas de Rodrigo Díaz de Vivar, el Campeador, capaz de las victorias más épicas, incluso después de muerto.
El cine Italia estaba ubicado en la Sociedad Italiana, y tenía la particularidad de que se entraba por el frente a los laterales de la pantalla. Fue allí que, de niño, antes de que el Chopo me lo presentara años después en Literatura de cuarto, conocí al Cid Campeador. Los detalles de la película en la que participan Charlton Heston y Sophia Loren poco importan en estas líneas, pero sí importa la figura del Cid, ya muerto, saliendo al campo de batalla y venciendo una vez más.
Esa idea que tengo de niño es la que ha perdurado en el tiempo cuando me cruzo en la vida con tipos como Luis Suárez, que siempre, pero siempre, en las peores condiciones de vulnerabilidad, le termina ganando a todo.
No conozco a Sandra Díaz, su mamá, pero estoy seguro de que si le preguntase por su nacimiento en aquel enero del 87 en el Hospital de Salto, recordaría dificultades y obstáculos hasta que por fin vio la luz.
Siempre vivo
Este Rodrigo Díaz de Vivar, este Luis Alberto Suárez Díaz, este señor de las batallas, hoy, 35 años después de su alumbramiento, sigue superando todos y cada uno de los obstáculos que se le presentan en su vida, representada en un recuadro de 110 metros por 70. Sigue ganando cada batalla, aún cuando recurrentemente el entorno amplio de sus detractores, enemigos y oponentes lo dan por muerto.
Con una rodilla en la mano, con su all inclusive de quirófanos, con la maledicencia y la inquina de quienes pretenden destruirlo, él sigue ahí, enhiesto guerrero comprometido con el juego que es parte de su vida, con su gente, y reforzando y reelaborando sus valores y sus convicciones en medio de su humanidad tan tortuosa como la de cada uno de nosotros.
Ahí está el Luis, con 20 años de profesión, poniendo el cuerpo y su armadura por él y por nosotros, su nunca decreciente grupo de acólitos que le hacemos el aguante achatando el culo contra el cemento, apiñándonos contra un televisor, despertándonos los domingos a las ocho de la mañana como si fuéramos a misa. Ganando, perdiendo, mojando o seco, siempre está con su aura de omnipotencia del esfuerzo, de búsqueda de lo impensado, de sapiencia adquirida y trabajada para hacer lo suyo, lo que le corresponde en su aporte colectivo, y más.
Han pasado 17 años desde su aparición en el fútbol de la primera división profesional en Nacional. En estos días se han cumplido 15 años de su debut en la selección uruguaya, la representación amplia de su vida deportiva, transformada para nosotros simplemente en su vida. Es a través de la celeste que el imaginario popular uruguayo lo ha transformado en héroe, en ídolo, en dueño de las más lógicas expectativas finitas que parecen transformarse en infinitas.
Por estos días, cuando por enésima vez los disidentes de su gloria lo daban por muerto, volvió a calzarse como pudo la armadura de la gloria y sostuvo con su gol la victoria ante Paraguay en Asunción, con la que nos sacó de los pelos de una situación de drama amplificado en un set televisivo de un programa de chimentos de la tarde. Unas horas después volvió a convertir en Montevideo ante Venezuela y otra vez se erigió en el máximo goleador histórico de los procesos de clasificatorias sudamericanas que, en régimen de todos contra todos, se juegan desde el Mundial de 1998, pero que con menos cantidad de partidos se disputan desde antes de Suecia 1958.
Ahí está el Luis, una vez muerto y con la armadura de sus goles generando nuevas victorias, nuevas gestas. Una y otra vez, y otra más, si él está en el campo todo es posible. Con la celeste y con la camiseta que tenga puesta, como le pasó en el Ajax, como le sucedió en el Liverpool, donde nos hizo madrugar cada domingo para que pudiésemos acompañar al mejor Suárez del mundo, con la del Barcelona metiéndose en la historia para siempre, con la del Atlético Madrid sacándolo campeón. Ahí está, el muerto, viejo, gordo, acabado, yendo a Barcelona después de ser echado como un perro y mandándola a guardar como siempre.
Ahí está ancho, con una rodilla en la mano y la otra atada con alambre, con 35 años de futbolista, que son como 50 de oficinista o 68 de escritora, pero con la armadura que le da la capacidad innata, la adquirida, y la ilusión permanente, la de aquel niño extremadamente vulnerable y sin más medios que sus ganas y su esfuerzo, la de este hombre que batalla cada día, para cada vez, cada tarde, cada noche, renovar y renovarnos sus mejores aspiraciones. Gracias, Gordo, por ofrendar goles, ante la miseria y el odio de los maledicentes. Bienaventurados sean, aun aquellos que te denostan. Gracias.
Aquí y ahora, allá y ayer, Luis es el mejor de mi mundo, el mundo que cambia todos los días, el mundo que es como un partido de fútbol, con caras serias, sonrisas, responsabilidades, éxitos, fracasos y sublimaciones.