El plato de fideos con una salsa de tomate recién salida del frasco de vidrio parece un manjar cuando se sirve en la montaña, a 1.300 metros de altura, a un costado de la ruta por la que unas horas después pasará el Tour de France.

No hay misterio en los métodos. Cocinilla a gas, fideos de bolsa, salsa comprada. El vehículo estacionado en la banquina, tras recorrer por algunas horas el asfalto por el que ya están pedaleando los ídolos de miles, que estarán a la vista por fugaces momentos dentro de un rato. Es un baño de inmersión en la cultura de la carrera ciclística más popular del mundo. Las siguientes horas serán de conocimiento y reconocimiento de todo lo que pasa alrededor, algo tan cotidiano para los adeptos como nunca visto para quien no acompañó antes una vuelta por etapas.

Ascenso del Col d'Aspin, el 20 de julio.

Ascenso del Col d'Aspin, el 20 de julio.

Foto: Anne-Christine Poujoulat, AFP

Permanente viaje

El descubrimiento comenzó en las horas previas, manejando por caminos que desde temprano ofrecen su ambientación. La gendarmería custodia las rutas –los grandes ingresos y los pequeños– con turnos de guardia prolongados a lo largo de varias horas para hacer espacio a la caravana. La gracia de este circo es ver su viaje. Camiones, ómnibus, autos y camionetas. Todo se traslada de la noche a la mañana, se despliega en un sitio y desaparece antes de que se ponga el sol. El viaje es el de los ciclistas: cuando llegan, el circo se termina. La función es fugaz. Los héroes no permanecen en ningún lado donde puedan ser vistos por mucho tiempo; pasan y se van. Abordan sus ómnibus de equipo rumbo al siguiente pueblo, donde mañana largará el próximo tramo. El que quiera, que los siga.

Más de 70 horas netas van a haber pedaleado durante estas tres semanas cuando lleguen a la meta en los Campos Elíseos. Más de 3.300 kilómetros totales en las más variadas condiciones de terreno, en climas a veces menos y a veces más hostiles, pero siempre veraniegos y en una pasarela pronta para mostrarlos, para que sean vistos, vitoreados y admirados. Para circular por ella en vehículos a motor hace falta un sticker identificatorio como miembro de la organización, servicio técnico, equipos o prensa. Y en ese viaje en la mañana de una etapa, la ruta está colmada. Horas antes la gente espera, y cuando los autos pasan los niños piden “claxon” –bocina– porque hay algo de festejo compartido cuando el Tour pasa por esas carreteras, cuando la caravana toca bocina y la gente puede devolver el saludo. Para muchos es una mañana festiva, con la reposera en la puerta de la casa, una mesa plegable, almorzando antes de verlos pasar. Así sucede en los pueblos, pero hay otros contextos.

El ciclista colombiano, Rigoberto Uran (d), el 20 de julio durante la 17.ª etapa de la 109.ª edición del Tour de Francia,  entre Saint-Gaudens y Peyragudes, en el suroeste de Francia.

El ciclista colombiano, Rigoberto Uran (d), el 20 de julio durante la 17.ª etapa de la 109.ª edición del Tour de Francia, entre Saint-Gaudens y Peyragudes, en el suroeste de Francia.

Foto: Anne-Christine Poujoulat, AFP

Cancha llena

La montaña es el estadio por excelencia para este deporte. Cuando la carretera cierra sus puertas, a la hora en que los gendarmes empiezan a cortar el paso de los vehículos a las faldas de los cerros, las improvisadas tribunas ya están llenas. Nadie tuvo que habilitarlas ni construir gradas; son el espacio público, y miles ya encontraron su lugar la noche anterior, las noches anteriores. Algunos, los que vienen preparados, pedalean ahora por los mismos caminos. Son rutas locales que atraviesan los pueblos y dialogan con sus paisajes, su arquitectura, sus actividades económicas. No se parecen a las grandes autopistas. Los y las ciclistas amateur aprovechan el escenario, el momento en que pueden jugar en la misma cancha que los más grandes ciclistas del mundo, el mismo día, casi a la misma hora. Otros destapan una cerveza, comen carnes a la parrilla, y hay varios que lo hacen todo. Son convocados por el ciclismo, una expresión mucho más amplia que la carrera que contiene. Son vacaciones al aire libre en las rutas de Francia, encuentro de familias y amistades. Encuentro de trabajo para otros, incluidos esos 176 pedalistas que comenzaron la competencia un par de semanas atrás.

La televisión los muestra ahora laburando, exigiendo sus piernas. Los ascensos en la montaña son un desfiladero de bicicletas recostadas contra los paredones o tiradas al costado en algún pastito mientras la gente que anduvo en ellas para llegar hasta ahí se abalanza delante del pelotón. Lo hacen para verlos venir, pero la imagen inquieta, pareciera que no darán paso; sin embargo, la marea se abre. En una reverencia multitudinaria ambientada por gritos enfervorizados, el desfile de ruedas y piñones se prolonga por kilómetros de ininterrumpida subida. El cartel de lunares rojos, símbolo de los ascensos más temidos, dice “Peyragudes: 8 kilómetros a 7,8%”. Lo que está anunciando es que, en promedio, los ciclistas subirán 7,8 metros de altura por cada 100 pedaleados en línea recta. Hay rampas de hasta 16% en ese puerto. Hubo rampas de hasta 18% el día anterior.

Público al borde de la carretera, el 20 de julio.

Público al borde de la carretera, el 20 de julio.

Foto: Marco Bertorello, AFP

En muchas de esas paredes –así se les llama a las subidas más pronunciadas– el nombre del ganador está escrito anticipadamente. Aparece una y otra vez junto con el del segundo y el tercero. Se repiten como un mantra también “Thibaut” y “Romain”, los hijos pródigos del ciclismo francés actual, que no serán ni primeros, ni segundos, ni terceros en esta edición, pero que reciben más muestras de cariño en forma de aliento que ningún otro. Está escrito el nombre del ganador incluso días antes del final del evento, porque, entre otras cosas, el público también encuentra tiempo durante la jornada para pintar su aliento en la calle, donde los competidores puedan verlos. Ni ellos ni nosotros, nadie sabe todavía quién ganará, pero el domingo, cuando uno se ponga la malla amarilla en París, su nombre ya habrá estado decorando las rutas durante toda la competencia, especialmente en los ascensos.

Paisaje sonoro

Habitualmente pasan las cuatro de la tarde cuando llega el último kilómetro de la etapa. En esos tramos las grandes barreras que contienen al público soportan además los carteles de patrocinadores. Son la estructura del instrumento de percusión, lonja y madera del Tour de France, para que cuando pase el desfile que encabezan los llamados a la gloria y que cierran los últimos de la general, retumben los golpes de las palmas de las manos multiplicadas por cientos. No hay ritmo. Hay ruido, hay barullo, hay aliento.

No se los ve venir hasta que el helicóptero los anuncia. Hasta seis de estos se cuentan cuando se aproxima la caravana. Cuidan la seguridad, dan soporte logístico y transportan cámaras para la televisación. Su paso hace difícil incluso hablar con el de al lado, pero son tan fugaces como el tránsito de los ciclistas y sólo acompañan a los importantes: líder de etapa, líder de la general. Para los que vengan atrás habrá silencio o habrá gritos desde el costado de la ruta.

El ciclista estadounidense Sepp Kuss (i), el ciclista danés Jonas Vingegaard (c), y el ciclista belga Wout Van Aert (d), el 20 de julio.

El ciclista estadounidense Sepp Kuss (i), el ciclista danés Jonas Vingegaard (c), y el ciclista belga Wout Van Aert (d), el 20 de julio.

Foto: Marco Bertorello, AFP

La caravana siguió de largo. Atrás de ella emprenden su marcha los amateur, pedaleando una vez más rumbo a sus vehículos. Del plato de fideos con tuco sólo queda el recuerdo escrito: parece que hubiesen pasado días. Una caminata mediante para ir en busca de la llegada de montaña, ciclistas, helicópteros, hinchas golpeando la estática. Pasó un partido de ciclismo. El motor se enciende de vuelta, el GPS en el teléfono ya invita a rumbear al próximo destino, pero sin apuro que hay tiempo hasta mañana para llegar. Mientras tanto, habrá que parar a comer algo.

Definición del Tour

El probable ganador de la carrera se llama Jonas Vingegaard y es danés. El miércoles no le pudo ganar la etapa a su escolta, el esloveno Tadej Pogacar, con final en la subida a Peyragudes. Sin embargo, mantuvo la malla amarilla, un objetivo mucho más importante. Sólo un compatriota suyo ganó la carrera antes. Fue Bjarne Riis en 1996, aunque confesaría años más tarde que incurrió en doping durante varias temporadas, incluida aquella. Pese a eso y a un amague de la organización de retirarlo de la lista de campeones, Riis sigue siéndolo no sólo en los hechos, también en los papeles.

Antes de pasear por los Campos Elíseos el domingo, donde sueña llegar como ganador, Vingegaard debe superar tres etapas disímiles. La más peligrosa puede ser la de este jueves, con tres nuevos ascensos a la montaña, incluidos dos fuera de categoría –los más difíciles del Tour–. En etapas así se puede perder la carrera en un solo día.

Pogacar aspira a recortar tiempo. Puede hacerlo este jueves, es poco probable que lo haga el viernes en una etapa llana, y deberá hacerlo el sábado –en una contrarreloj individual de 40 kilómetros– si quiere, como en 2020 y 2021, repetir su título de campeón. Dos minutos y 18 segundos separan al escolta esloveno del líder danés. Todavía no está dicha la última palabra, pero el miércoles en Peyragudes fue un gran paso para el actual líder rumbo al sueño parisino.

Facundo Castro, desde Peyragudes (Francia).