El tórrido perfume marinero del Mediterráneo en Castelldefels se cuela por las rendijas del enorme parrillero, vacío y carente de asados y gritos durante más de un año, pero siempre un espacio preciso para los afectos, los pensamientos, el mate y la música.

El Luis juega con la bombilla sólo para reafirmarse en una decisión ya tomada, importante, única. El mate está nuevo, la montañita impecable y de la boca del Re-Evolution emana un chorro de agua tan caliente como el momento, que baña con precisión las costas de la yerba que echa espuma por la boca mientras el gordo hace foco en el escudito que asoma en la virola de oro y alpaca, y en ese tiempo sin tiempo que apremia y empuja avanza suelto entre quienes le persiguen y el arco, como tantas veces hizo.

Levanta la vista y mira a su más próximo horizonte. Mientras se ceba otro amargo recrea en su cabeza el último gol que lo apretó a la gloria del éxtasis, y piensa cuánto tiempo corrió mirando su horizonte y el de otros millones hasta decidir con justeza y vida. En Pucela, Valladolid, sólo pasaron siete segundos entre el inicio de su carrera, sus cuatro toques de conducción y su definición justa para que, una vez más, la vida lo colocara en su no buscada condición de héroe cotidiano de la gente.

Hay un minuto y 32 segundos entre que la boca de dragón del termo absolutamente tatuado con un ploteo de su familia escupe 35 centímetros cúbicos de agua hirviente, y el ruido final de la última aspiración del líquido que la bombilla filtra contra la yerba que puebla las profundidades del mate. Un minuto y medio de ensoñación y realidad en 15 cuotas de un mate, que es como aquella carrera de mediacancha en la que una pausa en el tiempo sin pausa permite la decisión final.

En el equipo de música que sin aspaviento preside el lugar suena La Furia, y aquella canción como hace 20 años en Fabric Disco, en General Paz y Caramurú, cuando la vida los juntó con Sofi como Una Bola de Nieve.

Luis se para, acomoda el termo entre su brazo y su torso, y con el mate en su mano derecha avanza hacia el portal. Va a buscar a Sofi, pero no será necesario. Ella está llegando a su decisión. Mientras siguen sonando los vientos, Luis se termina el mate, agarra de la cintura a Sofi y le susurra al oído: “Nos vamos a casa, mi amor”.

La vuelta de Luis Suárez, después de 16 años, a Nacional y al fútbol uruguayo significa mucho más que el retorno de uno de los más grandes futbolistas que los habitantes de la Tierra hayamos visto en este siglo XXI. Es la vuelta, por un ratito, a la edad de la inocencia.

Un lugar en el mundo

En Achar, un pueblo de Tacuarembó, son las cuatro y media de la tarde y hace calor aunque es invierno. El Cholo chico no ha podido pegar un ojo en la siesta, y su joven tensión va en aumento contrastando con la quietud del pueblo, apenas atravesada por el paso lento de las madres de los niños más chicos, que van arrimándose a la escuela para buscar a los recién iniciados en el aprestamiento. Cholito se sube a la chiva y toma en dirección a la canchita donde están otros gurises peloteando y parloteando; en eso, un par de ellos gritan, festejan, se ríen y hasta quieren tirar cuetes, porque al final ha pasado lo que todos querían que pasara. Lo saben por él mismo. Es Luis Suárez, que desde Barcelona les está diciendo que vuelve. “Nos vemos pronto”, dice Luis en Barcelona y señala con el dedo que en ese momento apunta a Cholo, en Achar.

Aquello

¿Realmente nuestra reserva espiritual de fútbol pasión lúdica, que acompaña a decenas de millones en todo el mundo desde que empezaron a correr una pelota, es la madre de esta maravilla?

El fútbol en su novel condición de deporte, aquel juego que se fue convirtiendo en sí mismo, en un deporte de competencia, en casa en Gran Bretaña, también acá en el Río de la Plata, se sembró en la semilla de la gente. El negocio fue al principio un apéndice importante del juego y de la competencia, pero con el tiempo se lo fue devorando, y durante décadas el negocio del fútbol explotó sin miramientos a los jugadores que, compitiendo de manera reglada, buscaban la gloria y no la guita.

Lo que vulgarmente denominamos negocio del fútbol es en realidad un ejercicio capitalista salvaje de la explotación de la venta virtual de lo que sea vendible y lo que puedan inventar como nueva venta.

Sea como sea, con nuestra inocencia, nuestro creer y el alto rango emocional y afectivo de Luis Suárez, de alguna manera hemos rescatado las fuerzas del perfume del césped, la empatía, la camiseta.

Los hinchas del mundo, hasta nuestros días por lo menos, hemos sido siempre futbolistas hasta que la biología, las aptitudes o las oportunidades nos transformaron para siempre en hinchas. Los futbolistas han sido siempre hinchas aunque la vida los vaya llevando de lugar en lugar, de camiseta en camiseta, de ambición en ambición. Sin embargo, como colectivo mantienen el espíritu indoblegable de la pasión por el fútbol, el verdadero, el que querremos para siempre; sí, con camisetas aerodinámicas y botines de colores jugando para 56 cámaras entre el cemento vacío travestido en tribunas virtuales llenas de vendedores de ilusiones, pero sobre todo el que se juega con patitas descalzas en medio de la tierra y con arcos hechos con piedras.

Un viajero en el tiempo

Eduardo Sacheri dice que es argentino, dice que es de Castelar, al oeste del Gran Buenos Aires, pero desde hace años sospecho que es un viajero en el tiempo. Este inconmensurable escritor redactó, ya hace una punta de años, las alternativas románticas y puras de esta situación, sólo que para que la ficción fuera realidad antes o después que la realidad fuera ficción, cambió algunos nombres, situaciones o lugares, pero no hay dudas de que el multipremiado creador está hablando de Suárez. Le dice Tito, no sé por qué, pero está hablando del Lui. Revisen, si no, algunas de sus líneas.1

“Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra, y al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: ‘¡Che, Josecito!, ¿qué pasa que no viene el ‘maestro’? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón, viejito?’. ‘Che, Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mirá que después del barullo que armamos, si nos falla justo ahora...’.

Cuando Tito me llamó, me animé a pedirle la gauchada. Primero se mató de la risa de que le saliera con semejante cosa. Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no había problema.

Después con el Tanito nos dimos ánimo mutuamente, tratando de persuadirnos de que un par de juramentos tirados al voleo no podían ser demasiado perjudiciales para nuestras familias y nuestra salvación eterna. Fue cuando lo mandé a Josecito a pararse arriba del camión, a ver si lo veía venir por el portón de la ruta, más por matar un poco la ansiedad que porque pensase seriamente en que fuese a venir. Es que para esa altura yo ya estaba convencido, en secreto, de que Tito nos había fallado. Había quedado en venir el viernes a la mañana, y en llamarme cuando llegara a lo de su vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas. En la radio comentaron que Tito se venía, después del partido que jugaba el miércoles por no sé qué copa. Pero el jueves, y también por la radio, me enteré de que su equipo, como había ganado, volvía a jugar el domingo, así que en el club le habían pedido que se quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me dijo que ella ya no podía hacer nada.

El viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito podía llamar en cualquier momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en la radio confirmaron que Tito jugaba el domingo. No tuve ánimo ni para calentarme. Me ganó, en cambio, una tristeza infinita. En esos años, las veces que había venido Tito.

Pero justo ahí, justo en ese momento, mientras yo le hablaba a Josecito y el árbitro levantaba el brazo y miraba a cada arquero para dar a entender que estaba todo en orden, y Alberto levantaba el brazo desde nuestro arco, me di cuenta de que pasaba algo. Porque el referí dio dos silbatazos cortitos, pero no para arrancar, sino para llamar la atención de Ricardo (que siempre es el arquero de ellos). Aunque lo tenía lejos, lo vi pálido, con la boca entreabierta, y empecé a sentir una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que no fuera lo que yo pensaba que era, temía que lo que yo veía en las caras de ellos, ahí adelante mío, no fuese asombro, mezclado con bronca, mezclado con incredulidad; que no fuese verdad que el Bebé estuviera dándose vuelta hacia Ricardo, como pidiendo ayuda; que no fuera cierto que el otro siguiera con la vista clavada en un punto todavía lejano, todavía a la altura del portón de la ruta, todavía adivinando sin ver del todo a ese tipo lanzado a la carrera con un bolsito sobre el hombro gritando aguanten, aguanten que ya llego, aguanten que ya vine, y como en un sueño el Tanito gritando de la alegría, y llamándolo a Josecito, que vamos que acá llegó, carajo, que quién dijo que no venía, y los mellizos también empezando a gritar que por fin, que qué nervios que nos hiciste comer, guacho, y yo empezando a caminar hacia el lateral, como un autómata entre canteros de margaritas, aún indeciso entre cruzarle la cara de un bife por los nervios o abrazarlo de contento, y Tito por fin saliendo del tumulto de los abrazos postergados, y viniendo hasta donde yo estaba plantado en el cuadradito de pasto en el que me había quedado como sin pilas, y mirándome sonriendo, avergonzado, como pidiéndome disculpas, como cuando le dije vení, pibe, jugá de nueve, capaz que la embocás; y yo ya sin bronca, con la flojera de los nervios acumulados toda junta sobre los hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos, me tuve que hacer llamar a la concentración por mi tía Juanita, pero conseguí pasaje para la noche, y llegué hace un rato, y perdoname por los nervios que te hice chupar, te juro que no te lo hago más, Carlitos, perdoname, y yo diciéndole callate, boludo, callate, con la garganta hecha un nudo y abrazándolo para que no me viera los ojos, porque llorar, vaya y pase, pero llorar delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo clic y volviendo a encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el caos”.

Fue como un cuento de Sacheri, y ahí está Suárez, el Gordo, el Lui, aprontándose con su familia, para volver a casa.

El fin de semana llega a Uruguay, y el martes ya tirará el bolso detrás del arco para ponerse la 9 y jugar por Nacional, como hace 16 años.


  1. Texto extraído y editado de parte del cuento “Esperándolo a Tito”, de Eduardo Sacheri (Alfaguara).