“¿Quién anda ahí? ¿Qué andan murmurando? ¿Quién anda ahí revisando mi pasado, ventilando mis cuestiones, sacando conclusiones?”. Así comenzaba el último cuadro de Yambo Kenia en 2007. De saco, sombrero y lentes oscuros, Pedro Díaz interpretaba a José Leandro Andrade. Pasaba los últimos días de su vida en el Piñeyro del Campo, solo y olvidado, sumido en el tormento después de haber conocido la gloria. En aquel carnaval, la comparsa de la familia Larraura se coronó con el primer premio de la categoría al adaptar para su espectáculo Gloria y tormento, novela con la que Jorge Chagas obtuvo el Primer Premio de Literatura en 2003 y que recientemente fue reeditada por Fin de Siglo.

Las luces y sombras de la Maravilla Negra son retratadas en la ficción por la periodista Clara Moreira, quien recibe una invitación –o mejor dicho, es desafiada–, de un enigmático personaje del que no tiene más señas que la de su vestuario y modos anacrónicos de expresarse, para escribir un artículo sobre el primer astro negro del fútbol mundial.

El derrotero tras la huella de Andrade no es un paseo apacible, “la verdad puede ser como quitarse una muela sin anestesia”, le advierten a Clara; porque en Gloria y tormento no sólo se detalla las epopeyas celestes de los Juegos Olímpicos de París 1924, en donde Uruguay inaugura la vuelta olímpica luego de imponerse en la final ante el combinado suizo, o el duro esfuerzo que tuvo que realizar el equipo cuatro años después al defender el oro en Ámsterdam, ni cómo Andrade pasó a ser la Merveille Noire al deslumbrar a los espectadores que asistieron al Estadio Olímpico de Colombes por sus destrezas futbolísticas dentro de la cancha y sus habilidades como bailarín de tango y seductor en la noche parisina. Chagas realiza una minuciosa investigación. No se limita a lo estrictamente deportivo y va más allá al pintar el Uruguay de los años 20, un país que se posicionaba como modelo en la región y se abría al mundo de la mano del batllismo. A modo de contraste, se señala el racismo de una sociedad pacata que le daba la espalda a la comunidad afrodescendiente, marginada a los conventillos donde familias enteras vivían hacinadas en una pequeña pieza, hacían fila para utilizar la única letrina del lugar y debían contentarse con la alegría pasajera de las festividades tradicionales de la raza.

La figura de Andrade en ese contexto de principios del siglo XX cobra preponderancia. “Uno de los nuestros”, como pudo haber dicho cualquier vecino de los barrios Sur, Palermo o Ansina, o del conventillo Las Muchas Puertas, cerca de la Estación Pocitos, había alcanzado la gloria. En Leandro Andrade se materializaba la esperanza de un futuro sin la cruz que la colectividad negra estaba condenada a cargar, cosa que, a quemarropa y sin titubeos, le hacían saber a Clara: “La realidad era que los varones negros al menos podían destacarse en el fútbol o con el tamboril. José Leandro Andrade es un ejemplo, ¿no? Otros, poquitos, dejaban de ser “negros che” para convertirse en “negro usted”. Pero yo no podía tamborilear ni jugar al fútbol. Las negras ya nacíamos con una escoba en la mano y un trapo de piso en la otra”.

Realidad y ficción

Andrade fue una figura admirada y amada al otro lado del Atlántico, fue celebrado al regresar a su país, al mismo Montevideo donde la gente de bien se escandalizaba si lo veían del brazo de una mujer blanca por la Peatonal Sarandí. Es por eso que el desaire y el plantón de aquel 18 de agosto dolieron profundamente en el seno de la colectividad negra.

Su gesta había sido capaz de lograr una tregua entre las diferentes cuerdas de tambores. Las antiguas rivalidades quedaron momentáneamente de lado y desfilaron juntas por Isla de Flores un mediodía de invierno, porque esa noche se celebraría un banquete en su honor. “Los patriarcas”, referentes de la colectividad, habían dado su bendición para el festejo y campeones sudamericanos con la selección uruguaya como Isabelino Gradín y Juan Delgado se encontraban entre los invitados más distinguidos, pero el flamante campeón olímpico nunca se hizo presente.

Alguna vez, muchos años después, Andrade se colocó el talí y al frente de la cuerda de Los Esclavos del Nyanza recibió la mirada hostil de los demás. “¿Así debe ser el fin de los que conocen la gloria? Pobreza, soledad, incomprensión, olvido”, pensó la periodista mientras intentaba darle forma a su artículo.

Tal vez esta investigación de Clara Moreira (o tal vez este libro de Jorge Chagas), entre tantas cosas que sugiere, es una forma de redimir al ídolo y aliviar el tormento que queda tras la gloria.

Gloria y tormento, de Jorge Chagas. Fin de Siglo, edición original de 2003.