Hay coordenadas que se sincronizan sólo una vez por año: el calor de la noche, el perfume de las glicinas y los jazmines tardíos cruzado con el de las brasas chirriantes de grasa que llora sobre ellas y el imán que genera ese punto del pueblo donde se hace la luz.

Mañana o pasado, o dentro de unos días, empieza. Todos lo sabemos. La esquina de casa es un poco la esquina del estadio, el muro del club o el cañaveral que hace de vestuario en las tórridas tardes de diciembre cuando empezamos a jugar a los héroes del pueblo en camiseta.

El carrito del panchero está a cinco, diez metros de nosotros, pero estamos en línea con él. De hecho, ese pancho de no menos de 30 centímetros, en el que se mezclan, serpenteando, la mostaza amarilla verdosa con el rojo carmesí del ketchup, acaba de viajar en el tiempo por el del honesto oficio de frankfurtero, al que siempre se conoce por el apellido, ¿Chávez? ¿Méndez? ¿Suárez?

Como un malabarista saca la tapa, pesca con la pinza, acopla el pan con la servilleta de agarradera con el noble chacinado, mientras con lo que le queda de la otra mano, cual artista de aerosoles, celebra la mostaza, la mayonesa y hasta algo parecido al chimichurri, que como emulsión aceitosa baña el chopán.

No me creen, y eso que estaban ahí.

Sueñito del alma mía

Dos por tres lo sueño, y en el sueño, o despierto, creo y siento que ahora soy un sexagenario del área. Con mis 60 pinos y pico recién plantados, le tiro el viaje imaginario esta vez a esa globa que pienso me quedará a medio metro de mi pierna derecha, y en una toma de decisiones sostenida por la teoría y avalada por la praxis –porque ya lo hice–, genero el equilibrio justo, con el contrapeso necesario, para que, al alzar de costado mi empeine, sienta ese contacto único, placenteramente justo, que haga que la pelota sea un infierno para el golero y se pudra en el ángulo o donde sea.

Fue allá, en el arco de la curtiembre. Fue toda esa noche. Se nos iba el partido, se nos iba todo.

Fue acá, seguro, porque el padre del Topo, el Topo Grande, aquel de los camiones, el de la voz de caño, fue el que, haciendo equilibrio entre el cemento y el alambrado, ofició la comunión más pura del fútbol del interior cuando, apenas atravesando la frontera de la mediacancha, el Yuyo, que ese día jugaba de 4, pegó un trancazo que sonó como una explosión. Del otro lado del alambrado le llegó la orden conminatoria del Topo o de Mariana, yo qué sé, o capaz que era el Milico González. Gritó: “¡Échalo, muchacho!” –refiere a la orden extemporánea de que el futbolista que juega por el lateral levante el centro para su delantero topador, que ya corre desbocado al área– y me despegué del piso 40 centímetros para meter ese guampazo sostenido en el aire como esos viejos y macetudos zagueros centrales del pueblo que van a buscar la última pelota.

Las bocinas de los autos, el llanto, los gritos desde el alma, los abrazos sudados, apretados, haciendo un único cuerpo de emociones y conmociones. Y el pasto, y el cielo y mi camiseta, nuestra camiseta y la caravana de ciclomotores, bicicletas, camiones y colachatas mensajeando al pueblo desde la eternidad.

Tas loco, muchacho. No sabes lo que es eso. Eso sí que es verle la cara a Dios.

Dejalo que se marca solo, se hablaban entre ellos los zagueros del otro pueblo. Pegaban unos berridos de utilería para que yo, un perro consuetudinario, me achicara y me fuera al mazo.

Uno era un miliquito flaquito y medio fibroso, el otro era Gálvez. Cómo no iba a saber quién era el otro, que estaba añoso y lento pero seguía teniendo esa imponente figura de centerhalf, dijera mi viejo, y al que vimos jugar en puntas de pie en la selección del otro pueblo, pero también en la del estadio de al lado del arroyo. Y dicen que hasta con la celeste había jugado.

Historia viva

El sábado 14 de enero comenzará otra vez, con cuatro campeonatos de otras tantas confederaciones –las originales Sur y Este, la Litoral Norte, además de la histórica y centenaria Litoral–, la Copa Nacional de Selecciones.

Esta vez, los clasificados al módulo de definición de la Copa Nacional serán los dos finalistas de cada uno de los cuatro campeonatos, por lo que, a diferencia de los últimos años, no habrá terceros que clasifiquen ni tampoco necesidad de recurrir a un mejor perdedor para completar el cuadro de cuartos de final o semifinales. Asimismo, con cierto delay, se eliminará para todas las definiciones el ítem de gol de visitante, sea para decidir posiciones o clasificaciones.

Partido por la 17a Copa Nacional de Selecciones, en el estadio del Club Progreso, en Estación Atlántida, Canelones (archivo, octubre de 2020).

Partido por la 17a Copa Nacional de Selecciones, en el estadio del Club Progreso, en Estación Atlántida, Canelones (archivo, octubre de 2020).

Foto: Fernando Morán

El desarrollo de Litoral Norte (el único que es sin series y se juega a dos ruedas todos contra todos, y quien sume más puntos será el campeón), Litoral (dos series, una de cuatro selecciones y la otra de tres), Sur (tres series, dos de cuatro y la otra de tres) y Este (igual conformación que el Sur) se dará los sábados, domingos y miércoles, a excepción de las finales, que se disputarán con una semana de diferencia entre una y otra. Habrá televisión de parte de Tenfield, que marcará un encuentro el sábado y otro el domingo, por lo menos, para emitir en directo.

Los campeonatos se juegan en categoría absoluta y en sub 17, y en los cuatro campeonatos iniciales se juega a doble espectáculo, mientras que una vez que haya instancias de definición, si ambas representaciones de una misma liga clasifican, los juveniles siguen el calendario de los mayores, siempre y cuando los rivales también hayan clasificado en ambas categorías.

Una vez concluidos los campeonatos del Litoral, Litoral Norte, Sur y Este, con los finalistas de cada uno se conformará la fase que decidirá al campeón del Interior. En cuartos de final se cruzarán primeros contra segundos del Sur y del Litoral Norte, lo mismo que pasará entre los del Este y los del Litoral.

De cada pueblo un paisano

En el fútbol del interior, el más participativo campeonato de fútbol de Uruguay, en el que pueden ser elegibles más de 50.000 futbolistas de medio centenar de ligas para representar a un máximo de 36 selecciones que juegan por los pueblos o por el departamento que adhiere a esa camiseta, la expectativa se duplica porque la Copa Nacional de Selecciones es, para todos, dos campeonatos en uno. El módulo inicial se compone de una agrupación geográfica entre selecciones más o menos vecinas, construidas históricamente por décadas y décadas: Litoral, el pionero, cuya primera edición fue en 1922, hoy reconvertido en Litoral Norte y Litoral; el Sur, cuyo primer campeonato fue en 1924; y el Este, que se empezó a jugar en 1927. Los cuatro torneos de confederaciones –fueron cuatro también mientras se jugó el de la Confederación del Norte– confluyen históricamente con sus campeones para definir, desde 1952, al campeón del Interior, que desde 2004 es la Copa Nacional de Selecciones.

Es decir, cada selección juega soñando primero con el título de su confederación y después con el de la Copa Nacional de Selecciones.

Ahora, desde el sábado, habrá 34 selecciones. Vuelve Soriano, después de una sentida ausencia, a través de su histórica liga de los clubes de Mercedes, y no juegan las Ligas Agrarias de Salto ni una representación del interior de Flores.

Litoral Norte

Paysandú, Salto, Artigas, Rivera y Tacuarembó.

Litoral

Serie A: Mercedes, Fray Bentos, Young y Nueva Palmira.
Serie B: Bella Unión, Tranqueras y Guichón.

Sur

Serie A: Colonia del Sacramento, Federación de Colonia, Ecilda Paullier y San José.
Serie B: Canelones, Florida y Casupá.
Serie C: Durazno, Flores, Paso de los Toros y Sarandí del Yi.

Este

Serie A: Maldonado, Zona Oeste de Maldonado, Canelones del Este y Lavalleja.
Serie B: Rocha, Chuy, Cerro Largo y Vergara.
Serie C: Treinta y Tres, Varela y Cerro Chato.

Salvador

Enfrente a mi casa, en las viviendas, vive el Salva, que es el más chico de los González. A Salvador lo he visto con la túnica y la moña, con la camisa del liceo, y ahora con la camperita de equipo que en la espalda dice “Selección”.

La otra vez lo vi con la albirroja en la tele, muy emocionado, entrevistado en la cancha al término de su debut con la selección juvenil en un amistoso. “Siempre quise estar acá”, dice. “He trabajado todo el tiempo para eso”, comenta el botija de 15 o 16 años, que con su sueño ha suspendido las vacaciones de toda la familia, como suele suceder con cada jugador de nuestros pueblos, que deben andar negociando licencias, francos laborales y hasta tiempo con la familia, para ponerse la camiseta del pueblo.

Es genial. Hay decenas, cientos de Salvadores en cada ciudad, en cada pueblo, que aún sueñan con ponerse la camiseta y representar a sus vecinos. Hay y ha habido siempre en nuestro universo mucho más que Nacional y Peñarol, porque en cada uno de nuestros pueblos, tal vez a imagen y semejanza, pero tal vez también desde su propio fuego, tenemos a vecinos, parientes, doctores y verduleros que cumplen con su rol de héroes de la adhesión a la camiseta del pueblo.

Ahí está el Salva, que sabe que con R1 + cuadrado hace maravillas en el PlayStation, pero que en la cancha, frente al albergue, lo hace sin joystick y con sensibilidad sin inteligencia artificial.

Ahí está el más chico de los González, que puede ser el del medio de los Berruti, 200 kilómetros al oeste, o el mayor de los Ceballos si vamos para el norte, subiéndose a la chiva para ir a la cancha de la misma manera que se levantará a las ocho de la mañana para ver al Darwin en la Carabao Cup, igual que su padre lo habrá hecho con el Luis.

Esos chiquilines de hoy, que, lamento decirles, son los viejos del mañana, los Salva pero también los que se lo están perdiendo, son los que tomaron la posta de mantener viva la llama de los estadios apenas iluminados, el recuerdo de los cracks de antaño y las hazañas mínimas pero enormes.

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