Hoy somos los sinvergüenzas que caen a picotear, pero antes éramos campeones: les íbamos a ganar. Estimado presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), Thomas Bach, nuestro beneplácito de que haya estado por estos lares sembrando tan buenas ideas como la de lo trascendente que pudiera ser que en el próximo torneo olímpico de fútbol esté el genial y maravilloso Lionel Messi, sin dudarlo, desde hace años el mejor futbolista del mundo y llamado a quedar en la historia como uno de los mejores. “Sería fantástico que Messi pudiera estar. Los Juegos son una ambición de muchas estrellas del fútbol, como Kylian Mbappé. Para Lionel Messi significaría una oportunidad de escribir la historia otra vez. Él podría ser el único jugador de la historia en tener dos medallas de oro olímpicas y la Copa del Mundo”, dijo usted.
Me gusta, me gusta mucho, muchísimo, cuando el espíritu del deporte trasciende naciones y sociedades y se aspira a que nuestros más grandes héroes deportivos puedan revivir el cenit casi juntándolo con su ocaso en los campos, que no en la vida.
Intuyo que su apreciación acerca de lo bueno que sería si el año que viene en París está Leo no generará presión alguna en las competiciones clasificatorias, dejando limpia y pura la disputa de los dos cupos sudamericanos, razón por la cual me permito sumarme a su adhesión y redoblarla: qué bueno que Luis Suárez y Uruguay pudieran estar en el centenario de los primeros Juegos Olímpicos de París, los de 1924, y así poder festejar no sólo el primer título olímpico-mundial de acuerdo a lo que conciliaron el COI y la FIFA, sino también los primeros 100 años del símbolo de comunión y exaltación deportiva más universal y más conocido y practicado en el mundo: la vuelta olímpica, aquel gesto de educación primaria, básica, pero engendrada en una sociedad felizmente aldeana donde el agradecimiento no era una fórmula sino un principio emotivo del cotidiano entramado humano, seguramente surgió de la imperativa voz del Mariscal José Nasazzi, que aun en ese momento de intimidad con la gloria sintió que debía devolver a esos miles de extasiados franceses el saludo de gracia.
Fue el 9 de junio de 1924 cuando los parisinos, enloquecidos por la inigualable forma de practicar fútbol de los uruguayos, no dejaban de saludar de pie, quemándose las palmas y arrojando sus ranchos de paja al campo de juego como ofrendas por el juego que los llevó a aquel título olímpico-mundial. Fue en ese momento que el Terrible Nasazzi, que apenas tenía 23 años y 15 días de edad, guio a sus compañeros a dar una vuelta al campo en agradecimiento a los agradecimientos y como una forma de expresión de la alegría.
Nasazzi, dije, pero mire, ¡cómo no arranqué por ahí! Es que de haber sabido que esto iba a pasar me hubiese acercado a usted en Montevideo, en su paso de estos días –cuando fue a saludar por el centenario del Comité Olímpico Uruguayo, que fue disuelto unos meses después justamente porque no querían que nuestro fútbol sólo participara con jugadores de la Asociación Uruguaya de Fútbol–, y le hubiese avisado, aunque más no fuera en su visita al Museo del Fútbol.
José, el Terrible, el Mariscal, el marmolero, el hijo de la vasquita y el tano, tenía 23 años la primera vez que fue campeón olímpico-mundial en 1924, y, por lo tanto, 27 la segunda vez que ganó su estrella olímpica en Ámsterdam, en 1928, después de jugar dos finales con los hermanos argentinos, y 29 en 1930, cuando fue una vez más capitán, y campeón de la primera Copa del Mundo, que además fue propuesta y jugada en Uruguay.
Resulté bastante carpetero para enmendarle la plana, porque no hay necesidad de intentarlo con Messi para que haya un deportista doblemente campeón olímpico y una vez campeón mundial. Es Nasazzi quien además –entre nosotros– ganó cuatro de las cinco Copa América que jugó.
Hace años que estoy pensando en aparecerme por Colombes el 9 de junio de 2024 y entonces capaz que se me complica. Pero déjeme agregarle que además del Terrible, el Mago Héctor Scarone, considerado en su momento el mejor jugador del mundo, Perucho Pedro Petrone, fantástico goleador, el Vasco Pedro Cea, a quien llamaban el empatador olímpico por sus goles en 1924, 1928 y 1930, José Leandro Andrade, la Maravilla Negra, un medio maravilloso en sus acciones, y Santos Urdinarán, delantero presente en las tres epopeyas, fueron dos veces campeones olímpicos y una vez de la Copa del Mundo.
En fin, gracias por la visita al Río de la Plata. Saludo su sentir deportivo de enaltecer a los más grandes en las más grandes celebraciones. No está mal la idea, aunque sospecho que cada país, cada sociedad querrá tener presentes a sus héroes en París 2024, y no hay clasificaciones por ser el país de… Y disculpe si tranqué fuerte. Es que con el Terrible no se jode.