La noticia confirmada desde Porto Alegre sacudió a miles de uruguayos y uruguayas: Luis Alberto Suárez volvió a ser reservado para la selección uruguaya cortando un período de tiempo en que el Luis, el Gordo, el Pistolero, había quedado como Santiago en El viejo y el mar1.
Desde su debut en febrero de 2007 hasta diciembre de 2022, cuando se puso la celeste por última vez en el Mundial de Qatar, Suárez, siendo elegible, y estando sano, nunca había dejado de vestir la camiseta de la selección, por eso aquella angustia, por ello esta alegría.
Han pasado unos meses y algunos partidos de la selección dirigida por Marcelo Bielsa sin Suárez, que mientras tanto, con sus 36 años, con la rodilla en la mano, y con toda su calidad, ha generado para Gremio en 45 partidos 22 goles y 16 asistencias.
Solo en un bote
“Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no agarraba un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que agarró tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.
–Santiago –le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote–. Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
El viejo había enseñado al muchacho a pescar y el muchacho le tenía cariño.
–No –dijo el viejo–. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.
–Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.
–Lo recuerdo –dijo el viejo–. Y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.
–Fue papá quien me obligó. Soy al fin chiquillo y tengo que obedecerle.
–Lo sé –dijo el viejo–. Es completamente normal.
–Papá no tiene mucha fe.
–No. Pero nosotros, sí, ¿verdad?
–Sí –dijo el muchacho– [...]”.
No sabemos qué grado de gusto tenía Ernest Hemingway por el fútbol, en todo caso sabemos por descarte que no era mucho y no era nada en relación a su pasión por el boxeo y ni hablar por los toros.
No sé si Luis Suárez es lector, y si lo es, si ha leído a Hemingway, pero lo cierto es que desde hace mucho tiempo no me puedo sacar de la cabeza la conexión entre Santiago, el viejo de Hemingway, y Luis, ese joven-viejo héroe de un pueblo que en su mar cada día va por su pesca.
Fueron 85 días, uno tras otro en los que el viejo, un gran pescador de otros días, no pudo recoger nada, ni un pescado, y se sabe, ya los otros lo iban dejando de lado, despidiéndolo, retirándolo.
No hay noticias de que el 6 de agosto haya empezado el martirio de la no citación de Suárez a la selección, pero esos 85 o 100 o 70 días han pasado con Lucho en la cancha con la clara convicción individual que no cejará en busca de su sueño recurrente y continuo: volver a ponerse, como una secuencia sempiterna y gloriosa, la vieja celeste.
“–Si los otros me oyeran hablar en voz alta, creerían que estoy loco –dijo en voz alta–. Pero, puesto que no estoy loco, no me importa. Los ricos tienen radios que les hablan en sus embarcaciones. [...] Ahora hay que pensar en una sola cosa. Aquella para la que he nacido. Pudiera haber un pez grande en torno a esa mancha –pensó–. Sólo he cogido un bonito extraviado de los que estaban comiendo. Pero están trabajando rápidamente y a lo lejos. Todo lo que asoma hoy a la superficie viaja muy rápidamente y hacia el nordeste. ¿Será la hora? ¿O será alguna señal del tiempo que yo no conozco?”.
Pica
Fue un jueves o tal vez un viernes. Venía de Montevideo en un ómnibus de CITA lleno, como casi siempre. Tenía asiento y me desplomé sobre él, ya no por el cansancio físico o el desgaste de la jornada, sino porque un par de minutos antes, mientras chequeaba una publicación y revisaba que no me estuviera comiendo nada del tsunami de noticias diarias donde vienen juntos y entreverados basura, joyas, porquerías y tesoros, vi de costadito lo que no quería ver. Era un tuit, una concatenación de símbolos que no podría traspasar los 280 caracteres fue lo que me desarmó, me descompuso.
Metí el teléfono en el bolsillo, subí al ómnibus, y me desplomé en el asiento, y traté de acomodarme entre los posabrazos, al borde del desahucio, paralizado pero no inerte.
¿Ataque de pánico? Di tiempo a campear mi desasosiego, quedé estirado en la desvencijada butaca del pasillo. No sé cuántas cuadras, cuántos kilómetros quedé en esa suspensión dolorosa y aterradora. Tenía miedo de que fuese verdad, lo que casi seguro debía ser verdad, y lo tenía en el bolsillo, ya en decenas de mensajes que aún no eran de una granja de trolls.
Me siento igual que un niño que no quiere creer lo que le están diciendo, pero ya no soy un niño, soy un abuelo.
Meto la mano en el bolsillo, saco la computadora que tiene como uso colateral el de teléfono, y leo estas 16 palabras, 70 caracteres emitidos por alguien a quien conozco, Martín Charquero, que se puede equivocar, pero que no anuncia por aparecer o para hacerse ver: “Luis Suárez y Edi Cavani no están en la lista de reservados de la selección uruguaya”. Sé que le tengo que creer, pero no le quiero creer.
Solo, vengo esta vez de mañana, en Turismar, desde Florida a Montevideo. Esta vez vengo leyendo plácidamente, pero con el celular al lado; esta vez no es un tuit, sino un Whatsapp, dos, tres, cinco, diez mensajes que como en “Futbolito” me festejan a mí como si fuera él: “¡Luis Suárez reservado!”, decían y mi día había cambiado, mi vida había cambiado.
La emoción invade tempranamente nuestros usos y costumbres, pero la razón se impone. La experiencia deja fluir a la razón hibridada con la emoción, y las certezas se descubren inestables, válidas o inválidas, de acuerdo a las coyunturas, a lo fáctico en el campo de la competencia, pero van construyendo un piso donde sostenerse, sin tener que hacer equilibrio, para lograr una infrecuente estabilidad en el tiempo.
Con la celeste en pecho y espalda
¿Cuál es el fenómeno que hace que un muchacho del que yo podría ser su padre me imante con tanta intensidad como para creer en él como una deidad, como un héroe?
Suárez, con la 9 celeste en pecho y espalda, es el mejor de mi mundo, el mundo que cambia todos los días, el mundo que es como un partido de fútbol, con caras serias, sonrisas, responsabilidades, éxitos, fracasos y sublimaciones.
A veces resulta extraño, pero no ajeno, advertir que estamos siendo testigos directos de una historia que en el presente ya está siendo vivida como algo épico, aun en la derrota. Ni se les ocurra hablar de despedidas, o de ya está, o de ciclos cumplidos, y sean respetuosos con el futuro: mientras pueda estar en una cancha, el Luis siempre será nuestro héroe.
“El muchacho llevó la lata de café caliente a la choza del viejo y se sentó junto a él hasta que despertó. Una vez pareció que iba a despertarse. Pero había vuelto a caer en su sueño profundo y el muchacho había ido al otro lado del camino a buscar leña para calentar el café.
Finalmente el viejo despertó.
–No se levante –dijo el muchacho–. Tómese esto –le echó un poco de café en un vaso.
El viejo tomó el vaso y bebió el café.
–Me derrotaron, Manolín –dijo–. Me derrotaron de verdad.
–No. Él no. Él no lo derrotó.
–No. Verdaderamente. Fue después.
–Perico está cuidando del bote y del aparejo. ¿Qué va a hacer con la cabeza?
–Que Perico la corte para usarla en las nasas.
–¿Y la espada?
–Puedes guardártela si la quieres.
–Sí, la quiero –dijo el muchacho–. Ahora tenemos que hacer planes para lo demás.
–¿Me han estado buscando?
–Desde luego. Con los guardacostas y con aeroplanos.
–El mar es muy grande y un bote es pequeño y difícil de ver –dijo el viejo. Notó lo agradable que era tener alguien con quien hablar en vez de hablar sólo consigo mismo y con el mar–. Te he echado de menos –dijo–. ¿Qué han pescado?
–Uno el primer día. Uno el segundo y dos el tercero.
–Muy bueno.
–Ahora pescaremos juntos otra vez.
–No. No tengo suerte. Yo ya no tengo suerte.
–Al diablo con la suerte –dijo el muchacho–. Yo llevaré la suerte conmigo.
–¿Qué va a decir tu familia?
–No me importa. Ayer pesqué dos. Pero ahora pescaremos juntos porque todavía tengo mucho que aprender [...]”.
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El viejo y el mar. Ernest Hemingway, 1952. ↩