Como cada verano en los últimos 40 años, la afición futbolera de Uruguay se vuelca con ganas a seguir a las selecciones juveniles uruguayas. No sólo se trata de que le vaya bien, como ha sucedido en innúmeras oportunidades y es también el caso de estos muchachos, sino que, por un conjunto de razones –algunas son medianamente rastreables y otras necesitan un análisis más histórico-científico–, nos volcamos ante las pantallas para seguir a la celeste en los campeonatos sudamericanos, así estemos peleando el campeonato o al borde de la eliminación.

Los primeros campeonatos, particularmente los tres o cuatro iniciales –los tres primeros los ganó Uruguay– pasaban casi desapercibidos fuera del país donde se disputaban. En 1954, 1958 y 1964, la televisión no se había desarrollado o tenía inicios incipientes en América del Sur, pero además las radios no emitían los partidos y eran contados los enviados especiales de la prensa escrita que llegaban al lugar de los hechos.

Avanzados los años 60, algunas radios uruguayas comenzaron a emitir los partidos, por lo que los torneos entraban más en nuestros hogares, además de que en los diarios se escuchaban esos relatos y se retroalimentaban. Seguramente también habría algún mínimo rebote en los noticieros televisivos, en los que no había necesariamente un espacio dedicado –y vendido– a las noticias deportivas.

Fue a finales de los años 70 que los uruguayos pudieron ver un campeonato sudamericano juvenil. Y lo vimos por primera vez por partida doble: 60.000 o 70.000 en el estadio Centenario, y cientos de miles por las pantallas de televisión en blanco y negro que traín a nuestros hogares lo que estaba sucediendo en el Juvenil de Plata que se estaba jugando en nuestro principal escenario y que contó con el magnífico triunfo de los celestes dejando atrás a la Argentina de Diego Armando Maradona.

Esa conquista, la primera en casa, la primera que se vio por televisión, la primera que era clasificatoria para un mundial de la categoría, era la tercera de una impresionante seguidilla de cuatro títulos en seis años (Perú 1975, Venezuela 1977, Uruguay 1979 y Ecuador 1981), pero además era el séptimo título de nueve participaciones, lo que contrastaba enormemente con la realidad de la selección mayor, que después de su gran mundial en México 1970 había tenido una actuación pobrísima en Alemania 1974 y ni siquiera llegó a participar en Argentina 1978 y España 1982. Conclusión: un par de generaciones de orientales que cargamos con la frustración de la selección mayor, sumada a la grisura de la dictadura, nos terminamos volcando a seguir nuestros pares. Así fue como, increíblemente, la selección juvenil se transformó en el producto principal del riquísimo fútbol uruguayo.

Para todo el mundo

Nuestro compañero Federico Defranco sostiene desde hace años una tesis que, apegado al rigor científico, pretende demostrar que Uruguay es el país qué más atiende, desde todo punto de vista, las competencias de fútbol juvenil a nivel de selecciones en todo el mundo. Defranco –y muchos acompañamos la idea de que los uruguayos seguimos con muchísimo interés a los juveniles– arranca destacando la cantidad de gente que mira por televisión o algún tipo de pantalla los partidos de la celeste juvenil. Lo hace partiendo de la base de la gente que los mira, y está bien establecido el corte, sobre todo teniendo en cuenta que hubo por lo menos ocho o nueve ediciones en las que no se televisaba.

Algunas tesis surgen de una corazonada, de la intuición, mucho antes de poder ser demostradas o justificadas debidamente. El ingeniero Defranco vio durante muchos años a compañeros resolver problemas matemáticos desde la pura intuición. A veces se utiliza el término “genialidad” para este tipo de comportamientos del pensamiento. Pero para poder transformarse en conocimiento esa corazonada requiere medición. Un indicador para medir la “atención a selecciones juveniles” puede ser el de los caracteres dedicados en la prensa escrita de cada país a las actuaciones de sus combinados juveniles. Un indicador, dice Defranco, es algo medio inestable, porque no se le pide tener una relación causa-efecto fuerte con lo que queremos medir, pero tiene algo que lo hace irresistible: es fácil de medir. El indicador no es lo que se quiere medir, nos ayuda a estimarlo. Y es discutible.

Parece ser el caso que nos ocupa. Aunque ya con 40 años de competiciones mundiales a nivel juvenil y con notorias participaciones celestes, es muy posible que esa intuición sea un punto de partida que rápidamente se transforme en hipótesis. Evidentemente, a Uruguay en juveniles lo seguimos muchísimo, a tal punto que visualizamos cada uno de los partidos, sea a la hora que sea y el día que sea.

Jugando el futuro

Hay otras situaciones, o estas mismas, que hay que analizar en función de otras variables o poniendo foco en otras situaciones: las selecciones juveniles que ganaron entre 1954 y 1964 promovieron jugadores mundialistas. Eran un número muy reducido, pero algunos tuvieron una carrera llena de éxitos, como Ladislao Mazurkiewicz e Ildo Maneiro. En las selecciones que ganaron y perdieron, hasta el ciclo mundialista de 1986, principalmente tras la gestión secuenciada y planificada de Raúl Bentancor y Esteban Gesto, hubo muchísimos jugadores que después terminaron siendo fijos de la selección mayor, y así fue que la mayoría de los que ganaron el Mundialito en 1981 venían de las selecciones juveniles, y también la mayoría de los que Omar Borrás llevó al Mundial de México. Esto se debía a la enorme calidad futbolística de aquellos jugadores –Venancio Ramos, Ruben Paz, Hugo de León, Arsenio Luzardo, Enzo Francescoli, Carlos Aguilera–, pero no obedecía a la existencia de una secuencia estructurada.

Eso tampoco sucedió cuando el desarrollo de un trabajo planificado y proyectado para las selecciones juveniles llevado adelante por Víctor Púa y Jorge Franco en la década de 1990 nos condujo a la final del mundo en Malasia 1997. Varios de aquellos cracks pasaban a la selección mayor, pero aun así no había una secuencia pensada y preparada, como la que pocos años después instaló el maestro Óscar Tabárez, que en 16 años generó un fenómeno que seguramente quedará en la historia como un hecho básico e indispensable para el natural desarrollo del fútbol uruguayo: institucionalizar a las selecciones nacionales y formar futbolistas desde las categorías juveniles. En los tres mundiales que Tabárez dirigió en el siglo XXI, y en los cuatro que clasificó, los futbolistas de las selecciones juveniles eran el nutriente absoluto de las selecciones mundialistas, a tal punto que en Rusia 2018 y en Qatar 2022 –dirigido por Diego Alonso– hubo una veintena de futbolistas que habían jugado antes en la selección sub 20.

DT (después de Tabárez)

Por primera vez en tres lustros, una selección juvenil uruguaya ha vuelto a salir a los campos de juego sin que el proceso estuviera orquestado y dirigido por Tabárez. Eso de por sí genera las inquietudes de un inicio, de un arranque que puede o no estar vinculado a una filosofía de concepción creadora y formativa, pero, claro está, también de competencia. Siempre hay una sensación de vértigo, de enfrentarse al abismo ante los nuevos inicios que dejan atrás lo conocido, y en este caso, además, bueno.

Esta selección de Marcelo Broli, oportunamente acompañado por Diego Ruso Pérez, emprendió el camino con muchos gurises que ya habían pasado por el complejo Uruguay Celeste, incluyendo a muchísimos de ellos que iniciaron la preparación para el cancelado Sudamericano de 2021, cuando la pandemia hizo suspender el Mundial y el Sudamericano.

La celeste lo viene haciendo de una forma muy alentadora, ya no sólo por los resultados –cuatro victorias y un empate, jugando dos partidos íntegros con oncenas diferentes una vez que estaba al borde de la clasificación–, sino por el todo, por las formas como colectivo, con una estructura fuerte, equilibrada y con prestaciones técnicas y tácticas de buena nota.

Se trata de un colectivo que, a diferencia de otras selecciones, parecía tener menos jugadores con experiencia en primera división, pero que sin embargo muestra oficio y experiencia, con un Randall Rodríguez exuberante y seguro en el arco; una línea de cuatro muy aplicada, firme y con buenos desarrollos con la pelota, integrada por Mateo Ponte, Sebastián Boselli, Facundo González y Mathías de Ritis; un eje central excepcional, con enorme futuro y gran presente, como Fabricio Díaz, acompañado por el desbordante de juego y la creatividad Franco González, y la presencia segura de Damián García o Rodrigo Chagas; y un ataque de enorme potencialidad con la descollante participación de Luciano Rodríguez, el de Progreso que no ha llegado a jugar por Liverpool, y Álvaro Rodríguez, el de Real Madrid, acompañados por Renzo Sánchez o Juan Cruz de los Santos, e incluso con buenos aportes de Nicolás Siri, Matías Abaldo y del mellizo de Luciano, Emiliano.

Dando partidos de ventaja, se aseguró tempranamente la clasificación a la liguilla final en Bogotá ganándole 3-0 a Chile y a Venezuela, 4-1 a Bolivia, y empatando 1-1 con Ecuador. En la parte final del campeonato, un todos contra todos en la altura de Bogotá, que premia con el título de campeón, además de cuatro cupos al Mundial de la categoría en Indonesia y dos al Panamericano de Chile 2023, arrancó con un sólido y vital triunfo 1-0 en El Campín ante el local y más de 30.000 colombianos en las tribunas.

Mañana la celeste enfrentará a Ecuador a las 17.00, hora uruguaya, en el estadio Metropolitano de Techo, a 2.700 metros sobre el nivel del mar; el lunes 6 de febrero jugará en el mismo estadio y a la misma hora ante Venezuela; el jueves 9 de febrero enfrentará a las 19.00 en Techo a Paraguay, y cerrará el campeonato, ojalá buscando el título, frente a Brasil en El Campín, en horario que se definirá de acuerdo a como estén las posiciones.