Matías Cabrera volvió a su casa que es el Club Atlético Cerro del barrio homónimo, de la gente fiel de calles con nombres de países. El equipo estaba en la B y, como cuando le tocó debutar en primera con el Culaca Jorge González, logró el campeonato y el ascenso a la división donde pertenece un cuadro como el albiceleste. Es cierto que a la vez es un equipo golpeado por los años, que en el Monumental Luis Tróccoli crecen las matas y se cae la pintura, pero también es cierto que siempre hay alguien para agarrar la asada o el rodillo, según lo que haga falta. Eso quizás haga de Cerro el hogar de muchos y muchas que pertenecen a los colores.

Matías Cabrera fue y volvió, y gritó lo mismo, campeón. También supo gritarlo con otras casacas como la de Nacional y la de Defensor, donde cosechó experiencias de algo que soñó todas las noches. Cabrera es un ejemplo para explicar esa palabra bastardeada que es “sueños”. Fue un pibe con tesón, pesaba más su terquedad con la gallina que su propio cuerpo. Así fue haciéndose camino, de bondi en bondi, cargando una mochila que nunca le pesó. En el camino derramó de todo. Fue tachando utopías. Se dio el lujo de regalarle un gimnasio para el complejo de juveniles de Cerro, lo que cataloga como un “mimo al alma”. Aquello se lo había planteado como objetivo apenas pisó la primera división. Matías Cabrera habló con la diaria, en pleno fragor de la batalla. 

¿Cómo ha sido la carrera hasta el día de hoy, que volviste al club que te dio la primera oportunidad?

Me tocó vivir una carrera espectacular desde todo punto de vista. Siempre digo que lo que se vive en el fútbol en tan corto tiempo es tan intenso y pasan tantas cosas, que es como dar un máster de la vida. A los 18 asumís responsabilidades como una persona adulta, asumís presiones, del club, del representante, de la prensa, de la gente. Todo eso te obliga a madurar rápido porque las experiencias son de todo tipo, y si no madurás, el fútbol te tira para un costado. Capaz que eligiendo otra carrera se puede vivir con más tiempo, en el fútbol no, en el fútbol es ya y ya. Es así. Pero es hermoso, es el sueño de toda mi vida. O jugaba al fútbol o jugaba al fútbol, me peleaba con técnicos, con presidentes, con lo que sea, pero yo iba a jugar al fútbol de cualquier manera. 

¿Fueron duros los inicios tras esa ilusión de jugar de cualquier manera?

Me costó mucho. Cuando estaba en juveniles era muy chico, tenía un desarrollo más tarde que mis compañeros. En primer año de quinta en Wanderers pesaba 39 kilos y el técnico me dijo que no me iba a tener en cuenta. Sufrí muchísimo. No tenía ni pelos abajo del brazo y algunos ya tenían hasta barba. Me costaron las inferiores. Me fui a probar a Miramar, Central, Danubio, Defensor... Llamaba por teléfono para saber las citaciones de aspirantes, bondi, mochila, y caía a la práctica. Muchas veces quedaba, pero después no me fichaban por el tema del físico. Llegaba llorando a casa, pero siempre fui muy terco. Sentía que si no jugaba al fútbol, no iba a ser feliz nunca, y era preocupante. Esos dos años me dediqué a jugar en la Liga Universitaria, a terminar de estudiar y a crecer. Llegué a Cerro de aspirante también, estaba de técnico William Lemos, me dio confianza, y hasta el día de hoy no me olvido de la sensación de estar esperando el 163 frente al Tróccoli sabiendo que al otro día tenía que ir a la AUF a ficharme. 

¿Qué recuerdos te vienen de aquellos primeros tiempos?

Debuté con el Culaca González en la B y ese año ascendimos. Al tiempo ganamos la Liguilla, pero en ese ínterin llegó Eduardo Acevedo, mi tío. Me acuerdo de que los dirigentes me preguntaron a mí, cuando se fue Pablo Repetto, si sabía en qué andaba Eduardo. Lo arrimé, tuvieron una reunión y terminó siendo el técnico. Fue la primera vez que me dirigió. Imaginate los compañeros, me decían cualquier cosa, Richard Pellejero, el Penca [Daniel] Alves, Pablito Caballero, Pichón [Christian] Núñez, Gonzalo Godoy, Pablo Pallante, Mathías Rolero, entre otros. Para mí siempre fue una presión extra que me dirija mi tío, pero me hacía bien esa presión, porque sentía que tenía que rendir más y ser el mejor. Ganamos la Liguilla, me fui a Nacional con Eduardo, pero tuve un accidente en la cabeza que no me permitió jugar casi nada.

¿Pensaste que con el accidente el sueño se podía terminar?

Es fuerte lo que voy a decir pero es real: le dediqué la vida al fútbol, era mi sueño máximo, y si de ese día del accidente no salía, moriría intentando cumplir mi sueño. No me hubiese arrepentido de nada. Si me hubiese muerto, hubiese sido jugando al fútbol. Chocamos cabeza con cabeza con un compañero, tuve fractura de cráneo, empecé a hacer un derrame interno y me tuvieron que operar de urgencia. Salió todo bien, pude jugar en Nacional con [Juan Ramón] Carrasco, con el Muñeco [Marcelo] Gallardo, poco tiempo con el Chavo [Gustavo] Díaz y después me fui a Europa. Otro sueño, cuando supe que me iba, se me caían las lágrimas. Una sensación muy parecida a la del 163 cuando me ficharon. Todo se vive con tanta velocidad, con tanta adrenalina y siempre con la presión de rendir, que parece que pestañeás y ya estoy de vuelta en Cerro, en mi club.

¿Qué te dejaron los clubes donde estuviste?

En Nacional estuve cuatro años y medio y ganamos dos campeonatos uruguayos, en Defensor como tres años y también ganamos un Apertura. Me fui a Deportivo Cali donde terminé con un problema por ser el capitán e ir al choque. Me llamó Eduardo para ir a la U de Concepción en Chile. Ahí me tocó la pandemia y volví a Defensor. Nos fuimos a la B y me fui para la B con Defensor, ya había dado mi palabra. Otro mundo la B, no hay punto medio; jugamos con el doble de adrenalina de un campeonato normal en la A. El fútbol es una montaña rusa, angustia, alegría, cuando ganás la euforia es inmensa, cuando perdés no querés salir a la calle. Salís caminando y sentís que todo el mundo te mira mal porque perdiste. Después vino el problema en Defensor, que hasta el día de hoy lo vivo con angustia, no lo merecíamos, ni yo ni mis compañeros. Los dirigentes encontraron un camino que políticamente les servía, si no subíamos la culpa era de los nueve nombres, y cuando subimos dijeron que lo bien que hicieron fue separar del plantel a los nueve. Les quedó cómodo ese camino corto. Es angustiante porque viví cosas muy lindas en Defensor, salir campeón, jugar Libertadores, dejé todo como jugador y me pagaron de esa manera. Se encargaron de ensuciarnos y mucha gente consume lo que se expone, nosotros tratamos de no hablar del tema, pero nos pusieron de enemigos. Al único club al que quería volver después de tanto tiempo era Cerro, que es mi casa. El año pasado ascendimos, fue la segunda vez que ascendí con Cerro de tres veces que bajó en la historia.

¿Qué significa que Cerro sea tu casa?

Miro el escudo de la camiseta y entiendo por qué estoy acá. Tengo otra edad, tengo otro rol, pero es el club donde crecí, donde hice amigos. En el Complejo Héctor da Cunha hacíamos sentadillas con nuestros compañeros arriba, una vez un técnico nos pidió que lleváramos pelotas de nuestra casa porque no había pelotas, nos bañábamos con agua fría o no nos bañábamos. Entonces me di el lujo, cuando pude, de regalarle a Cerro un gimnasio para las juveniles porque era lo que soñábamos cuando éramos chicos. En una reunión con los capitanes de las juveniles quedamos en que ellos lo terminaban de armar y de pintar con los colores de Cerro, para que sientan que ese gimnasio es de ellos. Eso fue un mimo al alma para mí, porque era uno de los objetivos cuando debuté en primera, decía “dentro de diez años tengo que poder regalarles un gimnasio”. Sé lo que es Cerro, lo que es su gente, lo que siente la gente por el club. Festejamos los 100 años en la calle Grecia y se llenó, murga, grupos musicales, fuegos artificiales. La gente lloraba. Son pocos los clubes que tienen este sentido de pertenencia. Es un club golpeado desde muchos lugares, pero tiene todo para entrar entre los grandes: primero que nada, la gente, que es lo más difícil, y el sentido de pertenencia. Sé que es muy difícil, pero sería lo máximo ganar un campeonato de la A con Cerro, lo pienso y se me eriza la piel. 

Contar la experiencia

Me encanta hablar con los más pibes del club, porque van a vivir todo lo que uno ya vivió. Yo empecé a entender recién a los 30 años todo el negocio y el show del fútbol, en su totalidad, antes era la cancha y hasta ahí. Entonces trato de que ellos lo entiendan desde todo punto de vista, cuanto más entiendas, mejor parado te agarra en todo sentido. A mí me pasaron cosas que ahora recién me doy cuenta por qué. Con el vértigo que se vive, hoy en seis meses te puede cambiar la vida. Es real que las cosas se pueden lograr. Lo primero que hay que hacer es olvidarte de lo individual, porque este es un juego colectivo, si te preocupás por destacarte vos y el equipo queda a mitad de tabla no pasa nada. Hay que luchar por ser campeón y a partir de ahí se empieza a fijarse en quiénes son los jugadores. En Defensor salimos campeones y al otro año [Gonzalo] Carneiro se fue al San Pablo, Facundo Castro al Necaxa, [Carlos] Benavídez a Independiente, Ayrton Cougo a Libertad de Paraguay, Maxi Gómez se fue al Celta, el Zorro [Mathías] Suárez se fue a Francia, y los que se quedaron acá se fueron a Nacional, como [Matías] Zunino, Gonzalo Bueno, Matías Cardacio; el Zurdo [Andrés] Lamas se fue a Atlético Tucumán y yo a Deportivo Cali. Y los que no jugaban pasaron a jugar. Y todo ese desenlace tiene un nombre y un apellido, que es Eduardo Acevedo, lo digo yo que soy el sobrino, pero preguntale a quien quieras. Es así. Te trata como persona, no te trata como una ficha de poner y sacar. Se arrima, charla, arma grupo, motiva. Cuanto más pasa el tiempo, más me doy cuenta de su importancia. Por suerte he tenido otros técnicos como él, como Marcelo Gallardo, que un día que estaba con hepatitis me tocó el timbre y me dijo: “Churrete -así me decía-, estoy abajo, abrime que tengo unas facturas”. Esos técnicos que te tratan como gente dámelos siempre, son los que hacen la diferencia. Como Culaca, que te despertaba de mañana en la concentración diciendo “muchachos, vamo’ arriba, con la cara llena de risa”.