Era un quinceañero y no había tenido ni tenía más novia que la pelota. Hacía años que vivía en Montevideo, pero el Canario seguía siendo mi carta de presentación en las canchas, las aulas y las calles de la capital. Mi casa paterna es en Diego Lamas, pero mis lugares de estar eran otras “casas”: el Mercadito Castelar y el Parque Palermo.

“Estoy en el Palermo” era el fraseo que seguía al ruido de las campanitas de la puerta cancel y precedía la percusión de timbal de la puerta contra el marco.

Era una tarde tibia de mayo en el Palermo, jugando, mirando, queriendo ser, cuando alguien nos invitó a que ayudáramos en aquella práctica. Yo sé que no fue Gerardo Caetano, ni Venancio Ramos, ni el Pete Russo, y podría decir que fue el profesor Esteban Gesto, que con seriedad nos invitó a ayudarlos en el trabajo de definición de aquellos jovencitos que se preparaban para ir al primer Mundial juvenil de Túnez en 1977.

“Botijas, se animan a dar una mano y ayudarnos alcanzando las pelotas”, fue la invitación, casi orden, y allí rápidamente nos entreveramos con aquellas estrellas para nosotros. Así fue mi primer contacto mundialista por baranda.

Ese torneo en Túnez, con el fortísimo patrocinio de Coca-Cola, no fue en realidad sub 20 sino sub 19, y trajo consigo un cuarto puesto para Uruguay tras perder en el último partido frente a Brasil. Antes habíamos perdido en semifinales por penales con la URSS, aquel equipo que tenía a Fernando Álvez, Venancio, Paz y, según FIFA con la camiseta 17, al profesor, historiador y politólogo Gerardo Caetano.

Otro Mundial

Apenas dos años después y tras la conquista del Juvenil de Plata a estadio lleno en aquel enero de 1979, cuando la Argentina de Maradona y Menotti fue superada por nuestro Uruguay de Ruben Paz y Raúl Bentancor, el Mundial juvenil de 1979 fue un evento de altísima popularidad entre nosotros. Se madrugaba fuerte aquellos esperanzados días y el día del partido semifinal ante Argentina la dictadura determinó que esa mañana no hubiese clases.

En Japón 79 la dicotomía rioplatense era Maradona-Ruben Paz, y en la semi nos ganaron con gran actuación de Diegote, cuando era Dieguito, y su por entonces amigo Ramón Ángel Díaz. Era uno de los momentos más sangrientos de la dictadura argentina y, mientras la Comisión Internacional de Derechos Humanos visitaba Buenos Aires, el gobierno militar, con el empujón del relator José María Muñoz y todo el aparato de comunicación y aquello de “los argentinos somos derechos y humanos”, disfrazaron la dramática angustia de alegría futbolera con los festejos de la conquista del equipo de Maradona, que venció en la final a la Unión Soviética.

Para Uruguay la victoria por penales ante los polacos representó el primer podio celeste en juveniles.

En el Mundial de Australia 1981 fue increíble cómo quedamos eliminados con un cuadrazo que tenía a los más selectos delanteros, y que también marcaron nuestras madrugadas.

Los mundiales de mayores, los que habían visto o escuchado nuestros mayores, no existían para la celeste, pero los de juveniles sí, y nos convocaban y nos conmovían. Realmente esos fueron nuestros mundiales, nuestros mundialistas, nuestros mensajeros de ilusiones: los juveniles.

Cancha grande

Para España 1982 conseguí una acreditación como freelance y fue mi primer Mundial de mayores. Era un veinteañero que sentía y disfrutaba con la globa, y que no proyectaba que 40 años después cargaría en mi mochila con la cobertura de siete mundiales masculinos y uno femenino.

Todas han sido estaciones de incertidumbre y gozo, de responsabilidad y disfrute, de ilusiones y realidad, de estadios, ciudades y formas de comunicarse que nunca más se repetirán.

Nunca estuve en un Mundial sub 20. Nunca. Ni iba a estar, lo más cerca que había estado -de un Mundial sub 19 en aquel caso- fue cuando le alcancé las pelotas a los primeros mundialistas juveniles uruguayos, al Cheto Álvez, a Ruben Paz, al Chico Moreira.

No iba a ir a Indonesia, ¡pará un poquito, con qué necesidad! Pero cuando entre la AFA y la FIFA acordaron que se jugaría en Argentina sentí que en otra casa, en otra puerta y ya sin poder calzar una guinda decente desde hace siglos era momento de anunciar: me voy al Mundial.