No es falsa modestia, ni hacerme el bobina, pero muchas veces me cuesta entender cómo logro devoluciones tan justas y gratas de ustedes, que en definitiva son la gran retribución de estos viajes.

Muchas veces no entiendo cómo muchas y muchos llegan a percibir mis sentimientos, mis emociones, mis sensaciones siendo vehículo de lo que pasa en una cancha de fútbol. Muchas veces no sé cómo no logro imponer la experiencia de mi oficio para no conmoverme tanto, no desequilibrarme en la tensión, no andar temblando como vara de mimbre o trancar con la pata del pupitre mientras juega Uruguay.

Estos gurises, a quienes había visto con satisfacción por TV en el Sudamericano de Colombia, están siendo mi sostén, mi soporte y mi segura sensación de placidez en el Mundial, y han permitido cargarme de su brillante presente y augural futuro.

Con Marcelo Broli y Diego Ruso Pérez, una increíble combinación de sapiencia, idoneidad, jerarquía, razón y emoción, estos jóvenes futbolistas parecen representar la matriz 2.0 del fútbol celeste, en una perfecta secuencia de la “Institucionalización de los procesos de selecciones nacionales y de la formación de sus futbolistas” proyectada y ejecutada por Óscar Tabárez durante más de 15 años. Son ellos, en cada uno de los encuentros con la celeste, que transmiten una impostura casi perfecta adaptada a las expectativas de lo que los uruguayos esperamos.

Tras el emotivo pase a semifinales, me quedó la sensación de que les debía unas palabras a estos gurises, y en especial a su capitán, a Fabricio Díaz, con la estirpe de los más grandes capitanes que ha tenido el fútbol uruguayo.

Cancha

Una serie de circunstancias que agrupadas se llaman vida, me han llevado a presenciar en vivo, en estadios, canchas, y escenarios precarios pero validos más de 3.000 partidos de fútbol.

Lo he hecho llevado de la mano en condición de distraído iniciado o inevitable acompañante, lo hice de inocente niñez demandando a mis mayores me complacieran, lo hice de muchachito creyendo conocer más la profundidad de los planteles que la tabla del nueve, lo hice como dramático aspirante a futbolista, lo hice como alcanza pelotas, los hice como frustrado par de quienes estaban sobre el césped, lo hice como jugador, lo hice como aficionado pleno, lo hice como aprendiz de cronista, lo hice como periodista, como comentarista, cómo editor, como director, como jefe de prensa, como parte del staff deportivo, lo hago cómo hincha, casi nunca sin una preferencia real definida y radical. Absolutamente voluble la mayoría de las veces me dejo llevar por formas de juego, empatía con los deportistas o el momento o el espíritu de la agrupación a la que representan, y a veces, tan dinámica es mi “incoherencia”, voy cambiando a lo largo del partido por las circunstancias de juego.

En esto, hay dos camisetas que se llevan toda mi atención y emoción innegociable: la celeste de Uruguay y la albirroja de Florida son y han sido dueñas de buena parte de mis humores, emociones e ilusiones.

No podría dar cuenta cuál fue el primer partido que vi en Florida, pero me recuerdo pateando una pelotita en la pequeña explanada de la platea que ahora se llama Jorge Omar Ferreri, mientras mi padre y mi tío quedaban extasiados en los largos de madera con las evoluciones en la cancha del Pato, que ya había vestido la celeste y que directo desde Florida se habría de marchar a San Lorenzo de Almagro en la época de Los Matadores.

Recuerdo si una escena, tal vez pataleta, y una profundísima tristeza cuando no me llevaron al partido final de la Copa América de 1967, ganada a los argentinos 1-0 con gol de Pedro Virgilio Rocha, y claro está, tengo estampada mi primera presencia ante la celeste en el Centenario: el 26 de octubre de 1968 ante la selección de México.

La primera vez que vi un partido de selección juvenil fue en junio de 1977 una fría y soleada mañana de junio, cuando en un partido de preparación para el primer Mundial Juvenil, el de Túnez en ese mismo año, los campeones sudamericanos de Raúl Bentancor y Esteban Gesto perdieron 6-0 ante Argentinos Jrs, donde brillaba un joven de talla baja, pero robusto y atlético cuyo nombre era Diego Armando.

Conocía a aquellos jóvenes apenas mayores que yo, eran como los más grandes del liceo, y sabía de su contracción al trabajo y sus ganas. Además, había sido alcanza pelotas de ellos en unas cuantas ocasiones. Después vi a nuestros juveniles en todos y cada uno de los partidos del Juvenil de Plata, y algunos años después ya estaba en un pupitre de prensa cubriendo las alternativas de la celeste juvenil.

Otra imagen

En este siglo, en el Uruguay cambió drásticamente el paradigma de la visualización del fútbol: durante casi 100 años los partidos completos se veían en la cancha o no se veían. Durante décadas la única solución para sustituir la presencia en cancha era escucharlo por radio, y en las décadas finales del siglo XX fue posible además pescar algunos miércoles de Libertadores por TV, los mundiales completos desde 1982 –en el de 1970 no se vio Uruguay-URSS y en el de Argentina 1978 fueron varios los partidos que los canales renegociaban para verlos en una suerte de pay per view pero en un lugar físico, la llamada pantalla gigante color del Cilindro–, algún clásico a entradas agotadas que no era anunciado y más adelante un mañanero de domingo de Estadio Uno, o ya en los 90 algún partido de la B, además del fútbol argentino de los domingos de noche en diferido, el estupendo fútbol alemán con la atractiva narración del colombiano Andrés Salcedo, el resumen español de Estudio Estadio con una semana de atraso, lo mismo que el fútbol inglés o hasta el fútbol francés.

Pero en este siglo vino el fútbol a pura pantalla. El síndrome de pantalla verde se impuso.

Durante más de un lustro acordé con mis alumnos de facultad, muchos de ellos hoy destacadísimos cronistas y escritores, establecer ese validante punto de partida para consolidar una apreciación sobre protagonistas o eventos del fútbol: ¿Cómo poder comparar el Danubio del 88-89 visto casi partido a partido en todas las canchas de Montevideo con el Newcastle de Alan Shearer? ¿Cómo evaluar debidamente el comportamiento colectivo de un equipo que ensaya una estrategia táctica a todo trapo en las canchas de Montevideo, comparándolo con el fútbol sobre patines que por televisión vemos a través de la aguda y perfecta presentación de un director de cámaras en Europa?

Tanto lo fui desarrollando como principio a discutir, que me lo fui apropiando para colocarlo en mi acoplado de profesional de la información/opinión especializado e hincha.

A veces soy como un viajero de las canchas de fútbol, un garimpeiro, un minero del césped buscando mis diamantes en camiseta. Otras veces soy como el personaje de “El cocodrilo” de Felisberto Hernández preguntándome, preguntándoles entre el cemento y el alambrado “¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?”, otras veces soy Santiago el Viejo de Ernst Hemingway el de El Viejo y el mar, luchando contra la adversidad impuesta de no hallar, jugadores, equipos que mantengan la ilusión después de 84 días sin poder pescar nada, y otras tantas soy un Forrest Gump al que la vida lo pone en una cancha perdida para descubrir a un futuro crack: así me pasó con el Chino Álvaro Recoba a quien vi una tarde en el Saroldi en una final de cuarta división entre Danubio y Peñarol, o con Fabián O’Neill a quien descubrí también en la misma divisional en un clásico en el Méndez Piana, a Venancio Ramos y Ruben Paz los vi en una finales de juveniles entre Artigas y Florida, a Antonio Alzamendi volando como una flecha por la banda derecha del Campeones Olímpicos.

Gurí y hombre

Estaba de licencia el día del debut público de Fabricio Díaz, cuando Liverpool ganó la Supercopa y me impresionó viéndolo en una pantalla de 32 pulgadas. Por la pandemia, las vacunas, el miedo y la sensatez debieron pasar casi dos años para que pudiera ver al joven de La Paz en una cancha y con público. Recién en setiembre de 2021 se habilitó la presencia masiva de público en los estadios en Uruguay. Lo vi muchas veces por televisión, un par de veces por lo menos entre los 20 o 30 cupos habilitados para asistir a la cancha con vacunas e hisopados, hasta que por fin en 2022 pude lograr seguir desde la tribuna a aquel joven que oportunamente ya había sido citado por Tabárez para la selección mayor.

Fue una tarde de sol, en la tribuna visitante del Saroldi, en un River Plate-Liverpool, que escribiendo la crónica del partido en el smartphone le di la condición de crack certificado a futuro, de diamante en bruto, y ahí en solitario, sin engarzar con grupos de convivientes en las tribunas, me sentí feliz de proyectarlo casi con garantía como un seguro crack.

Tengo una lucha horrible y desigual con el uso del teléfono durante los partidos, pero como estaba trabajando en él y además soy carne débil, tuve que mandarles mensajes a mis amigos hinchas de Liverpool para darles mi palabra como si fuera Carl Sagan o Jaques Costeau, porque así te pueden desubicar 3.000 partidos en cancha. Para el segundo tiempo, cuando oportunamente los hinchas cambian de lugar para disfrutar el ataque del equipo, vi en la procesión al querido Alejandro Camino, a quien le hice un lugar en la mediacancha sólo con la necesidad de ofrecerle mi garantía, y que sirviera de testigo privilegiado de mi osada afirmación: “Bo, este guacho es crá, pero es crá de veras, ni se sabe la plata que pueden sacar por él, un estadio nuevo”.

Fabricio Díaz maneja con temple a su equipo en cancha, avanza con audacia, defiende con fiereza, se prodiga, es solidario, la saca redonda, tranca con la cabeza, corta el fainá o lava los platos, tiene la prestancia de un fenómeno, y el esfuerzo de un laburante que a las 5.45 está esperando la salida del 130 para hacer paredes de las de verdad hombreando bolsas de pórtland.

Con prestancia y laburando, Fabricio Díaz es una de las claves de la selección sub 20 que va por más, este jueves a las 14.30 por la semifinal ante Israel, y el domingo ojalá a la hora más linda.

Esa es mi selección gurises, y ustedes nos han hecho felices en una cancha o frente a las pantallas.

“Lara/ lara/lara/laralaira, lara/ lara/lara/laralaira”

Somos la gente ante el tablado de la vida.