¡Uruguay nomá! ¡Uruguay nomá! Lo escribo a los saltos, a los gritos, en La Plata, cuando, una vez más en la historia, Uruguay ha conseguido una hazañosa posibilidad de estar en la final del mundo. Es único, increíble, inenarrable y mágico. Vivirlo, sentirlo, erizarse, largarse a llorar es la empatía elevada a tres millones. Magnífico, justo e inalterable triunfo uruguayo 1-0 sobre Israel, que nos pone en la final del Mundial sub 20 el próximo domingo en este mismo Estadio Único de La Plata.

Una ráfaga

Cuando llegué al Diego Armando Maradona, el sol del mediodía calentaba el alma. Di unos pasos en la calidez del ambiente, entre el perfume del pasto callejero potenciado por el sol y las banderas y los gritos de familias uruguayas, y me sentí en Colombes exactamente 99 años atrás, al 9 de junio de 1924, cuando los primeros héroes no bélicos de nuestra historia, el Terrible José Nasazzi, el Buzo Mazzali, la Maravilla Negra José Leandro Andrade, el Vasco Cea, el Manco Héctor Castro, Héctor Scarone, el Loco Angelito Romano y sus compañeros, iban cargando con sus valijas llenas de sueños del castillo de Argentuill al estadio de Colombes, donde horas después se consagrarían campeones del mundo y olímpicos.

¿Demasiado? ¿Exageración?

Entonces ¿por qué cuatro horas después estoy llorando al ver a unos muchachitos de 19 y 20 años vestidos de celeste, que me representan y me emocionan?

“Vosotros sois Uruguay. Sois ahora la patria, muchachos” clamaba ese día Lorenzo Batlle, el enviado del diario El Día a Colombes, y sentenciaba un concepto que 99 años después está en nosotros, en nuestros jóvenes, en nuestro fútbol.

Los jugadores de Uruguay tras la victoria ante Israel.

Los jugadores de Uruguay tras la victoria ante Israel.

Foto: Luis Robaya, AFP

El país de las maravillas

Fue duro, costoso, complicado, pero siempre sabiendo que la luz, el gol, la diferencia podía aparecer. Y apareció.

Es como un primer día de clase, la primera semana en el laburo nuevo, la llegada a la casa de tu pareja. Uno queda todo trancado, sin poder soltarse, apenas con la esencia de lo que es, pero sin demostrar. Cuidando todos los detalles. Buscando la sensación justa.

Así fue el inicio del partido y toda la primera parte para Uruguay. Hacer equilibrio por llegar a una final del mundo no es fácil.

Sin pausa, pero sin prisa

Uruguay, sin prisa y sin pausa, intentó poner el partido en su ritmo después de un comienzo en el que Israel pretendió manejar el juego.

Llegando al cuarto de hora, el seleccionado uruguayo siguió desarrollando su estrategia de neutralizar primero cualquier intento de los israelíes y posteriormente intentar armar alguna ofensiva. Los momentos de presión sobre la salida del juego de Israel daban resultado en tanto no podían salir jugando.

A los 20 minutos una internada de Juan Cruz de los Santos, un tiro de esquina y una chilena de Alan Matturro marcaron el momento de primeras ofensivas agudas de Uruguay en el partido.

Enseguida apareció una de las jugadas más peligrosas del partido a favor de Israel, en una internada de Hamza Shibli que termina con un fuerte remate que Randall Rodríguez saca al costado. Impecable Randall en esa y en la de un rato largo después que casi nos infarta.

Uruguay respondió con un contragolpe de Juan Cruz de los Santos que cedió a Anderson Duarte, que no pudo definir con toda la justeza y el golero la sacó al córner.

Los hijos de Gardel

Para el segundo tiempo, con el ingreso de Andrés Ferrari por Ignacio Sosa, el equipo celeste apareció un poco más suelto cargando sobre el campo rival y tratando de meter acciones punzantes sobre el área de Israel.

Una jugada maradoniana de Franco Cepillo González por la derecha, apilando jugadores de blanco, terminó con un pase atrás que Anderson Duarte definió contra el caño, por más que después el árbitro invalidara la acción.

Pasando al sistema 4-4-2 y ocupando las bandas, la celeste empezó a generar diferencia en el juego engañando por afuera y cargando el juego ofensivo al que sólo le faltaba culminar el último pase.

A los 15 minutos del complemento llegó el gol. Una vez más de Anderson Duarte, una vez más con una maravillosa muestra representativa del jugador uruguayo por parte de Alan Matturro, que desde el lateral robó una pelota en su campo, se proyectó con potencia, sacó el remate cruzado que dio en el caño, y en el rebote apareció Duarte para hacer explotar el Diego Armando Maradona.

Duarte, el hijo de Tacuarembó que, una vez más, como en los últimos tres partidos hacia la final, hace la diferencia con su gol.

Nicolás de la Cruz y Federico Valverde, en la tribuna del estadio Diego Armando Maradona de La Plata.

Nicolás de la Cruz y Federico Valverde, en la tribuna del estadio Diego Armando Maradona de La Plata.

Foto: Juan Mabromata, AFP

El gol generó el efecto esperado, es decir, que los celestes se pudieran liberar y hacer su juego y que los israelíes se sintieran mucho más incómodos frente a una situación perturbadora como la de tratar de buscar sí o sí el empate.

Con Juan Cruz de los Santos jugando por la banda derecha y el Cepillo González por la izquierda, la capacidad de engaño en Uruguay se multiplicó y los celestes llegaban con asiduidad frente a una mayor apertura de la defensa de Israel.

Con el paso del tiempo, Uruguay fue intentando resguardar la diferencia y, cuando faltaban diez minutos para el final, cambió su figura táctica y pasó a un 4-5-1 con el ingreso del mercedario Santiago Homenchenko en sustitución del goleador Duarte.

Una distracción, la única del partido, permitió el ingreso por el medio del centrodelantero de Israel, que en el momento de enfrentar a Randall Rodríguez quiso enganchar para su pierna derecha y el arquero, inmenso, grandioso, único, se quedó con la pelota atenazada entre sus manos. Se gritó como un gol.

Después, aguantar, sacarla, mandarla al rincón de la cachimba, a la loma del quinoto, y concentración para que no pudiera entrar una guinda de peligro.

Estos gurises tienen 20 años, pero hay 120 años de fútbol en sus gambas, en su impostura defensiva, en sus engaños de caderas. Son uruguayos. Son Uruguay.

¡Uruguay nomá!

¡Gracias, muchachos!