El miércoles al mediodía vi televisión argentina. Bueno, no era un canal argentino, era un programa deportivo argentino, con tertulianos y tertuliana hablando de fútbol en el que todo orbitaba alrededor de una mezcla de imaginario y realidad de lo argentino.

No me resultó ajeno, pero sí lejano. Hacía años que no paraba por esos mostradores y esta vez fue casi por obligación: tenía necesidad de ver el sorteo de la Libertadores para sus octavos de final, y la verdad no sé si la pifié o qué, pero no logré encontrar canal uruguayo que lo pasara y me quedé con lo que encontré, esa emisión argentina que me dejó mal, superado, seguramente enrabietado.

Pensarán que tengo tirria con los argentinos. Nada que ver. Si yo no hubiese sido uruguayo, sería argentino. Eso está claro.

Tengo recontraparientes del otro lado del Río de la Plata, tengo enormes afectos, hermosas vivencias, conocimientos adquiridos, ganas de viajar y de estar ahí, siento profunda admiración por un montonazo de argentinas y argentinos, siento la calidez de su pueblo en cada uno de mis repetidísimos desembarcos y, además, me fascina su fútbol.

En 1969, al completar mi primer año en Montevideo, me hice oportunamente hincha de Chacarita Juniors, histórico campeón en ese año, y busqué con denuedo la figurita de Franco Frassoldati. Un veterano vecino futbolero me recibió con la gracia de conseguirme la estampita y desde ese día tuve mi primer apodo: “¡Que hacés, Frassoldati!” –me gritaba desde enfrente de la calle–, mientras el Oscar, el diariero del barrio, sacaba de su enorme bandolera de diarios y revistas El Gráfico, Billiken, Anteojito y Goles.

Cada domingo a la noche, con los ravioles del mediodía recalentados al baño maría, era una fiesta esperar el partido del fútbol argentino que, si no estaba cerrado el aeropuerto para que llegaran las cintas con los videotapes, se transformaba en el mejor programa posible frente a aquel televisor en blanco y negro.

Puede ser excepcional, pero en un fin de semana podía ver jugar a Canillitas, a El Puente, al Pastoriza, a Huracán Buceo, a Nacional, a Peñarol y a Sportivo Italiano, El Tanque ahí en la cancha, y de noche a Independiente con Sportivo Desamparados de San Juan, o Huracán-San Lorenzo en la tele.

Súper

En realidad, mi incomodidad, mi rechazo y mi cólera incipiente estaba vehiculizada por la falta de respeto, naturalizada, institucionalizada, normalizada. Falta de respeto hacia la profesión, hacia los clubes, hacia la competencia, hacia los pueblos futboleros, hacia los deportistas.

El orden que el azar determinó a la aparición de los seis clubes brasileños, cuatro argentinos, dos colombianos, y un boliviano, un ecuatoriano, un paraguayo y un uruguayo, hizo que pasaran 12 nombres antes de que apareciesen las llaves para Boca, River, Inter y Nacional, lo que fue estirando la temática enfocada hacia el superclásico del fútbol argentino, que al final no fue hasta cuando se supo que Nacional jugaría con Boca y River ante Internacional de Porto Alegre.

No sé en cuántos más lugares se podía seguir el sorteo desde Uruguay, pero en este caso era una suerte de subemisión: venía desde Asunción la televisación del evento que marcaría los emparejamientos y los tertulianos comentaban ligeramente encima, siempre apuntando a lo argentino y particularmente a River y Boca.

Cuando salió que Boca jugaría con Nacional y River con Inter se pusieron más pesadas e irrespetuosas las sentencias que despreciaban particularmente al equipo uruguayo y sobrevaloraban a los dos más populares equipos argentinos. Se sentenció casi por mayoría absoluta de los 11 o 12 especialistas que el equipo (argentino) más favorecido, o claramente premiado con el sorteo, había sido Boca Juniors, y para peor fueron a un móvil con el especialista en el club xeneixe, cuyos futbolistas en ese momento estaban en vuelo para jugar por competencia local, que manifestó que Boca era el rival que querían todos.

¿A quién le ganaste?

El fútbol uruguayo, creador a través de Washington Cataldi y Peñarol de la Copa Libertadores, estuvo en sus primeros 30 años de disputa 25 veces en semifinales, alzó ocho veces la copa y en sus primeras 12 ediciones entre 1960 y 1971 Peñarol o Nacional sólo no estuvieron en dos finales, la de 1963 y la de 1968.

Es cierto que durante más de esas tres décadas iniciales eran máximo dos representantes por país, no como ahora, que entran media docena de brasileños y argentinos, y que la geopolítica del fútbol sudamericano no iba en correspondencia neta con la geopolítica financiera y de los poderes económicos.

Claro, después entramos en una malaria importante, no ganamos nada ante clubes de enormes presupuestos y constelación de estrellas de alta competencia, pero no nos pueden menospreciar así.

Como muchos en la historia reciente del fútbol infotainment del Río de la Plata, Sebastián Vignolo, Oscar Ruggeri, Morena Beltrán, Chavo Fucks y otros empoderados panelistas, algunos cuyos nombres desconozco, pero sus caras no me son para nada ajenas, parecieron partir de la falacia, desde muchísimo antes del inicio de la llave, que Boca era Boca y por una suerte de designio divino imperecedero o herencia divina de los barones de la globa le tenían que ganar a unos uruguayos, que en este caso son Nacional, y que por cierto no serán nada del otro mundo ni salen en revistas de páginas satinadas ni en programas de chimentos, pero son futbolistas que cuando salen a una contienda saben que nada es imposible en una cancha.

La verdad, con el síndrome de la pantalla verde instalado, y tal vez hasta planteado como un tópico sicoanalítico para el próximo libro de Rolón, sin necesidad de revisar a Sigmund Freud o a Lacán, a uno le viene una culpita difícil de manejar cuando desde su verborragia iluminada entienden que Boca ya tiene salvada su llave y que después jugará contra Racing (al que también lo hacen avanzar sin jugar).

El único que zafó, más o menos, fue el técnico y exfutbolista Cai Aimar, que tímidamente esbozó que en el fútbol no hay nada juzgado.

Los protagonistas

Desde que el fútbol se transformó en un programa de televisión y de radio, con todos sus programas colaterales y sus ramas establecidas en las redes sociales en las que todos nosotros somos sus foristas, parece que no hubiera muchas formas de darle el tratamiento adecuado ni correcto a estas y otras instancias.

Seguro, y confirmado, que este modelo vicioso de afrontar la comunicación del fútbol sucede en todos lados.

Me acordé del brillante desarrollo de ideas de Alejandro Dolina de hace unos años, en el que establecía que el periodista deportivo actual era el paradigma de la sociedad, y se preguntaba y contestaba: “¿Y la gente por qué ve esos programas? Porque [no] está interesada ni en el fútbol, ni en el básquet, ni en nada, está interesada en los periodistas deportivos. Y ellos lo saben. Fantástico”.

Estuve realmente a nada de un “no puedo creer cómo ponen y cómo estoy viendo a estos tipos y tipa”, pero el conocimiento me salvó. El conocimiento de Peter Capusotto y sus videos, el haber llorado de risa una y mil veces con cualquiera de las entregas de “Cuatro gordos hablando de fútbol” –búscalo así en Youtube– cambió el destino de mi humor e iluminó mi día. A esa hora ya sabía que la genialidad y poder de observación con ironía de Capusotto me había salvado el día. En vez de seguir calentándome, me empecé a reír, conociendo ya todas las llaves, y con tiempo apreté el botón de Youtube y me di cuenta de que me iba a escribir de “Cuatro gordos”, de Capusotto, de Saborido, de tantos admirados y queridos argentinos que a uno le tocaron por padrón y concluí que para ver gente que habla “como si estuvieran en la remisería, pero en realidad están en un estudio de televisión”, prefiero volver a ver aquellos viejos episodios de “Cuatro gordos hablando de fútbol”.

Y como remate final, y también a puro prejuicio, no creo que los futbolistas argentinos se hayan refregado las manos cuando se enteraron de que jugaban con Nacional.

Los futbolistas argentinos son cosa seria por lo que juegan, pero también por lo que entienden que es el fútbol.